HARRIS: EL EVOLUCIONISMO: LOS METODOS
MARVIN HARRIS
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Célebre -y polémico- antropólogo estadounidense.(1927-2001) |
El mismo Tax
llama la atención sobre Prichard, Waitz y muchos otros etnólogos aficionados,
remontándose hasta Lafitau, cuya obra puso los remotos cimientos para el
período que Tax estudia. Pero Tax, que en esto coincide con Lowie, Kroeber y
Kluckhohn, subestima el grado de continuidad entre los padres antropológicos
favoritos y los primeros formuladores de los principios de la evolución
sociocultural. La “escuela histórica evolucionista”, que según Tax “recorrió su
camino” en treinta años, es parte integrante de una tradición que tiene sus
raíces plantadas, sólida y profundamente, en el siglo XVIII. Como hemos visto,
la continuidad entre el Evolucionismo biológico y cultural de la década de 1860
y la creencia de 1760 en el progreso y en la perfectibilidad no tiene fisura. Y
esta continuidad resulta todavía más clara si rechazamos los límites que se
autoimponen a la disciplina para poder afirmar la novedad del evolucionismo
antropológico de 1860, dejando fuera, en las décadas de 1820 y de 1830, a
Saint-Simon, a Comte y a Hegel. En realidad, lo que produjo el período que
comienza en 1860 fue simplemente un mayor número de versiones de la “Historia Universal de la Humanidad” al
estilo de Turgot, mejor documentadas y más especializadas.
Los dos
primeros productos clásicos de este período, Das Mutterrecht, de Johan J. Bachofen, y la Ancient Law, de Henry Maine, ambos publicados en 1861, demuestran
claramente que no fueron las teorías de Darwin las que desencadenaron la oleada
de publicaciones evolucionistas que comenzó a
producirse inmediatamente después de la aparición de Origin of specíes. Ninguno de esos dos tratados, que se ocupan de
la evolución de la familia, la organización política y la ley, contiene nada
que sugiera la necesidad de reconocer en ellos la influencia de Darwin. Das Mutterrecht, de Bachofen, es la
publicación de una serie de conferencias pronunciadas en Stuttgart en 1856,
tres años antes de que se publicara el libro de Darwin
(HAYS, 1958, p. 35), Y se basa casi enteramente en fuentes griegas y romanas; y
Ancient law, de Maine, es el intento de un jurista de explicar, en la
línea de la tradición de Adam Ferguson y Montesquieu, los orígenes de
diferentes conceptos legales. Se basaba también en fuentes romanas,
complementadas por su conocimiento personal de las comunidades tradicionales y
los sistemas legales de la India. Tanto Maine como Bachofen aducían pruebas
para demostrar que la familia europea moderna era el resultado de las
modificaciones evolutivas sufridas por formas antiguas de parentesco. En las
teorías de Bachofen, tales formas eran el matriarcado y la filiación
matrilineal, y en las teorías de Maine eran el patriarcado y la filiación
patrilineal. Hay que señalar que Maine eludía la cuestión de la universalidad
del estadio patriarcal, aunque consideraba la transición de la familia romana a
la familia inglesa moderna como una característica de las sociedades “progresivas”.
Bachofen, por su parte, estaba convencido de la existencia anterior de un
estadio matrilineal en todos los lugares de la tierra.
Pero ya
volveremos más adelante a una comparación de los principales rasgos de éstas y
de otras secuencias evolucionistas.
I. CONTINUIDAD EN
LA ETNOGRAFÍA
También en la
cuestión de las fuentes etnográficas hay una manifiesta continuidad entre la
década de 1860 y las anteriores del siglo XIX. Turgot, Meiners, Klemm, Prichard,
Waitz, Spencer, Morgan y Tylor representan otros tantos puntos a lo largo de
una línea continua de crecimiento gradual del rigor de las normas etnográficas.
Al mismo tiempo se produjo un constante aumento del número de sociedades
diferentes conocidas sobre las que había informes que podían utilizarse en
comparaciones sistemáticas. Aunque la mayor parte de esos informes provenían de
viajeros y de misioneros escasamente cualificados, también hubo una cierta
acumulación de datos por obra de observadores preparados y hábiles, entre los
que las figuras más ilustres son Henry Schoolcraft, Alexander von Humboldt,
Johann von Spix y Karl von Martius, Lewís y Clark.
Para una exacta
comprensión del desarrollo de la teoría antropológica parece esencial no
colocar en ningún punto entre 1750 y el presente una brusca ruptura en la
calidad y cantidad de los conocimientos etnográficos.
En los capítulos
siguientes analizaremos la pretensión de que los boasianos y los antropólogos
sociales británicos introdujeron abruptamente normas y criterios etnográficos
radicalmente mejorados. Entonces tendremos también ocasión de señalar las
insuficiencias manifiestas que aún se siguen advirtiendo a pesar del incremento
de trabajos de campo sistemáticos por etnógrafos adecuadamente preparados. Con
esto no pretendemos negar el gran progreso, tanto en cantidad como en calidad,
de la información etnográfica de que pueden disponer los estudiosos del siglo XX.
Más bien lo que queremos es afirmar el hecho de que todas esas mejoras se
acumularon durante el siglo XIX, y que el siglo pasado y este siglo se
inscriben sobre una misma curva ininterrumpida de niveles de rigor cada vez más
altos.
Este extremo es
importante porque puede contribuir a desacreditar entre algunos críticos de las
ciencias sociales la errónea idea de que la acumulación y el refinamiento
progresivos de los datos y de las teorías son de alguna manera propiedad
exclusiva de las ciencias biológicas y físicas.
Para evaluar la
cantidad y la calidad de los materiales etnográficos disponibles al comenzar el
período de 1860-1890 puede resultar instructivo hacer un somero análisis de las
fuentes de una de las monografías evolucionistas de esa época. Las Researches
into the early history of mankind, de Edward Tylor (1865), pueden
considerarse representativas de los criterios académicos más rigurosos de aquel
tiempo. Las Researches, que contienen en forma embrionaria la mayoría de los temas desarrollados en los escritos más maduros de Tylor, se ocupan de la
cuestión de la dirección general de la evolución y del origen del lenguaje, la
escritura, los nombres, los instrumentos, el matrimonio, el fuego y los mitos.
Lo primero que por lo que se refiere a las fuentes etnográficas se advierte es
el mucho uso que hace de las compilaciones de Gustav Klemm (1843). También son
conspicuas las citas de compendios menores, como los de J, G. Wood (1874-80),
W. Cooke Taylor (1840) y R. G. Latham (1859). Les siguen en importancia
fuentes que ya habían sido muy usadas por los predecesores de Tylor durante la
Ilustración, pero que aún seguían proporcionando, como siguen proporcionando
hoy, informaciones valiosas y por otra vía inalcanzables sobre pueblos exóticos
en los primeros mementos de su contacto con los europeos: 1) autores antiguos,
como Heródoto, Estrabón y Lucrecio: 2) cronistas españoles; como Oviedo,
Garcilaso de la Vega y Sarmiento; 3) las primeras relaciones de los jesuitas y
los informes de los misioneros, como los de Charlevoíx, Colden, Lafitau y
Dobrizhoffer, y 4) las narraciones de los grandes viajeros, como Colón, Cook y
muchos otros, que Tylor pudo manejar en las ediciones de la Sociedad Hakluyt.
Además de las fuentes de este tipo, anteriores al siglo XIX, Tylor- usó los
escritos de numerosos viajeros, misioneros y científicos decimonónicos. Así,
por lo que se refiere a la etnografía de Oceanía, disponía de los informes de
Hale y Wilkes, encargados por el gobierno de los Estados Unidos, como también
del de Mariner sobre las Tonga, St. John sobre los dayak, T. H. Williams sobre
las Fidji, G. Grey y W. Ellis sobre Polinesia, R. Taylor y J. S. Polack sobre
los maoríes y G. Grey, J. E. Eyre y J. Backhouse sobre Australia. Para la
etnografía africana se basaba en Adolph Bastian, D. Livingstone. W. H. I.
Bleek, sir Richard F. Burton, J. S. Moffat, Du Chaillu, E. W. Lane, J. I. Krapf
y A. Casalis. Para Asia tenía a sir John Bowring sobre Siam, Mouat sobre los
andaman y sir James E. Tennent, W. Ward y Logan sobre la India. Los materiales
más abundantes eran los relativos al Nuevo Mundo. Para América del Sur, Tylor
seguía a Darwin, Alexander van Humboldt, Spix y Martius y Alfred Wallace. Para
América Central y para México podía citar su propio Anahuac (1861) y
basarse en los viajes que él mismo había hecho, mientras· que para Norteamérica
usó los abundantes datos publicados en los informes de primera mano de Lewis y
Clark, H. R. Schoolcraft y George Catlin. (Inexplicablemente, el estudio de
Morgan sobre los iroqueses no aparece citado.) Todas esas fuentes son anteriores
a 1860.
II. LA
IMPORTANCIA DE LA ARQUEOLOGÍA
El brusco
desarrollo de las teorías antropológicas después de 1860 no puede comprenderse
sólo por la acumulación de conocimientos etnográficos. Es posible que el
constante aumento de datos procedentes de las investigaciones arqueológicas
tuviera una importancia todavía mayor. La primera mitad del siglo XIX fue un
período de grandes descubrimientos arqueológicos. En lo esencial, esos
descubrimientos confirmaron la existencia de aquellos sucesivos estadios de la
historia que sobre la sola base de su inteligencia lógica y de su somero
conocimiento de los pueblos primitivos contemporáneos habían deducido los filósofos
sociales del siglo XVIII. Hacia 1860, la suposición de que los europeos habían
tenido que ser antiguamente salvajes había sido confirmada ya por pruebas
indiscutibles excavadas de la tierra.
Si no tenemos
presente el triunfo que significaba esta reivindicación, no podremos comprender
la fuerza de la convicción, compartida por todos los evolucionistas del período
de 1860 a 1890, de que los primitivos contemporáneos podían proporcionar informaciones
válidas sobre la condición antigua de la humanidad.
III. PIEDRA,
BRONCE, HIERRO
Uno de los logros
de mayor importancia de la arqueología decimonónica fue la demostración de que
los primeros europeos habían carecido del conocimiento de la metalurgia. En el
siglo anterior se había señalado con frecuencia la ausencia de metales entre
muchos grupos primitivos contemporáneos, y numerosos estudiosos supusieron que
esa situación debía haber sido una característica general de los tiempos antiguos.
Antonio Goguet (1758), por ejemplo, había advertido que “los salvajes ponen ante nuestros ojos un cuadro impresionante de la
ignorancia del mundo antiguo y de las prácticas de tiempos primitivos. No
tienen idea de los metales y suplen la falta de ellos con piedras y pedernales “
(citado en HEIZER, 1962, p. 263).
Muchos otros escritores
del siglo XVIII, basándose principalmente en fuentes antiguas griegas y
romanas, creían en el “sistema de las tres edades”, una secuencia tecnológica
de piedra, bronce y hierro. Pero no fue hasta comienzos del siglo XIX cuando
comenzaron a obtenerse pruebas sistemáticas en apoyo de estas opiniones. En
1806 comenzaron a hacerse extensas excavaciones, subvencionadas oficialmente,
en los concheros y en los dólmenes de Dinamarca. Las excavaciones, dirigidas
por R. Nyerup, sacaron a la luz útiles de piedra anteriores a las más antiguas
culturas que se mencionaban en las sagas danesas. Las colecciones procedentes
de esos yacimientos quedaron depositadas en Copenhague, en el Museo de Antigüedades
Nórdicas, donde C. J. Thomsen (1848; original, 1834) pudo usarlas para
establecer la primera secuencia arqueológicamente ratificada de las Edades de
la Piedra, el Bronce y el Hierro (PENNIMAN, 1965, pp- 55 s.). En la
década de 1850, un discípulo de Thomsen, N. J. A. Worsaae, confirmó esa secuencia
aplicando técnicas estratigráficas en el estudio de las turberas danesas.
Mientras tanto, y por influencia del historiador danés Vedel-Simonsen, en
Suecia, M. Bruzelius (1816) y Sven Nilsson (1838) habían adoptado el sistema de
las tres edades.
IV. EL
DESCUBRIMIENTO DEL NEOLÍTICO y DEL PALEOLÍTICO
Otro conjunto de
descubrimientos arqueológicos que tuvo gran influencia fue el que se hizo en
los yacimientos lacustres del neolítico. El primero que informó sobre los
pantanos irlandeses fue W. Wilde en 1840, a cuyos estudios siguieron en la
década de 1850 los de F. Keller sobre los palafitos próximos a Zurich. Las
tesis evolucionistas tuvieron aún una ulterior confirmación en el hallazgo de
instrumentos de pedernal que se consideraron como todavía más antiguos que los
de la Edad de Piedra danesa. Ya en 1800 John Frere, debatiéndose con el
problema de la cronología mosaica, había indicado que algunos instrumentos
extraídos de la tierra databan de una época “anterior incluso al mundo presente”.
En Francia, a finales de la década de 1820, Mme. de Chistol, Marcel du Serres y
M. Tournal (1833) presentaron pruebas de la contemporaneidad del hombre y la
fauna extinta del Pleistoceno. A éstos siguieron en 1836 los estudios de
Boucher de Perthes sobre instrumentos y fauna del paleolítico en Abbeville. Uno
de los principales antagonistas de Boucher de Perthes, el Dr. Rigollot, terminó
por aceptar la nueva cronología de los hallazgos que él mismo hizo en St.
Acheul en 1855. Hacia 1860, nuevos trabajos de Falconer, Prestwick, Lartet y
Lyell situaron los primeros comienzos del hombre bien dentro del Pleistoceno.
Ello no obstante, la creencia de que la antigüedad del hombre no excedía de
seis mil años, siguió considerándose una opinión respetable hasta que comenzó
el período darwinista. Y esa creencia contribuyó a diluir en cierto modo las
pruebas arqueológicas de la evolución progresiva, puesto que dentro de aquella
cronología comprimida seguía resultando posible que los períodos más antiguos
de la Edad de Piedra europea fueron simplemente epílogos degradados de una “edad
de oro” representada por las civilizaciones de Egipto y Babilonia.
V. INTERPRETACIÓN
DE LYELL DEL PALEOLÍTICO
El acontecimiento
decisivo para la derrota de esta objeción fue la publicación de Antiquity of
man (1863), de Charles Lyell, un libro cuya contribución a la
fundamentación de la moderna teoría antropológica difícilmente podría
exagerarse. Enfrentándose resueltamente con los problemas que Darwin había
eludido siempre, Lyell reunió todas las evidencias conocidas, geológicas, arqueológicas,
lingüísticas y etnológicas, que probaban la contemporaneidad de útiles humanos
con animales extintos. Como esos animales pertenecían a las series evolutivas
de otros modernos y como entre aquéllos y éstos era preciso, según las hipótesis
del transformismo, que hubieran transcurrido decenas de miles de años, Lyell
concluyó que ésa era la antigüedad de los hombres que hicieron los artefactos
encontrados. “Los autores de esos útiles
tienen que haber sido drásticamente inferiores en su capacidad mental al hombre
moderno, pues de otro modo, al ser tan grande el período temporal representado
en los pozos de St. Acheul y en las
cavernas de Liege, deberíamos encontrarnos la tierra llena de restos de
toda clase de adelantos civilizados muy anteriores a nosotros. Si los primeros
hombres hubieran sido tan inteligentes como los ingleses modernos, tendríamos
que estar encontrando líneas enterradas de ferrocarriles y de telégrafos
eléctricos, de las que los mejores ingenieros de nuestros días podrían obtener
inestimables indicaciones; instrumentos astronómicos y microscopios de
construcción más avanzada que ninguno de los conocidos en Europa y otras
muestras de perfección en las artes y en las ciencias como el siglo XIX aún no
las ha conocido [ ...] Y nuestra
imaginación se esforzarte en vano por adivinar los posibles usos y sentidos de
tales reliquias, máquinas tal vez para navegar por los aires. o para explorar
las profundidades del océano, o para calcular problemas aritméticos, muy por encima
de las que pueden necesitar o incluso soñar los matemáticos que viven hoy.”
[LYELL, 1863, p. 379].
Con la nueva
perspectiva del lugar del hombre en el tiempo geológico, Lyell no dejaba sitio
para la hipótesis de que las civilizaciones antiguas de Egipto y de Mesopotamia
marcaban un punto culminante a partir del cual se había producido la
degeneración de los pueblos de la Edad de Piedra y de los primitivos contemporáneos.
Comparada con la de las hachas de mano de
Abbeville y la de las especies animales extintas asociadas a ellas, la
antigüedad de los monumentos egipcios resultaba insignificante: No obstante,
geológicamente hablando y tomando como referencia la antigüedad de la primera
edad do la piedra, estos restos del valle del Nilo pueden considerarse
extremadamente modernos. En todas las excavaciones que se han hecho en el barro
del Nilo por debajo de los cimientos de las ciudades egipcias, como, por
ejemplo, a sesenta pies por debajo del peristilo del obelisco de Heliópolis y,
en general, en las llanuras aluviales del Nilo, todos los huesos que
encontramos pertenecen a especies vivas de cuadrúpedos, tales como camellos,
dromedarios, perros, bóvidos y cerdos, sin que en ningún caso aparezcan
asociados a dientes o a huesos de una especie desaparecida [ibidem, p. 383].
Para comprender
la continuidad entre las versiones evolucionistas de la segunda y la primera
mitad del siglo, anotemos aquí que en 1859 el mismo Lyell había visitado los
pozos de Sto Acheul, y después de presenciar la excavación de un instrumento de
pedernal volvió enseguida a Aberdeen para expresar en la reunión de la
Asociación Británica su opinión favorable a la antigüedad de los instrumentos
acheulenses (ibidem, p. 104).
VI IMPORTANCIA DE
LOS DATOS ARQUEOLÓGICOS EN LA OBRA DE TYLOR
También las Researches
into the early history of mankind, de Edward Tylor, sirven para
demostrar la importancia de los hallazgos de la arqueología anteriores a Darwin
para las teorías del perlado 186()'1890. Puede decirse sin exageración que para
las conclusiones de Tylor relativas a la general uniformidad del cambio
evolutivo las pruebas arqueológicas son por lo menos tan importantes como las
pruebas etnográficas. La clasificación de las “tres edades” aparece usada a lo
largo de todo el libro, en el que además se acepta una modificación propuesta
poco antes dividiendo la Edad de Piedra en no pulimentada y pulimentada. Junto
a las fuentes etnográficas que antes hemos mencionado, Tylor cita a Lyell,
Christie, Lartet, Prestwíck, Wilde, Wilson y Goguet. El alcance y la importancia
de la documentación arqueológica para el evolucionismo de Tylor lo muestra bien
el siguiente pasaje:
Estos caracteres combinados de rudeza y ausencia de
pulimento dan a los restos de la Edad de Piedra no pulimentada una
significación de extremada Importancia para la historia de la civilización por
la manera en que asocian la prueba de una gran rudeza con la de una gran
antigüedad. La antigüedad de los instrumentos hallados en estratigrafía está
probada, como se ha dicho. por evidencias arqueológicas directas. Los instrumentos
de las cavernas incluso los del período del reno, resultan, por la fauna
asociada a ellos, más antiguos. y a primera vista se aprecia que son más toscos
que los del período de los cromlechs y los de los primeros poblados lacustres
de Suiza, que pertenecen a la Edad de la Piedra pulimentada. Para el estudioso
que considera la civilización humana como un desarrollo en lo esencial
ascendente, sena difícil que se ofreciera un punto de arranque más adecuado que
éste de un progreso general y bien marcado de un estadio más antiguo e inferior
a otro más reciente y superior en la historia de las artes humanas [ibidem, p. 198].
Más tarde, en su
artículo “Antropología”. en la novena
edición de la Enciclopedia británica (1878). Tylor volvió a reconocer lo
que debían los evolucionistas a los descubrimientos arqueológicos:
Han sido especialmente las pruebas de la arqueología
prehistórica las que, en estos pocos últimos años, han dado a la teoría de la
evolución natural de la civilización una influencia que casi nadie discute por
razones antropológicas [ ...] El hallazgo de antiguos instrumentos de piedra
enterrados en el suelo en casi todos los lugares habitables del mundo,
incluidos los que ocuparon las grandes civilizaciones antiguas de Egipto, Asiria
India, China, Grecia. etc., puede aducirse como prueba de que durante algún
tiempo los habitantes de esas regiones vivieron en la Edad de Piedra [Tylor, citado en OPLER, 1946a, página 132].
VII. LAS
LIMITACIONES DE LA ARQUEOLOGÍA
En una parte considerable,
la contribución de Tylor y de sus contemporáneos representaba un esfuerzo por
coordinar la secuencia de instrumentos que la arqueología había revelado con
los estadios del desarrollo social e ideacional, sobre todo con las
instituciones religiosas, políticas y del parentesco.
Se admitía que en
esas materias era muy poco lo que la arqueología podía decir por sí misma.
Sobre la base de las evidencias arqueológicas era imposible decidir si los
hombres de la Edad de Piedra pulimentada practicaban la monogamia, o si eran
patrilineales o matrilineales, o si creían en uno o en muchos dioses.
El intento de
completar las evidencias arqueológicas usando datos etnográficos e históricos
se hacía en toda aquella época de un modo enteramente explícito. Morgan (1877,
p. 8), por ejemplo, estableció su definición de los "períodos étnicos” del
salvajismo, la barbarie y la civilización, después de señalar la utilidad de
los términos de los arqueólogos daneses “Edad de la Piedra, del Bronce y del
Hierro” para la "clasificación de los objetos de las artes antiguas”. John
McLennan, el tenaz adversario de Morgan, expresó en estos términos las
limitaciones de los materiales arqueológicos:
El testimonio geológico, desde luego. nos muestra razas
tan primitivas como algunas de las que existen hoy e incluso varias que tal vez
lo son todavía más, pero se limita a informarnos de los alimentos que comían.
las armas que usaban y la forma que daban a sus adornos. Más tampoco podía
esperarse de ese testimonio. pues no está en su naturaleza el guardar memoria
alguna de aquellos aspectos de la vida humana por los que más se interesa el
filósofo: la familia, el grupo tribal, la organización doméstica y política [McLENNAN, 1865, p. 6].
VIII. EL MÉTODO COMPARATIVO
Todos los
teóricos de la segunda mitad del siglo XIX se propusieron llenar las lagunas
existentes en los conocimientos disponibles de la historia universal recurriendo
ampliamente a un procedimiento especial y muy discutido llamado el “método
comparativo”. La base de este método era la creencia de que los diferentes
sistemas socioculturales que podían observarse en el presente tenían un cierto
grado de semejanza con las diversas culturas desaparecidas. La vida de ciertas
sociedades contemporáneas se asemeja estrechamente a lo que debe haber sido la
vida durante el paleolítico; otros grupos se parecen a la cultura típicamente
neolítica, y otros se asemejan a las primeras sociedades organizadas
estatalmente. La forma en que Morgan (1870, p. 7) concebía esta prolongación
del pasado en el presente resulta característica:
[...] las instituciones domésticas de los bárbaros
e incluso de los antepasados salvajes del género humano se hallan
ejemplificadas todavía en algunas porciones de la familia humana de un modo tan
completo que, con excepción del período más estrictamente primitivo, los
diversos estadios de este progrese están aceptablemente bien conservados.
Se muestran en la organización de la sociedad sobre la
base del sexo, luego sobre la base del parentesco y finalmente sobre la base
del territorio; en las sucesivas formas del matrimonio y de la familia, con los
sistemas de consanguinidad creados por ellas: en la vida doméstica. en la
arquitectura de la casa y en el progreso de los usos relativos a la propiedad y
a la herencia de la propiedad.
A. Lane-Fox
Pitt-Rivers, fundador del Museo Pitt-Rivers de Oxford, tenía la misma opinión
sobre la importancia de los primitivos contemporáneos para la interpretación de
la prehistoria:
[...] puede aceptarse que las razas existentes, en
sus respectivos estadios de progreso, representan fielmente a las razas de la
antigüedad [...] Nos proporcionan así
ejemplos vivos de las costumbres sociales, las formas de gobierno, las leyes y las prácticas bélicas, que
corresponden a las razas
antiguas de las que en tiempos remotos nacieron, y cuyos instrumentos, que se
parecen a los de sus descendientes. de hoy con sólo pequeñas diferencias, se
encuentran ahora hundidos en la tierra [PITT-RIVERS, 1906, p. 53].
Para aplicar el
método comparativo, las diversas instituciones contemporáneas se disponen en
una secuencia de antigüedad creciente. La construcción de esa secuencia es
básicamente una operación lógica, deductiva, cuyo supuesto implícito es el de
que las formas más simples son las más antiguas. En la práctica se movilizan
además varios tipos diferentes de suposiciones lógicas sobre las que volveremos
en un apartado posterior.
IX. EL ORIGEN DEL
MÉTODO COMPARATIVO
¿Qué
justificación había para esta extrapolación de los primitivos contemporáneos a
la sociedad antigua? Basándose en la autoridad de Lowie (1937, páginas 19-29)
se ha supuesto comúnmente que el principal estímulo para esta práctica se tomó
de la biología, en la que los conocimientos zoológicos y botánicos de los
organismos existentes se aplicaban rutinariamente para la interpretación de la
estructura y la función de las formas fósiles extinguidas.
No hay duda de
que a finales del siglo XIX varias de las aplicaciones antropológicas de este
principio comparativo adujeron explícitamente el precedente de la biología.
Pero en la década de 1860 el modelo, más que de Darwin, se tomaba de la
paleontología de Lyell. Así, John Lubbock, el más importante de los prehistoriadores
británicos, justificaba su intento de ilustrar la vida de los tiempos
prehistóricos estableciendo una analogía explícita con la práctica de los
geólogos:
[...] el arqueólogo es libre de seguir los métodos
que con tanto éxito se han aplicado en geología: los toscos instrumentos de
hueso y de piedra de edades pretéritas son para él lo que los restos de los
animales desaparecidos son para el geólogo. La analogía puede llevarse más
lejos aún. Muchos mamíferos que en Europa se han extinguido tienen
representantes que todavía sobreviven en otros países. Nuestros paquidermos fósiles,
por ejemplo, serian casi totalmente ininteligibles si no fuera por las especies
que todavía habitan en algunas partes de Asia y de África; los marsupiales
secundarios están ilustrados por los representantes que de ellos existen en
Australia y en América del Sur. De la misma manera, si queremos entender
claramente las antigüedades de Europa, deberemos compararlas con los toscos
instrumentos y con las armas que todavía usan, o usaban hasta hace muy poco,
las razas salvajes de otras partes del mundo. De hecho. los pueblos de Tasmania
y de Sudamérica son para el arqueólogo lo que la zarigüeya y el perezoso son
para el geólogo [LUBBOCK, 1865, p. 416].
Mas lo que
Lubbock da aquí no es más que una explicación y una justificación a la moda de
un método sociocultural anterior tanto a Darwin como a Lyell. Las verdaderas
raíces del método comparativo se remontan en realidad al siglo XVIII. El
historiador de Cambridge J. W. Burrow ha tratado de buscar el origen de la
práctica en los “historiadores filosóficos de la Ilustración escocesa”. Señala,
por ejemplo, que Adam Ferguson (1767) creía que en las condiciones actuales de
la vida de los indios americanos “podemos contemplar, como en un espejo, los
rasgos de nuestros propios progenitores”. Sir James Mackintosh (1789) hablaba
específicamente de la conservación de aspectos bárbaros de la cultura al lado
mismo de la civilización.
“(Hoy] podemos examinar casi todas las
variedades de carácter, de usos, de opiniones y sentimientos y prejuicios, a
las que el género humano puede ser arrastrado o por la rusticidad del
barbarismo o por la caprichosa corrupción del refinamiento” (citado en
BURROW, 1966, pp. 11.12). Mas en realidad no hay razón para no buscar los
orígenes del método comparativo más que en los historiadores escoceses. La idea
misma es parte integrante de la noción de “progreso” de la Ilustración, y al
menos en una forma embrionaria la compartían todos los filósofos sociales del
siglo XVIII que creían que la civilización europea representaba un avance
respecto a una condición anterior y más “tosca”. Porque ¿cómo podría hablarse
de progreso si no hubiera alguna línea de base para la comparación? Casi al
mismo tiempo que se introdujo el concepto de “estado de naturaleza” se comenzó
a usar a los salvajes, a los que una veces se consideraba miserables, otras
cándidos y otras buenos, para “ilustrar” la condición de la que se presumía que
había salido la sociedad europea.
Es verdad que los
zoólogos estaban también haciendo uso del método comparativo en fecha tan
temprana como el siglo XVIII. De hecho, tan pronto como las formas fósiles de
vidas extinguidas llamaron la atención de los geólogos y los biólogos, éstos
empezaron a aplicar el método comparativo, esforzándose por comprender qué
tipos de organismos habían sido y por asignarles un lugar en la taxonomía de
Linneo. Pero es importante que recordemos que estas primeras manifestaciones
del método comparativo en paleontología no eran parte de ninguna teoría de la
evolución biológica: en biología, el método se aplicó inicialmente como guía
para encajar esos eslabones fósiles en el lugar que les correspondía en la “gran
cadena de los seres”.
Otra
manifestación del método comparativo durante el siglo XVIII va asociada a la
fundación de la ciencia lingüística. Cuando, en 1786, William Jones afirmó por
primera vez que el griego, el latín, el gótico, el céltico y el sánscrito
tenían un origen común, lo que de hecho estaba afirmando era que la comparación
de lenguas contemporáneas podía proporcionar información confiable relativa a
la naturaleza de lenguas habladas por pueblos cronológicamente distantes.
Friedrich van Schlegel (1808) y Franz Bopp (1816) aplicaron de forma
sistemática las sugerencias de Jones. En 1837, Jacob Grimm formuló su hipótesis
sobre la regularidad de los cambios vocálicos en las lenguas indoeuropeas,
confirmando así la validez del método comparativo aplicado a los fenómenos
lingüísticos. Para 1860, los éxitos de la filología en la reconstrucción de los
pasos de la evolución de la fonología, la gramática y la semántica indoeuropeas
se unían a los de la paleontología y arqueología para recordar a los
antropólogos la validez del método comparativo.
Aunque no se le
considere como tal, podemos señalar aquí que también la introducción del
principio del actualismo de Hutton y Lyell en geología fue en realidad otro
ejemplo de la aplicación del mismo método general.
Fue ese principio
el que hizo posible que los geólogos pusieran en conexión los fenómenos
geomorfológicos antiguos con los contemporáneos en una secuencia lógica basada
en procesos que en el presente podían demostrarse, pero para el pasado tenían
que inferirse.
Finalmente
haremos notar que lo que permite a los astrónomos estudiar poblaciones de
estrellas y de galaxias recientes (próximas) y “fósiles” (lejanas) y
disponerlas en probables secuencias evolutivas sin la menor esperanza de poder
observar ninguna de las transformaciones que postulan, es simplemente otra versión
del método comparativo. Con todo lo cual parece claro que el método comparativo
está estrechamente asociado al desarrollo de la teoría científica en muchas
disciplinas diferentes.
X. EL VALOR DEL
MÉTODO COMPARATIVO
El situar en la
Ilustración el origen del método comparativo nos permite contemplar a los
evolucionistas de 1860-1890 desde una perspectiva más amplia que la que
usualmente se adopta. Así podemos ver que el esfuerzo que un gran
prehistoriador como Lubbock hace por ilustrar la vida de los pueblos “paleolíticos”
y “neolíticos” (en términos del propio Lubbock) valiéndose de los primitivos
contemporáneos debe situarse al final de un período de descubrimientos
arqueológicos que había reivindicado el uso que del método comparativo habían
hecho los filósofos sociales del siglo precedente, A regañadientes, Lowie lo
reconoce así (1937, p. 22):
La prehistoria
demostró la evolución valiéndose de las rigurosas técnicas de la estratigrafía geológica
en un momento en el que los etnógrafos seguían buscando a tientas los métodos
adecuados para estudiar a los aborígenes contemporáneos. No es de extrañar que
los etnógrafos se apoyaran muy manifiestamente en la arqueología, Mas para
Lowie. como para todos los boasianos, el uso del método comparativo fue el
principal error de la escuela evolucionista. Según Lowie, lo que los
evolucionistas, como grupo, dejaron de ver fue el limitado alcance de los
hechos culturales en los que era posible demostrar directamente el progreso
[...] La prehistoria [...] no tenía absolutamente nada que ofrecer en
lo tocante al desarrollo de lo sobrenatural o de la organización social” (ibídem, p. 23). “Un sofisma fatal de todos estos
razonamientos residía en la ingenua equivalencia que establecía entre los
grupos primitivos contemporáneos y el salvaje primordial [...]” (ibidem, p. 24).
La semejanza entre los salvajes modernos y el hombre mono
primordial es un dogma tan importante que no podemos dejar de denunciar el
error que encubre. Este reside en la incapacidad de comprender que hasta el más
simple de los grupos actuales tiene un pasado prolongado durante el cual ha
progresado muchísimo, alejándose del hipotético estadio primordial [ibidem, p. 25].
Mas estos abusos
particulares del método comparativo deben disociarse de la discusión del
principio general. Como el mismo Lowie señala, los más grandes entre los
evolucionistas supieron evitar estos escollos. Morgan, por ejemplo, era
perfectamente consciente de que ninguno de los grupos contemporáneos primitivos
podía considerarse equivalente al “hombre mono primordial”. Su “estadio
inferior del salvajismo”, que comenzaba con la infancia de la raza humana”, era
un estadio exclusivamente deductivo, no representado por ningún grupo primitivo
contemporáneo: “Ni un solo ejemplo de
tribus humanas en este estado ha sobrevivido hasta el período histórico” (MORGAN,
1877, p. 10). Y por lo que hace al reconocimiento de la especificidad del curso
histórico particular y diferenciado de cada una de las culturas primitivas,
todos los grandes evolucionistas concedían la necesidad de explicar los rasgos
especiales de cada grupo basándose en las características naturales y
culturales de sus ambientes locales. Las críticas de Lowie de que tenemos que
ocuparnos no son las que hace a los abusos del método comparativo, sino las que
atañen a la cuestión de la validez del principio general como medio para
entender la evolución de la cultura. El punto clave que se ha de discutir es el
de si las culturas de los grupos primitivos contemporáneos pueden o no usarse
como guías para entender configuraciones socioculturales cronológicamente más
antiguas. Dicho de otro modo: ¿existe algo así como culturas supervivientes de
la Edad de Piedra? La respuesta, tan innegable hoy como lo era en 1860, es que
sí. Lo cual no quiere decir, desde luego, que todas las sociedades marginales
con organización en bandas puedan considerarse como igualmente representativas
de un estadio particular de la evolución sociocultural. A lo largo de la
prehistoria, igual que a lo ancho del mundo primitivo contemporáneo, ha
prosperado una multitud de diferentes variedades de cultura, adaptadas a las
variedades de las condiciones culturales y ecológicas concretas. Como veremos
dentro de un momento, los evolucionistas de finales del siglo XIX tendían a
subestimar el alcance de la diversidad característica tanto de los grupos
contemporáneos como de los paleolíticos. Cometieron errores ridículos
suponiendo, por ejemplo, que los pueblos sin metalurgia carecían también
necesariamente de estratificación social, o que todos los pueblos tenían que
haber pasado por un estadio matrilineal universal, anterior a otro patrilineal.
Mas, por otra parte, también los boasianos incurrieron en errores igualmente
ridículos cuando se esforzaban por desacreditar el método comparativo. Por
ejemplo, muchos “particularistas históricos” han sostenido que la evolución
sociocultural ha seguido tantos caminos diferentes que las tecnologías más
sencillas pueden encontrarse asociadas a las formas más “complejas” de
organización social. El sistema australiano de secciones es uno de los ejemplos
favoritos de esta pretendida disparidad entre el nivel tecnoeconómico y el
nivel de la organización social. De forma similar, los críticos boasianos del
método comparativo se han esforzado por demostrar que instituciones tales como
la esclavitud, la propiedad privada, la organización estatal, se presentan
caprichosamente asociadas a una gran variedad de rasgos socioculturales
adicionales. En los capítulos dedicados a Boas y a sus discípulos examinaremos
con más detenimiento varios ejemplos de asociaciones como éstas, aparentemente
extrañas y fortuitas. Por el momento nos contentaremos con decir que no hay
ningún abuso específico del método comparativo que pueda justificar el que se
niegue el valor de nuestro conocimiento de las sociedades preestatales
contemporáneas para el estudio de la evolución sociocultural. Es indiscutible
que los pueblos primitivos contemporáneos exhiben formas de adaptación
tecnoecológicas, tecnoeconómicas, de organización social y, finalmente,
ideológicas que, tanto estructural como cronológicamente, son propias y
distintivas de las sociedades ágrafas y preestatales. Una lista de esos rasgos
primitivos incluiría grupos igualitarios de filiación unilineal, grados de
edad, terminologías clasificatorias de parentesco, cultos de hombres,
poblamientos de baja densidad, planificación del trabajo errática, propiedad
común de los recursos estratégicos. ausencia de sanciones políticas internas,
sistemas igualitarios de redistribución y relativa impermanencia del poblamiento,
por no mencionar más que unos pocos. Una explicación causal nomotética de esos
rasgos sólo es posíble si aceptamos que durante el paleolítico existieron
complejos institucionales similares que fueron, y son, desplazados en todas
partes por la evolución de las sociedades organizadas estatalmente. En principio,
esto es, sin tomar en cuenta los abusos que pueden producirse por la aplicación
demasiado mecánica de una idea acertada, el método comparativo no está menos
justificado en antropología que en biología. y hasta se podría sostener
perfectamente que la extrapolación de los primitivos contemporáneos a las sociedades
paleolíticas tiene una base mucho más firme que la extrapolación de las formas
vivas contemporáneas a las especies extinguidas. Tal afirmación se apoya en el
hecho de que puede decirse que en cada instante determinado la evolución
cultural produce menos tipos básicos de adaptación que la evolución biológica,
pretensión perfectamente plausible si se piensa que para las formas culturales
no existe ningún proceso equivalente al de la especialización para las formas
vivas. Y más aún dado que las innovaciones culturales se difunden incluso entre
sistemas socioculturales radicalmente diferentes, con lo que los procesos
rápidos de evolución no se traducen en una multiplicidad de tipos nuevos
(véanse pp. 149 s.).
XI. LAS
LIMITACIONES DEL MÉTODO COMPARATIVO
Como es lógico,
en la práctica los resultados que produzca el método comparativo no pueden ser
mejores que la arqueología y la etnografía de las que tome sus datos. Si la
etnografía traza un cuadro falso de la vida primitiva contemporánea, no vale la
pena transportar esos datos a culturas temporalmente remotas. Para que se pueda
usar la etnografía en la interpretación de la prehistoria se necesitan
comparaciones sistemáticas de muchas culturas diferentes de un mismo tipo
básico tecnoecológico y tecnoeconómico. Sólo a través de una comparación que
tenga esas características se podrán identificar los elementos que en cada caso
determinado son resultado del contacto con otras sociedades más complejas, los
que son resultado de circunstancias ambientales locales y los que están
estadísticamente asociados al tipo básico. Es, por ejemplo, un grave error
suponer que las sociedades contemporáneas de bandas de cazadores y de
recolectores son representativas de los principales aspectos de los grupos
paleolíticos. Casi todos los ejemplos clásicos de bandas de cazadores y
recolectores que la etnografía conoce son pueblos marginales o refugiados,
confinados o acorralados en ambientes desfavorables por los grupos limítrofes
de sociedades más avanzadas. Muchas de las anomalías en la evolución de la organización
social son imputables a los contactos entre grupos de baja densidad,
organizados en bandas o en poblados, y sociedades complejas con organización
estatal, contactos cuyo resultado ha sido la aparición de situaciones
coloniales o de grupos minoritarios de status especial. No puede negarse que a
finales del siglo XIX las aplicaciones del método comparativo se basaban en
datos etnográficos burdamente inadecuados. Pero varios de los evolucionistas, especialmente
Morgan, Tylor y Spencer, intentaron superar esas deficiencias recurriendo a una
estrategia que tiene numerosos partidarios entre las escuelas estadísticas de
la antropología moderna. Ante la incapacidad de garantizar la exactitud de un
ejemplo dado, lo que aquellos evolucionistas hacían era acumular un gran número
de ejemplos. Como hemos de ver en el capítulo 21, es mucho lo que puede decirse
en apoyo de la pretensión de que los errores etnográficos pueden quedar
compensados si se emplea un gran número de muestras. Es verdad que en el siglo
XIX la base para la selección de los ejemplos era con frecuencia inadecuada y
que los evolucionistas se exponían a la acusación de no seleccionar más casos
que los que confirmaban una hipótesis particular. Mas eso no quita que frente a
la crítica boasiana del método comparativo, que lanza contra los evolucionistas
la reiterada imputación de irresponsabilidad etnográfica, deba recordarse esta
práctica de reunir un número suficientemente grande de casos.
XII. TYLOR Y EL USO
DEL MÉTODO COMPARATIVO
La forma en que
Tylor (1958, 1, pp. 9·10) explica este aspecto del método comparativo resulta
particularmente clara. Ante la petición de un historiador de que explicase cómo
“podía considerar como evidencia una
noticia relativa a las costumbres, los mitos, las creencias, etc., de una tribu
salvaje, basada en el testimonio de un viajero o de un misionero que puede ser
un observador superficial, más o menos ignorante de la lengua nativa, que se
limite a repetir descuidadamente charlas ociosas, sin omitir sus propios
prejuicios o incluso con el propósito directo de engañar”, Tylor contesta:
Efectivamente, ésta es una cuestión que todo etnógrafo
debe tener siempre presente con la mayor claridad. Por descontado que tiene que
evaluar según su mejor criterio la fiabilidad de cada uno de los autores a los
que cita y, si fuera posible, obtener varias descripciones para confirmar cada
aspecto en cada localidad. Pero además, y por encima, de estas medidas de
precaución disponemos de la prueba de la recurrencia. Si dos visitantes
independientes a dos países distintos, por ejemplo, un musulmán de la Edad
Media en Tartaria y un inglés moderno en Dahomey, o un misionero jesuita en
Brasil y un wesleyano en las islas Fidji, coinciden en describir artes o ritos
o mitos análogos entre los pueblos que cada uno de ellos ha visitado, resulta
difícil o imposible desechar esas coincidencias como fraudes voluntarios o
accidentales. Ante una historia de un colono australiano cabe pensar en un error
o en una invención, pero si un pastor metodista en la remota Guinea cuenta la
misma historia ¿habrá que creer que los dos conspiraron para engañar al
público? La posibilidad de una superchería. Intencionada o no, queda con
frecuencia excluida cuando se encuentran noticias similares para dos países
remotos transmitidas por dos testigos, uno de los cuales, A, vivió un siglo
antes que el otro, B, y B resulta no tener la menor idea de la existencia de A.
Cualquiera que se digne lanzar una ojeada a las notas al pie de estas páginas
verá sin necesidad de más demostración cuán distantes son los países, qué
alejadas están las fechas y qué diferentes son las creencias y los caracteres
de los observadores en nuestro catálogo de los hechos de la civilización,
Cuanto más extraña sea la noticia, menos probable parece que distintas gentes
en distintos sitios la hayan dado erróneamente. Y si todo ello es así, parece
razonable concluir que los informes se dan en la mayoría de los casos con
veracidad y que su estrecha y frecuente coincidencia es coincidencia de los
hechos en diferentes distritos de la cultura. Esta es la manera en que están
atestiguados los hechos de más importancia para la etnografía [ibidem. pp. 9-l0].
XIII. LA
ESTRATEGIA DE MORGAN
La misma
estrategia básica caracteriza a la perspectiva que Lewis Henry Morgan adoptó en
su estudio comparativo de las estructuras del parentesco. Tras descubrir en
1858 que los ojibwa de Wisconsin tenían en lo esencial la misma terminología de
parentesco que los Iroqueses. Morgan preparó un cuestionario para obtener
información de los agentes de indios y de los misioneros de todo el país.
Animado por las respuestas, entre 1859 y 1862 emprendió personalmente varias
expediciones por Kansas y Nebraska, hasta el Missouri. la bahía de Hudson y las
Montañas Rocosas. En 1859 descubrió que en la India volvía a aparecer la misma
terminología, y con el apoyo de la Institución Smithsoniana remitió cientos de
sus cuestionarios a los oficiales consulares y a los representantes de Estados
Unidos en el mundo entero. Sus respuestas forman la base de hecho de Systems of consanguinit y and affinity (1870).
XIV. EL ORIGEN
DEL MÉTODO COMPARATIVO ESTADISTICO
Quizá el más
importante de todos los artículos de antropología durante el siglo XIX fuera el
de Edward Tylor, “On a method of
ínvestigating the development of institutions, applied to laws of marrlage and
descent” (1889). En él, Tylor, usando una muestra de entre 300 y 400
sociedades, adoptó el método comparativo de base estadística, calculando el
porcentaje de las probabilidades de asociación ("adhesiones” es la palabra que
usa él) entre la residencia posmatrimonial, la filiación, la teknonimia (nombrar al padre como al hijo) y la
cavada, y logrando así una mejor comprensión de la exogamia, la endogamia, el
matrimonio de primos cruzados y las prohibiciones del incesto. Gracias a esta
contribución, TyIor merece que se le considere como el fundador de la moderna
perspectiva comparativa estadística, representada en la obra de George P,
Murdock y en las Human Relations Area Files (véase cap. 21). Resulta
característico que el artículo de Tylor termine con una exhortación a la
obtención de mejores datos etnográficos.
XV. LA ESTRATEGIA
DE SPENCER
También Herbert
Spencer hizo un ambicioso esfuerzo por mejorar la base etnográfica del método
comparativo. El suyo adoptó la forma de una serie de tablas y citas publicadas
en varios voluminosos tomos bajo el titulo de Descriptive sociology (1871-1934), Cada volumen tenía dos partes
principales, Primero, las tablas, que consisten en informes condensados
dispuestos de un modo uniforme para, con palabras de Spencer, facilitar una
visión resumida de cada sociedad en “su morfología, su fisiología y (si la
sociedad tiene una historia conocida) su desarrollo”, En segundo lugar, cada
tomo contenía los pasajes pertinentes de las obras citadas que constituían la
base de los resúmenes tabulados. En una tercera parte de su Descriptive sociology, Spencer
proyectaba agrupar los extractos que en cada volumen figuraban, bajo un mismo
epígrafe, como instituciones políticas, o eclesiásticas, o ceremoniales. Pero
esto ya no llegó a hacerlo, Para Spencer, todo el proyecto era un preludio
necesario para la redacción de sus Principies
of sociology (1876), libro que a su vez concebía como el coronamiento de la
obra de su vida, su “filosofía sintética”. El plan de la Descriptive sociology fue formulado ya en 1859 en un artículo
aparecido en la Westminster Review con el título de “Qué conocimiento es de
mayor valor”. En el artículo, Spencer abogaba por el abandono del enfoque
biográfico de la historia, que debía ser reemplazado por la recopilación de
información sobre “la historia natural de la sociedad”. Es evidente que en
opinión de Spencer la recopilación de los datos socioculturales era inseparable
de la tarea de describir los estadios de la evolución sociocultural; dicho de
otro modo, que el método comparativo era parte integrante de una ciencia
social. Citaré por extenso sus propias ideas porque, como guía para la
recopilación de información etnográfica, se anticipan tanto a las instrucciones
incluidas en las Notes and Queries,
del Royal Anthropological Institute,
a las que da George P. Murdock en su lista de universales culturales, que
constituye el esquema rector de la Cross
Cultural Survey and Human Relations Area Files (véase p. 531),
Lo que realmente nos interesa conocer es la historia
natural de la sociedad. Necesitamos todos los hechos que nos ayuden a entender
cómo ha crecido y se ha organizado una nación. Entre ellos hemos de tener, como
es obvio, una descripción de su gobierno, con los menos chismes posibles sobre
los hombres que lo ejercen y con lo más que se pueda sobre la estructura, los
principios, los métodos, los prejuicios, las corrupciones que presente. Esta
descripción no ha de referirse sólo a la naturaleza y a las acciones del
gobierno central sino también a las de los gobiernos locales hasta sus más
pequeñas ramificaciones. Igualmente obvio es que necesitamos tener una
descripción paralela del gobierno eclesiástico, su organización, su conducta,
su poder, sus relaciones con el estado; y acompañando a todo esto, el
ceremonial, las creencias y las ideas religiosas, no sólo aquellas en que
nominalmente se cree, sino también aquellas en las que se cree realmente y que
gobiernan la acción. Al mismo tiempo hemos de estar informados del control que
ejercen unas clases sobre otras, manifiesto en observancias sociales del tipo
de los títulos, los saludos las formas de apelación. Tenemos que saber también
qué otras costumbres regulan la vida popular dentro y fuera de la casa, y entre
ellas las que se refieren a las relaciones de los sexos y a las relaciones de
los padres con los hijos. También hay que indicar las supersticiones, desde los
mitos más importantes hasta los conjuros de uso común, Inmediatamente a continuación
debe venir un esbozo del sistema industrial, mostrando la medida en que existe
una división del trabajo, cómo se regulan las tribus, si por casta o por gremio
o de qué otro modo, qué conexión existe entre quien emplea y los que emplea,
qué instancias existen para la distribución de los bienes, cuáles son los
medios de comunicación y cuál la moneda corriente. Acompañando a todo esto
debería darse una descripción técnica de las artes industriales, señalando los
procesos en uso y la calidad de los productos. Además, habría que describir la
condición intelectual de la nación en sus varios grados, no sólo con respecto
al tipo y al alcance de la educación, sino con respecto a los progresos hechos
en la ciencia y en la manera dominante de pensar. Igualmente tendría que ser
descrito el grado de cultura estética que se muestra en la arquitectura, la
escultura, la pintura, el vestido, la música, la poesía y la ficción. Tampoco
habría que omitir un bosquejo de la vida cotidiana de la gente, sus alimentos, sus
casas sus diversiones. Y por último, para que se vea la conexión entre todo
ello, hay que sacar a la luz la ,moral, teórica y práctica, de todas clases,
manifiesta en sus leyes, sus costumbres, sus proverbios y sus acciones. Todos
estos datos, expuestos con toda la brevedad compatible con la claridad y con la
exactitud. hay que agruparlos y disponerlos de modo que se puedan comprender en
su conjunto y que se puedan ver como partes de un gran todo I. 1 El más alto
servicio que puede cumplir un historiador es el de narrar las vidas de las
naciones de tal modo que facilite los materiales para una Sociología
Comparativa y para la ulterior determinación de las leyes últimas a las que se
ajustan los fenómenos sociales [SPENCER. 1859,
citado en SPENCER, 1875, pp. IV-V].
En 1870, Spencer
contrató a tres ayudantes para empezar con el trabajo de recopilar los
materiales para la Descriptive sociology. El primer volumen apareció en 1873 y
las entregas sucesivas siguieron publicándose después de muerto Spencer, como
lo había dispuesto en su testamento, hasta 1934. Los títulos son: I. Ingleses
(1873); II. Mexicanus antiguos, centroamericanos, chibchas y peruanos antiguos
(1874); III. Tipos de las razas inferiores, negrítos y razas malayo-polinésicas
(1874); IV. Razas africanas (1875), V. Razas asidticas (1876); VI. Razas
norteamericanas y sudamericanas (1878); VII. Hebreos y fenicios (1880); VIII.
Franceses (1881); IX. Chinos (1910); X. Griegos helénicos (1910); XI. Egipcios
antiguos (1925); XII. Griegos helenísticos (1928); XIII. Mesopotamia (1929);
XIV. Razas africanas (1930); XV. Romanos antiguos (934). Dada la intensa
preocupación de Spencer por los datos etnográficos, resulta incomprensible que
Lowie lo omitiera en su History of
ethnological Theory. Es evidente que, como Spencer usaba en sus títulos la
palabra “sociología”, muchos antropólogos están convencidos de que pueden
prescindir de él con toda tranquilidad, puesto que la disciplina que ellos
profesan se ocupa de los sistemas socioculturales primitivos y campesinos y no
de las sociedades modernas euroamericanas. Mas ¿ qué se puede decir entonces
ante la queja de J. Rumney, el albacea científico de Herbert Spencer, de que
los Prínciples of sociology se ocupan demasiado de etnografía primitiva para
que pueda considerarse que son sociología?
Spencer insistió
demasiado en lo que hoy se llama
antropología cultural, que es sólo una división de la sociología general [ .. )
Spencer estaba excesivamente interesado en el origen de las instituciones, en
los hábitos primitivos y en la supervivencia de las costumbres antiguas [...]
XVI. EL ABUSO DEL
MÉTODO COMPARATIVO
A pesar del mucho
trabajo que los antropólogos de finales del siglo XIX se tomaron por elevar la
competencia de la etnografía, no puede negarse que los evolucionistas fueron
culpables y víctimas de errores etnográficos enormes que en lugar de quedar
compensados por su recurso a un elevado número de ejemplos, con la reiteración
se agravaban mucho más. Algunos de los peores tendremos ocasión de discutirlos
en conexión con los esquemas evolucionistas de Morgan y de McLennan. Los
errores de otros teóricos de información etnográfica más deficiente resultan
sumamente ridículos para los lectores modernos. El ejemplo clásico, a pesar de
su inteligente comprensión y uso de los restos de la secuencia prehistórica
europea, es John Lubbock. Su Pre-historic times está repleta de tablas, mapas y
diagramas que exponen con minucioso detalle los aspectos cuantitativos y
cualitativos de los principales yacimientos arqueológicos europeos, así como de
las colecciones de los museos. El mismo recorrió Europa sistemáticamente
buscando personalmente huellas de culturas prehistóricas, visitando media
docena de yacimientos lacustres en Suiza, concheros en Dinamarca y en Escocia y
cuevas en Dordoña. Pretendía que había examinado personalmente “casi todos los
pozos y las zanjas desde Amiens hasta el mar” (1865, página VII). Mas cuando en
el último capítulo pasaba a considerar noticias etnográficas, mostraba una
total indiferencia respecto a la fiabilidad de sus fuentes. Lowie le censura
con justicia algunos memorables disparates:
Los habitantes de
las islas Andamán no tienen “sentimiento de vergüenza”; “muchos de sus hábitos son semejantes a los de las bestias”. Los
groenlandeses no tienen religión, culto o ceremonia. Los iroqueses no tienen
religión ni una palabra para Dios, y los fueguinos no poseen ni la más ligera
noción religiosa; [...] no puede
haber duda de que los salvajes, como regla casi universal, son crueles”
[LOWIE, 1937, p. 241.
Mas Lowie permite
que su indignación ante tales errores le arrastre a una crítica del principio
del método comparativo. Critica “la
equivalencia ingenua que se establecía entre los grupos primitivos y el salvaje
primigenio”, afirmando que “llevó a autores serios como Lubbock a subestimar de
manera absurda las tribus recientes y a aceptar sin someterlos a crítica toda
clase de relatos de los turistas” (ibidem). Mas debería darse cuenta de que
el desprecio con que abruma al método comparativo se basa en una conclusión
falsa. El bajo nivel de los conocimientos etnográficos de Lubbock no era un
producto del método comparativo; al contrario, su uso del método comparativo
resultaba insatisfactorio por su escaso conocimiento de las sociedades
primitivas contemporáneas. El origen de los errores de Lubbock hay que buscarlo
en el determinismo racial que profesaba como todos sus contemporáneos. Dado que
creían que los pueblos primitivos representaban escalones de la humanidad
biológicamente inferiores e incluso especies diferentes, estaban preparados
para aceptar informes que exageraban la diferencia entre los europeos y los
primitivos en sus disposiciones y aptitudes biopsicológicas. Esto nos lleva al
paso siguiente en la crítica que Lowie hace del método comparativo, lo que
llama “el abandono completo de criterios objetivos”.
Los escritos de
Sir John abundan en opiniones subjetivas, a las que llega basándose
ingenuamente en semejanzas o desviaciones de las normas europeas. Los
hotentotes son “repugnantes”, los australianos unos “miserables” salvajes [...]
por lo general, en todos sus escritos él mismo se encuentra constantemente
mortificado, indignado y horrorizado por el panorama de la vida salvaje
[ibidem].
De nuevo parece
claro que el carácter ofensivo de los juicios de Lubbock no es un resultado del
método comparativo, sino de la convicción, en sus tiempos dominante, de que los
europeos son racialmente superiores y que sus instituciones están justificadas
por esa superioridad.
XVII. LA CRITICA
RELATIVISTA
Lowie sigue diciendo
que, en contraste con el etnocentrismo de Lubbock, “el procedimiento científico
moderno consiste en abstenerse de todos los juicios subjetivos” (íbidem, p. 25;
cursivas de Lowie). Sin duda, ésta era la imagen que de sí mismos trazaban los
boasianos y quienes con ellos insistían en que la etnografía se basara en un
completo relativismo moral y ético. Mas las pruebas que vamos a examinar en los
capítulos siguientes muestran que los relativistas fueron incapaces de lograr
ni siquiera la apariencia de neutralidad política en relación con los destinos
de los pueblos primitivos. Los antropólogos modernos pueden criticar a Lubbock
por sus juicios etnocéntricos: mas si la objeción que le hacen es la de que
tenía firmes convicciones sobre los valores relativos de las instituciones
primitivas y de las civilizadas, la crítica corre grave riesgo de ser
hipócrita. Durante el período de la reacción contra los evolucionistas del
siglo XIX se tuvo por una muestra de muy malos modales antropológicos cualquier
evaluación de los respectivos méritos de prácticas culturales diferentes, y en
especial la comparación de las pautas primitivas con las euroamericanas cuando
el resultado era desfavorable a las primeras. Mas la forma de dar expresión
política a posiciones de valor bien definidas es tanto la acción como la
inacción. Con simplemente abstenerse de opinar no se evita la expresión de
opinión. Así, la selección de temas sobre los cuales no se hacen investigaciones
o no se enseña o no se publica, representa un compromiso tan claro como su
inversa. Y si es así, el relativismo cultural representa, en el mejor de los
casos, un estado de confusión moral y ética caracterizado por juicios de valor
camuflados, contradictorios, endebles e inconscientes. Y en la etnografía no
está de ningún modo claro que una posición moral y ética confusa y críptica
resulte preferible a otra abiertamente confesada. Según Lowie, “el antropólogo,
como individuo, no puede dejar de responder a las manifestaciones de otras
culturas de acuerdo con sus propias normas individuales y nacionales”, pero no
puede tolerarse que en su obra etnográfica se trasluzcan esas reacciones:
"Como hombre de ciencia registra simplemente costumbres, como el
canibalismo o el infanticidio, comprendiéndolas y. si es posible, explicándolas”
(ibidem p. 25). Hay aquí una suposición ridícula, a saber: la de que los
etnógrafos que se opongan abiertamente al canibalismo y al infanticidio no
están en condiciones de hacer descripciones válidas de esas prácticas. Y, sin
embargo, las dos cosas no son necesariamente incompatibles. De hecho, tenemos
que suponer por lo menos que no a todos
los etnógrafos que han hecho descripciones veraces del canibalismo les ha
gustado comerse a sus prójimos. Además, en una época en que una parte tan importante
de la enseñanza y la investigación antropológica se hace con el apoyo de
organizaciones comprometidas con valores definidos, como el Instituto de
Sanidad Nacional, o la Fundación Ford, o la Agencia de Desarrollo Internacional
de los Estados Unidos, cada vez tiene que resultar más difícil convencer a
alguien de que las descripciones de la pobreza, la explotación, la enfermedad o
las deficiencias de alimentación no son admisibles más que en la medida en que
estén libres de “pronunciamientos subjetivos”. y ahora, volviendo a Lubbock y a
sus contemporáneos con su etnocentrismo, los condenamos no porque expresaran
juicios de valor, sino porque sus juicios de valor se basaban en hechos y en
teorías que eran falsos. Su arrogancia ante los primitivos contemporáneos y
ante las sociedades analfabetas es intolerable, en primer término, porque
estaban convencidos de que si ellos mismos hubieran crecido entre los pobres de
Londres o entre los hotentotes, no por eso habrían dejado de comportarse como gentlemen victorianos, y en segundo
lugar, porque al expresar su ofendido disgusto ante el canibalismo, el
infanticidio y la caza de cabezas suponían ingenuamente que todas las prácticas
comparables habían sido ya extirpadas de los repertorios de sus propias
comunidades civilizadas o iban a serlo inmediatamente.
XVIII. LOS “SURVIVALS”
y EL MÉTODO COMPARATIVO
Otro aspecto
del método comparativo que durante el siglo xx ha sido objeto de una crítica
intensa pero inmerecida es el concepto de los survivals. Una vez más conviene
guardarse de dar excesiva importancia al precedente de los modelos biológicos.
La esencia del concepto de survivals es que fenómenos que tuvieron su origen en
un conjunto de condiciones causales de una época anterior se perpetúan en un
período en el que ya han dejado de darse las condiciones originales. El primero
en emplear el término fue Tylor en su Prímitive culture, donde da gran
importancia al valor de los survivals para reconstruir la historia por medio
del método comparativo.
Existen
procesos, costumbres, opiniones, etc., que sólo por la fuerza del hábito han
pasado a un nuevo estado de la sociedad, diferente de aquel en que tuvieron su
origen, y asi constituyen pruebas y ejemplos permanentes del estado anterior de
la cultura, que por evolución ha producido este nuevo [TYLOR, 1958, p. 16,
original, 1871].
La
historiadora Margaret Hodgen (1936, pp. 89.90) ha dedicado un libro entero al
intento de probar que el concepto tyloriano de survival no se aplicaba más que
a “costumbres irracionales conservadas por los pueblos civilizados y
caracterizadas por su falta de conformidad con las pautas existentes en una
cultura avanzada". El principal interés de Hodgen parece haber sido el de
descalificar los anteriores intentos de Morgan, Maine y McLennan de usar los
survivals para reconstruir las instituciones primitivas precedentes. Yo doy por
descontado que no hace falta demostrar por extenso que la idea de los survivals
era parte integrante del método comparativo y que bajo una forma u otra los
principales evolucionistas empezaron a usarla en sus escritos simultáneamente.
Maine (1873, p. 304; original, 1861), por ejemplo, pensaba evidentemente en
survivals cuando trataba de explicar los rasgos anómalos tanto de la
jurisprudencia romana como de la jurisprudencia inglesa moderna como restos de
sistemas anteriores:
El antiguo
concepto general no ha desaparecido, pero salvo una o unas pocas ha dejado de
cubrir las nociones que inicialmente incluía. Del mismo modo también se
conserva
el antiguo
término técnico, pero sólo con una de las funciones que en otro tiempo tenía.
De forma
parecida, el uso de la terminología hawaiana en los Systems of consanguinity and affinity, de Morgan, para probar la
existencia de un estadio anterior de matrimonio de grupo, igual que su uso de
las
“reliquias”,
las “huellas”, los “afloramientos .. y los “restos”, para probar la existencia
de la filiación matrilineal entre los antepasados bárbaros de los antiguos
griegos y romanos, constituyen aplicaciones típicas de la doctrina de los
survivals. Señalemos por último la semejanza entre los survivals y los que
McLennan llamaba “símbolos”. Estos últimos, de los que decía que reflejaban una
realidad anterior, constituían el grueso principal de las pruebas en su
Primitive marriage (1865). Precisamente a través de la frecuente ocurrencia de
símbolos nupciales que incluían luchas, fugas y persecuciones fingidas llegó
McLennan a su teoría del matrimonio por captura como un estadio de la evolución
de las instituciones domésticas.
XIX. “SURVIVALS.
ÚTILES E INÚTILES
La insistencia
en los survivals o en los otros conceptos equivalentes en fecha tan temprana
como el comienzo de la década de 1860, nos muestra una vez más el carácter
gratuito de los esfuerzos que se hacen por buscar en la biología la inspiración
de las doctrinas evolucionistas en las ciencias sociales. La interpretación que
Lowie proponía de los survivals como “órganos rudimentarios de los grupos
sociales” o como “órganos inútiles” (LOWIE, 1935, pp. 25·26) más bien constituye
un obstáculo para llegar a entender la significación histórica de este
concepto. Puede ser verdad que, corno Hodgen pretende, para Tylor la mayor
parte de los survivals fueran rasgos relativamente inútiles. Mas es claro que
para otros que también emplearon ese concepto o alguno equivalente, los
survivals podían perfectamente tener un uso, aunque se tratara de un uso
restringido o de un uso distinto del que habían tenido originalmente. y aun por
lo que se refiere a Tylor, el primer ejemplo que da de un survival es el de una
anciana trabajando en un telar arrojando la lanzadera de una mano a la otra, lo
que evidentemente no es una actividad enteramente inútil. Tampoco Maine sostuvo
en absoluto que las ficciones legales fueran inútiles, ni Morgan insinuó que
las terminologías de parentesco que reflejaban formas pretéritas de matrimonio
en vez de las presentes no fueran útiles para designar clases de parientes. El
hecho cierto es que tanto en los survivals biológicos como en los
socioculturales hay una gama completa de variaciones de utilidad y no una
dicotomía de survivals útiles y survivals inútiles. En un extremo de esa gama podrían
colocarse las alas del murciélago, resultado de la transformación de las
extremidades anteriores de un mamífero pentadáctilo, que son eminentemente
funcionales en todos los aspectos. Sin embargo, el patrón pentadáctilo no puede
explicarse por referencia a las condiciones de la existencia actual del murciélago,
y de aquí que sea un survival en el sentido que hemos definido antes. En el
otro extremo está el órgano auténticamente vestigial, como el apéndice humano
que carece enteramente de funciones positivas. De forma similar hay un pequeño
número de survivals socioculturales que parecen casi enteramente desprovistos
de utilidad. Los botones en la bocamanga de las chaquetas o el lazo de la cinta
en el interior del sombrero son los ejemplos que se suelen dar. Pero la mayoría
de los survivals socioculturales tienen un cierto grado de utilidad. Los numerosos
casos de survivals en los deportes, en los juegos, en los dichos populares,
aducidos por Tylor, caen claramente en esta última categoría.
XX. LA CRITICA
FUNCIONALlSTA DE LOS “SURVIVALS”.
A la vista del
ataque de los funcionalistas británicos del siglo XX contra los survivals,
ataque que no era más que una manifestación parcial de la reacción contra las
fórmulas evolucionistas en general, este extremo de la variable utilidad de los
survivals resulta esencial. Un examen de las famosas diatribas de Bronislaw
Malinowski contra los survivals revela claramente que arremetía contra un
concepto al que él mismo separaba materialmente del contexto funcional en que
había que entenderlo. Malinowski escoge una definición de survival que no es la
de Tylor, sino la de Goldenweiser, y por la que “un survival es un rasgo
cultural que no encaja en su medio cultural. Más que funcionar, persiste, o
bien su funcionamiento de algún modo no armoniza con la cultura que lo rodea”
(MALINOWSKI, 1944b, p. 28). Partiendo de esta definición, resulta un juego de
niños demostrar que los survivals no existen. En la era del automóvil y en
Nueva York, ¿se puede decir que un cabriolé arrastrado por caballos encaje con
su medio cultural? “Es obvio que no. Un medio de locomoción anticuado como ése
se usa por sentimientos retrospectivos [...] cuando el viajero está
ligeramente embriagado o por alguna razón se siente romántico. (ibídem; pp.
28-29). Pero lo que resulta enteramente gratuito es la implicación de que Tylor
o Morgan rechazarían una interpretación como ésa. La obra de Tylor está repleta
de ejemplos de rasgos que al sobrevivir hasta el presente han perdido su
carácter utilitario y pasado a desempeñar funciones recreativas o estéticas.
Asi, cuando explica la relación del traje victoriano de etiqueta con “el
antiguo y práctico sobretodo con el que los hombre cabalgaban o trabajaban”
(TYLOR, 1899, p. 15; original, 1881), en modo alguno quiere negar que para los
caballeros victorianos el traje de etiqueta careciera de utilidad. O cuando
demuestra que la difundida costumbre de invocar la asistencia sobrenatural
cuando un hombre estornuda se deriva del antiguo temor de que su alma corriera
el riesgo de ser expulsada de su cuerpo, tampoco pretende negar la importancia
de mostrarse solícitos con la víctima potencial o real de un resfriado (TYLOR,
1958, 1, pp- 97 ss.). Señalando que el arco y la flecha en los concursos de
tiro y en los juegos infantiles son “mero survival deportivo de una práctica
antiguamente seria”, no niega el placer que los seres humanos obtienen de los
deportes y de los juegos (ibídem, p. 73). Así, el concepto de survival contra
el que Malinowski arremete resulta estar lleno de humo, como lo está el de homo oeconomicus, al que también ataca
(véanse pp. 488 s.). Ni Tylor ni Morgan tenían interés en negar la utilidad de
un rasgo determinado o en afirmar la de otro: lo que les preocupaba era la
tarea de reconstruir la historia general de las instituciones.
XXI. LA
IMPORTANCIA DE LA HISTORIA
Tylor y Morgan
creían que las instituciones del presente no se podían comprender sin
reconstruir sus antecedentes en la evolución. Los survivals eran “huellas” que
facilitaban esa labor de reconstrucción y al mismo tiempo servían de
advertencia de que un método sincrónico, como el que más tarde iban a adoptar
efectivamente los funcionalistas británicos, nunca podría bastar para explicar
las diferencias y las semejanzas socioculturales. Al señalar la existencia de
cabriolés en Nueva York, los evolucionistas estaban demostrando que el
presente no se podía explicar solamente en términos del presente. Si los
únicos factores actuantes fueran los que Malinowski supone, la nostalgia, la
ligera embriaguez, el flirt romántico, no habría manera de explicar la existencia
de los cabriolés ni en el presente, ni en el pasado, ni en el Futuro. El
contexto del que Malinowski arrancó con violencia el concepto de survival
insistía precisamente en que la reconstrucción de las formas anteriores resulta
esencial para el más claro conocimiento de las posteriores, Tylor expresa muy
claramente estas ideas citando las admoniciones de Comte relativas a la
necesidad de la perspectiva evolucionista (véanse pp. 53,54).
Aquellos que
deseen comprender sus propias vidas deben conocer los estadlos a través de los
cuales sus opiniones y sus hábitos han llegado a ser como son hoy, Auguste
Comte no exageraba la necesidad de este estudio del desarroJlo al declarar al
comienzo de su Filosofía positiva que “ningún concepto puede ser entendido más
que a través de su historia”, y esta frase suya resulta extensible a la cultura
en general. Esperar que con mirar de frente a la vida moderna, con esa sola
inspección pueda comprendérsela, es una filosofía cuya endeblez se prueba con
la mayor facilidad. Imagínese a alguien que trate de explicar esa frase trivial
de "-Me lo ha contado un pajarito” sin conocer la antigua creencia en el
lenguaje de los pájaros y de los animales [ .. ] siempre es peligroso separar
cualquier costumbre de su raíz en los acontecimientos del pasado, y tratarla como un hecho aislado del que se puede dar cuenta simplemente con alguna explicación
plausible [TYLOR, 1958, pp. 19-20].
En este
contexto más amplio es evidente que la cuestión de la importancia de los datos
diacrónicos tiene prioridad sobre la de la utilidad o la inutilidad de los
survivals, En cierto sentido, toda explicación histórica es una explicación que
hace uso de los survivals, sin plantearse la cuestión de si son útiles o
inútiles
XXII. COSTUMBRES
ESTÚPIDAS
No puede
negarse que Tylor experimentaba un especial placer ridiculizando las que le
parecían ser costumbres absurdas e irracionales que habían sobrevivido a pesar
de haber sufrido profundas modificaciones formales y funcionales. Explicando
por qué había dedicado una parte tan considerable de su Primitive culture a
rasgos “gastados, o inútiles, o perversos, insensateces directamente dañinas”
(ibidem, p. 156), se congratula porque “en esos estudios tenemos razones
constantes para estar agradecidos a los locos”. Porque “los etnógrafos, no sin
una cierta macabra satisfacción, pueden a veces encontrar el medio de que
supersticiones estúpidas y perversas presten testimonio contra sí mismas”,
revelando sus orígenes en estadios anteriores, bárbaros o salvajes, de la
cultura (ibidem, pp. 156-57).
Es maravilloso
constatar cómo la estupidez el tradicionalismo contrario al buen sentido, la
obstinada superstición, han contribuido a conservar para nosotros las trazas de
la historia de nuestra raza, trazas que un utilitarismo practico habría
eliminado sin piedad [ibidem, p. 1561.
Bajo las
influencias combinadas del relativismo cultural, el particularismo histórico y
el funcionalismo sincrónico, Los antropólogos han llegado a pensar que es de mal
gusto hacer juicios públicos sobre la relativa “estupidez” de diversas
costumbres primitivas y civilizadas. Pero si previamente corregimos las palabras
de Tylor de tal modo que abarquen rasgos que Tylor adscribía al utilitarismo
práctico, realmente no hay razón por la que las futuras generaciones de
antropólogos deban negarse a sí mismas esa “macabra satisfacción” con la que la
historia de la locura humana ha recompensado siempre a quienes la han estudiado
con seriedad. Cuando el “utilitarismo práctico” de Tylor dio origen a una
guerra en la que útiles máquinas prácticas facilitaron la muerte de treinta
millones de seres, parece que muchos antropólogos sufrieron una pérdida de
entusiasmo crítico. En lugar de declarar “estúpidas” esas máquinas y los dispositivos
sociales que condujeron a su uso, lo que
hicieron fue añadir la brujería y la circuncisión a la lista de los grandes
logros del hombre (véase p. 462). Mas lo que todavía está por demostrar es que
nuestro conocimiento y nuestra comprensión de la evolución humana resulten
beneficiados por una actitud de respeto igual a todos sus productos.
XXIII. TRABAJO
DE CAMPO
Malinowski
(l944b, pp. 30-31) culpaba a la doctrina de los survivals de otra omisión más
de los evolucionistas.
El verdadero
daño que ha hecho este concepto ha sido el de retrasar el trabajo de campo
efectivo. En lugar de buscar la función actual de un hecho cultural, el
observador se contentaba con aislar entidades rígidas y autónomas.
Es
absolutamente cierto que los evolucionistas no llevaron a cabo investigaciones etnográficas que puedan compararse con las de Malinowski. Ni Morgan, ni Tylor,
ni Spencer iniciaron programas de trabajo de campo intensivo. De los tres, sólo
Morgan llegó a tener un conocimiento directo de las culturas de algunos grupos
primitivos. Pero ni siquiera el trabajo de Morgan con los iroqueses puede
considerarse, si se mide con criterios modernos, verdadera experiencia de
campo, puesto que no incluyó un contacto continuo y prolongado con la rutina diaria
de una comunidad local determinada. Tylor, aunque era un viajero ávido y un
observador perspicaz, no hizo nada que ni de lejos pudiera compararse con
trabajo de campo en el sentido moderno, y en cuanto a Spencer, ni siquiera le
gustaba viajar. Pero lo que es discutible es que el concepto de los survivals
por sí mismo tenga algo que ver con este aspecto del programa de los
evolucionistas. El centro de la cuestión tiene un carácter mucho más general.
La antropología alcanzó su identidad profesional bajo la influencia directriz
de las proclamas del siglo XVIII en favor de una ciencia de la historia
universal. Morgan, Tylor y Spencer eran historiadores universales que hacían
uso del método comparativo para llegar a una reconstrucción más detallada y, en
conjunto, más exacta de las secuencias del cambio cultural que llevaba desde
los cazadores paleolíticos hasta la civilización industrial. Estaban
convencidos de que los cambios evolutivos habían sido lo bastante regulares
como para que fuera posible recuperar datos históricos perdidos a través de la
comparación y de la reconstrucción lógica de los tipos intermedios de
transición. Eran conscientes de la insuficiencia de gran parte de la literatura
etnográfica, pero esperaban que si conseguían reunir un número suficientemente
grande de casos podrían identificar las regularidades del cambio evolucionista.
Dos consideraciones de carácter general les hadan reafirmarse en esta optimista
concepción suya del valor heurístico del método comparatíva. Como ya antes
señalamos al juzgar sus contribuciones al desarrollo de la teoría
antropológica, conviene que recordemos que los principios básicos del método
comparativo ya habían quedado justificados por los hallazgos de la arqueología
y que una estrategia similar había alcanzado grandes éxitos en filología.
Además, también hay que recordar que a mediados del siglo XIX todas las
ciencias se sentían dominadas por una euforia cuyas raíces estaban en la
creencia generalizada de que los modelos mecánicos de la física se hallaban a
punto de lograr una descripción perfecta de las leyes de la materia y la
energía. Los antropólogos no eran los únicos científicos que subestimaban
exageradamente la complejidad de las leyes que regían el desarrollo de los
fenómenos de su campo de estudio. Hasta cierto punto, las reacciones que se
produjeron en la física y en la antropología, cuando se comprendió que no en
todos los niveles de los fenómenos físicos ni de los socioculturales se dan
regularidades del tipo newtoniano, son paralelas. Es mucho lo que se puede
decir en favor de la opinión de que al recurrir ~I método comparativo y a los
datos de informes etnográficos abundantes, aunque no enteramente confiables,
prefiriéndolo al trabajo de campo intensivo con grupos individuales, los
evolucionistas estaban adoptando una estrategia que para su tiempo era
básicamente correcta. Dadas las nuevas
pruebas del progreso desde un “estado de naturaleza” hasta la civilización, pasando
por el salvajismo y por la barbarie, el paso inmediato estratégicamente
correcto era el de tratar de dar mayor precisión a la definición de las
transformaciones institucionales más importantes, no el de suponer que tal aumento
de exactitud sólo podía obtenerse abandonando la noción de estadios universalmente
válidos. El que en último extremo esa suposición resultara ser necesaria
constituye un progreso teórico que no hubiera podido alcanzarse sin la
formulación y la puesta a prueba de los esquemas evolucionistas decimonónicos.
Es un hecho histórico bien conocido que de la dedicación al trabajo de campo
intensivo no se siguió automáticamente una aplicación más perfeccionada del
método comparativo, antes al contrario, lo que ocurrió fue que el método comparativo
quedó virtualmente abandonado. En lugar de dar más precisión a las secuencias
evolucionistas, la concentración en el trabajo de campo llevó incluso al
abandono de todo intento diacrónico. En lugar de perfeccionar la ciencia de la
historia universal, el “culto” del trabajo de campo borró temporalmente la
herencia del cientifismo de la Ilustración y dio origen a nuevas variantes de
la descripción etnográfica, declaradamente ideográficas o humanistas. Mas si
tenemos en cuenta que Boas no consiguió hacer una descripción de la
organización social kwakiutl que resulte adecuada para las necesidades modernas
de la aplicación del método comparativo (véase p. 272), cabe dudar
razonablemente de que si Morgan y Tylor hubieran hecho esfuerzos similares, el
fruto hubiera sido mejor. Ni un caso ni dos podían resolver ninguno de los
problemas de las secuencias en las que los evolucionistas estaban interesados;
lo que les importaba no eran las excepciones, sino las tendencias generales.
XXIV. EL MITO
DEL EVOLUCIONISMO UNILINEAL
Esto nos lleva
a otro extremo importante respecto del cual la opinión de los evolucionistas se
ha distorsionado sistemáticamente. Habitualmente se cree que los estadios de la
evolución que reconstruían gracias al método comparativo tenían para ellos el
carácter de secuencias fijas y que, en consecuencia, sostenían que todas las
culturas habían de pasar necesariamente por cada uno de esos escalones. Este
error se ha consolidado al acuñar Julian Steward (1955, p. 14) la denominación
de “evolucionismo unilineal” para designar la “versión clásica del
evolucionismo”, en la que “se trata de las culturas particulares colocándolas
en los estadios de una secuencia universal” (cf. LOWIE, 1937, p. 190). Mas la
pretensión de que “la versión evolucionista clásica negaba que las culturas
específicas pudieran saltarse algunos escalones de una secuencia o evolucionar
de un modo divergente carece de base. La opinión de Morgan era “que la experiencia
del género humano ha discurrido por canales casi uniformes; que las necesidades
humanas en condiciones similares han sido esencialmente las mismas”. Hay que
subrayar esos calificativos porque lo que resulta completamente obvio es que
Morgan no estaba seguro del grado de uniformidad que había existido. Era consciente
de que "indudablemente hubo diferencias entre las culturas del mismo
período en el hemisferio oriental y en el occidental [. J” y atribuyó esas
diferencias a "la desigual riqueza de los continentes” (ibidem). Por un
lado, nos encontramos con que afirma:
"Tan
esencialmente idénticas son las artes, las instituciones y los modos de vida
durante un mismo estadio en todos los continentes, que la forma arcaica de las
principales ínstituciones domésticas de los griegos y de los romanes puede
buscarse hoy todavía en las correspondientes instituciones de los aborígenes
americanos." [ibídem].
Pero, por otro
lado, nos previene de que sus "períodos étnicos” no se pueden considerar
como de aplicabilidad absoluta, porque existen excepciones. Lo que debemos
retener es que, para Morgan y para sus contemporáneos, los rasgos más
interesantes de la historia eran las semejanzas y no las diferencias, porque la
ciencia de la historia universal dependía de las semejanzas. Una mínima porción
de simpatía por el esfuerzo por encontrar una ciencia como ésa bastará para que
encontremos justificada la estrategia de Morgan. El primer paso para el
desarrollo de cualquier ciencia ha de ser la suposición de que los fenómenos
que esa ciencia va a estudiar están relacionados de un modo ordenado, están
sujetos a un orden. Y resulta menos perjudicial comenzar con una imagen de un
orden máximo que con la de un orden mínimo. porque las excepciones ya se
cuidarán con suficiente rapidez de reclamar la atención. Probablemente ni una
ciencia de la historia universal ni ninguna otra puede empezar con las
excepciones. Morgan reconoció enseguida la existencia de esas excepciones; pero
en el contexto de la tarea que se había impuesto mal podría esperarse que las convirtiera
en el centro de su interés.
"Es difícil. si
no imposible, encontrar para marcar el comienzo de estos diversos periodos
indicadores de progreso tales que resulten absolutos en su aplicación y sin
excepciones en ninguno de los continentes. Pero tampoco es necesario, para el
propósito que nos guía, que no existan excepciones. Será suficiente con que las
principales tribus del género humano puedan ser clasificadas. según los grados
de su progreso relativo, en condiciones que puedan reconocerse como distintas" [ibidem].
Más adelante,
en conexión con el problema de la evolución paralela y la evolución
convergente, seguiremos analizando la posición de Morgan. Pero lo que ya está
claro es que si Morgan ha de quedar exento de la acusación del evolucionismo
unilineal, con el evolucionismo de Tylor tiene que pasar otro tanto. En su gran
artículo sobre la interpretación estadística de las normas de matrimonio y
residencia, Tylor habla de las uniformidades históricas en términos que son
idénticos a los de Morgan:
Las
instituciones de los hombres están tan claramente estratificadas como la tierra
sobre la que viven, Se suceden las unas a las otras en series que son
sustancialmente uniformes en el mundo entero, independientes de lo que parecen
diferencias comparativamente superficiales de raza y de lengua, y conformadas
por una naturaleza humana similar que actúa en las condiciones sucesivamente
cambiadas de la vida salvaje, bárbara y civilizada [TYLOR, 1881, p. 269].
Pero ¿qué
sentido tiene la versión estadística del método comparativo si no es
precisamente el de que “sustancialmente uniforme” no es equivalente a “unilineal”?
En Primitive culture, Tylor declara que “pocos discutirán que las razas que
siguen están correctamente ordenadas atendiendo a su cultura: australiana,
tahitiana, azteca, china, italiana” (1958, 1, p. 27). Mas inmediatamente
después añade la advertencia de que “incluso aquellos estudiosos que con mayor
vigor sostienen que el curso general de la civilización, medido a lo largo de
la escala de las razas desde los salvajes hasta nosotros mismos, es el del
proceso hacia el bien de la humanidad, tienen que admitir muchas y muy variadas
excepciones. Ni la cultura industrial ni la intelectual avanzan en modo alguno
uniformemente en todas sus ramas [... ]”
(ibidem).
Cuando pasamos
a Spencer nos encontramos con que entre su concepción de la evolución y el
estereotipo de la evolución unilineal no existe ni el más remoto parecido. De
hecho, aunque Spencer estaba firmemente convencido de que existían leyes que
regían el cambio sociocultural, en la práctica era más multilineal que Julian
Steward o que Karl Wittfogel.
Con la
evolución superorgánica ocurre lo mismo que con la evolución orgánica. Aunque
tomando todas las sociedades en conjunto se pueda sostener que la evolución es
inevitable [ .l no puede decirse que sea inevitable, y ni siquiera que sea
probable, en cada sociedad particular [SPENCER, 18%, 1, p. 96]. La actual
teoría de la degradación es insostenible. pero la teorla del progreso, en su
forma habitual, también me parece insostenible [ .] Es posible, y yo creo que
es probable. que los retrocesos hayan sido tan frecuentes como los progresos
[ibidem, p. 95]. El progreso social no es lineal, sino divergente una y otra
vez. Cada producto diferenciado da origen a un nuevo conjunto de productos
diferenciados. Al extenderse sobre la tierra el género humano se ha encontrado
en ambientes de características diversas y en cada caso la vida social que se
ha desarrollado en ellos determinada en parte por la vida social previa, ha
venido a estar también parcialmente determinada por las influencias del nuevo
medio ambiente. De esta forma los grupos, al multiplicarse, han manifestado una
tendencia a adquirir diferencias. unas mayores y otras menores; y así se han
desarrollado géneros y especies de sociedades [ibidem, Il, p. 3311
Como Robert Carneiro
dice: “Así, Spencer no sólo no fue un evolucionista unilineal, sino que ni
siquiera Fue un evolucionista lineal [ ... ] veía en la evolución un proceso de
ramificaciones sucesivas en el que la complejidad creciente va acompañada por
una creciente heterogeneidad” (CARNEIRO, 1967, p. 43).
XXV. EL MITO
DE LA NEGACIÓN DE LA DIFUSIÓN
En estrecha
relación con estas ideas erróneas en torno a la adhesión de los evolucionistas
a los modelos unilineales está otra cuestión también mal entendida, la de la
oposición difusión-invención independiente. La influencia de los
particularistas históricos y de las escuelas difusionistas alemana y británica
ha hecho nacer el mito de que los evolucionistas decimonónicos negaban la
importancia de la difusión. Los difusionistas se identificaban a sí mismos con
el punto de vista de que el hombre era básicamente “poco inventivo” y atribuían
a los evolucionistas la opinión directamente opuesta.
Los
difusionistas no sólo establecieron la dicotomía entre “préstamo” e “invención”,
sino que además negaron dogmáticamente que invenciones similares pudieran
explicar similaridades a escala mundial. Los particularistas históricos, por su
parte, adoptaron una postura intermedia, rechazando a la vez la exageración de
la capacidad inventiva del hombre, representada por Adolf Bastian, y también su
subestimación, ejemplificada por Wilhelm Schmidt y Fritz Graebner (véase
capítulo 14). Pero, en cambio, la falsa dicotomía entre la invención
independiente y la difusión la aceptaron y ayudaron a perpetuarla. La dicotomía
es falsa en dos sentidos. En primer lugar lo es porque no refleja adecuadamente
la posición de los evolucionistas: ninguno de ellos defendía como una cuestión
de principio que las semejanzas fueran con más frecuencia un producto de la
invención independiente que de la difusión. En segundo lugar es también lógica
y empíricamente falsa, puesto que se apoya en la insostenible idea de que la
invención independiente y la difusión son procesos fundamentalmente diferentes.
Lowie no supo descubrir estas falacias y eso constituyó para él un impedimento a
la hora de juzgar las contribuciones respectivas de los evolucionistas y de los
difusionistas. Desde luego, sabía perfectamente que Tylor había sentido un vivo
interés por seguir la pista de los rasgos difundidos y a la vez había estado
profundamente convencido de que en los estadios evolucionistas se podía
apreciar una uniformidad general. Lowie reserva sus mejores elogios para “su
[de Tylor] serena disposición a sopesar las pruebas” en favor y en contra de la
difusión en casos corno el de la asombrosa similitud que guardan entre sí los
útiles (paleo)líticos de diferentes partes del mundo; o los fuelles de émbolo
de Madagascar y los de Indonesia; la cerámica norteamericana y la del Viejo
Mundo; el arco y la flecha del Viejo y del Nuevo Mundo; la teoría australiana,
africana y americana de que la enfermedad es debida a la introducción de un
objeto extraño, hueso o piedra; el juego indio del parchís y el azteca del
patolli, y varios mitos que se encuentran en el Viejo Mundo y también en el
Nuevo. Para Lowie (1937, p. 74), Tylor era “la antítesis misma de un
paralelista estricto [ ... ] estaba profundamente convencido de la fuerza de los
fenómenos de préstamo en la historia humana y expresó esta creencia tanto en
términos abstractos como en relación con casos especificas”. Y Lowie cita las
palabras del propio Tylor al respecto (1958, 1, p. 53): “La civilización es una
planta con más frecuencia propagada que desarrollada.” Mas Lowie opinaba
también que “la difusión es capaz de hacer añicos cualquier ley de secuencia
universal”. Entonces, ¿cómo es posible que Tylor combinara su evolucionismo con
una dosis tan abundante de difusión? Como Lowie insiste en la asociación entre
el evolucionismo y la invención independiente, por un lado, y el historicismo y
la difusión, por otro, lo único que cabe concluir es que Tylor se equivocaba o
se confundía. Pero resulta que quien se confunde es Lowie, puesto que es
evidente que Tylor no aceptaba el dogma difusionista de que “la difusión es
capaz de hacer añicos cualquier ley de secuencia universal”. Evidentemente,
Tylor no creía que el hecho de la difusión le obligara a alterar en lo más
mínimo su concepción de secuencias evolucionistas. En realidad, las invenciones
independientes le interesaban a Tylor por razones que a Lowie se le escaparon.
Para la mayor parte de los evolucionistas las invenciones independientes tenían
interés no para demostrar la evolución paralela, sino para demostrar la unidad
psíquica. Desde el punto de vista de Tylor, la demostración de que estadios
similares de cultura se habían sucedido unos a otros de un modo en lo esencial
uniforme no exigía la previa distinción de rasgos independientemente inventados
y rasgos procedentes de difusión. Para probar que en la historia había un
movimiento general, carecía de importancia el que la uniformidad de un estadio
concreto fuera el resultado de un préstamo o de una invención independiente. La
demostración de la uniformidad evolutiva la proporcionaba la casi monótona
similitud, a escala mundial, de las instituciones, que hacía posible
disponerlas en una única secuencia cronológica y estructural. El que Tylor considerase
las Invenciones independientes como un argumento de peso en favor de la unidad
psíquica no implica que considerara la difusión como un argumento de peso en
contra de la unidad psíquica. Se recordará que uno de los extremos en que insistieron
los monogenistas fue el hecho de que aparentemente todos los grupos humanos
eran capaces de adoptar el cristianismo. Eso significa que también la difusión
se puede considerar perfectamente como una prueba adicional de la esencial
similitud del espíritu humano, aunque la evidencia que se obtiene de la
invención independiente parece que es de algún modo algo más sólida y más
directa. En sus Researches into the early
history of mankind, Tylor resumía como sigue su análisis de la difusión y
de la invención independiente.
En
primer lugar, los hechos conocidos parecen apoyar la idea de que las marcadas
diferencias de civilización y de condición mental entre las varias razas del
género humano son más bien diferencias de desarrollo que de origen, de grado
que de especie [...] donde
quiera que la presencia de un mismo arte o de un conocimiento determinado en
dos lugares distintos se puede atribuir con seguridad a una invención independiente,
como es el caso cuando nos encontramos con los constructores de los antiguos
palafitos de Suiza y con los neozelandeses modernos usando la misma técnica de
construcción en sus curiosas casas de haces de fibras atadas, el paso similar
así atestiguado en tiempos y en lugares diferentes tiende a probar la similitud
de los espíritus que lo dieron. Además, y por escoger un argumento algo más
débil, la uniformidad con que aparecen estadios similares en el desarrollo de
las artes y de las ciencias entre las razas más diferentes puede aducirse como
otra prueba de lo mismo, a pesar de la constante dificultad para decidir si un
desarrollo particular se debe a una invención independiente o a una transmisión
procedente de algún pueblo distinto de aquel en el que lo encontramos. Pues si
ese objeto similar es en dos lugares distintos producto de invenciones
independientes, entonces, como acabamos de decir, es una prueba directa de la
semejanza del espíritu. Y por otro lado, si es que fue llevado de un lugar a
otro, o de un tercero a los dos, por mera transmisión de pueblo a pueblo,
entonces la poquedad del cambio que ha sufrido en el trasplante sigue siendo
una prueba de la similar naturaleza de los suelos sobre los que crece [TYLOR,
1865, pp. 378 ss.].
Es interesante
que señalemos la semejanza entre estos comentarios de Tylor sobre la
compatibilidad tanto de la difusión como de la invención Independiente con la
doctrina de la unidad psíquica y la crítica que en su momento hicimos a la idea
de que la invención independiente y la difusión representan procesos evolucionistas
fundamentalmente diferentes.
La insistente
pretensión de Lowie (1938, p. 77) de que la difusión explica las semejanzas de
forma más satisfactoria que las invenciones independientes resulta
completamente indemostrable. Ni la una ni las otras explican nada, no son más
que meros nombres para un único proceso de cambio. Las leyes a que ese proceso
se ajusta no aparecen en la formulación de Lowie más de lo que lo hacen en la
de Bastian. ¿Qué es lo que ganamos con decimos que dos culturas son similares
porque están o han estado en contacto? Dado que directa o indirectamente todas
las culturas están en contacto con todas las demás, todas las culturas tendrían
que ser la misma. Pero como no lo son, resulta evidente que la semejanza no es
una mera función del contacto. Ni es tampoco cuestión de la frecuencia o de la
intensidad de los contactos, medidas en términos de distancia o de interacción,
porque con frecuencia entre culturas adyacentes en contacto continuo se
aprecian marcadas diferencias culturales (por ejemplo, entre los pigmeos del
Ituri y los bantu, entre los pueblos del sudoeste y los navajo o entre los
vedda y los cingaleses). Pero la discusión de este tema la dejaremos para otro
capítulo (véase p. 326).
XXVI. CONTRIBUCIONES
DEL PARALELISMO Y DE LA CONVERGENCIA A LA UNIFORMIDAD DE LA EVOLUCIÓN
Las dicotomías
de evolución unilineal-evolución multilineal y la de invención
independiente-difusión están relacionadas con una tercera distinción que
también induce a error: la de evolución paralela y evolución convergente. En la
evolución paralela, las culturas evolucionan a partir de condiciones similares
y llegan a condiciones nuevamente similares a través de etapas igualmente
similares. En la evolución convergente, las culturas evolucionan hacia estados
similares a través de etapas disimilares. Los boasianos dieron gran importancia
a esta distinción porque se vieron obligados a aceptar que la evolución
convergente era un fenómeno común, puesto que cada caso de difusión es un caso
de convergencia. En cambio, la evolución paralela, que identificaban
exclusivamente con el presunto evolucionismo unilineal de Tylor, Morgan y
Spencer, la consideraban sumamente rara. En opinión de los boasianos, la
demostración de la evolución convergente provocada por la difusión o por
cualquier otra serie de etapas diferentes constituía una refutación de la
posición evolucionista en su conjunto. Tanto Boas como Lowie atacaron a los
evolucionistas demostrando repetidas veces que en el campo sociocultural “causas
diferentes” podían tener “efectos iguales” (véanse páginas 224 s.). Pero otra
vez estamos ante una distinción que para los evolucionistas no era esencial: lo
que principalmente les interesaba a ellos era la general uniformidad que
resultaba de esos procesos paralelos y convergentes y la concatenación, paso a
paso, de causas “idénticas” (cf. LOWIE), Como Tylor dice explícitamente: “El
estado de cosas que encontramos no es de hecho que una raza haga o conozca
exactamente lo que otra raza hace o conoce, sino que en tiempos y en lugares
diferentes aparecen estadios similares de desarrollo” (TYLOR, 1865, p. 373).
XXVII. LEWIS HENRY MORGAN, DIFUSIONISTA
La postura de
Morgan se caracteriza también por la misma indiferencia ante las cuestiones de
la oposición entre invención independiente y difusión o entre la evolución
paralela y la convergente. Morgan incluyó explícitamente a la difusión entre
los mecanismos que hacían posible la uniformidad sustancial de la evolución
sociocultural.
La porción más
adelantada de la raza humana queda detenida, por decirlo así, en determinados
estadios de su progreso, hasta que algún gran invento o descubrimiento, tal
como la domesticación de los animales o la fundición de mineral de hierro, daba
un nuevo y pujante impulso hacia adelante. Mientras esa porción estaba detenida
como hemos dicho, las tribus más atrasadas, avanzando continuamente, se acercaban
en diferentes ¡radas de aproximación al mismo estado; porque dondequiera que
existiera una conexión continental, todas las tribus deben haber participado en
alguna medida de los progresos de las otras, Todos los grandes inventos y
descubrimientos se propagan por sí mismos; pero antes de que pudieran
apropiárselos, las tribus inferiores tenían que haber comprendido su valor. En
las áreas continentales, ciertas tribus se adelantarían a las otras; pero en el
curso de un período étnico la delantera pasaría un buen número de veces de unas
a otras [Morgan, 1877, p. 39].
Al alcanzar la
transición del estadio inferior al estadio medio de la barbarie, Morgan vuelve
a reconocer explícitamente la posibilidad de los préstamos, sin ver en ello
ninguna dificultad seria para su esquema general:
No es
improbable que algunas de estas invenciones fueran tomadas de tribus que se
hallaban ya en el estadio medio; porque fue por este proceso constantemente
repetido como las tribus más adelantadas elevaron a las que estaban por debajo
de ellas, tan pronto como las inferiores estuvieron en condiciones de apreciar
el valor de los instrumentes del progrese, y de apropiárselos [ibidem, p. 5401.
Como señala el
mismo Lowie (1937, p. 59), “Morgan no se dejó perturbar demasiado por los
préstamos culturales, aunque admitió sin dificultad su existencia”. Y Lowie
sabía también perfectamente (ibidem, p. 60) que Morgan había rechazado
explícitamente la posibilidad de que los principales tipos de sistemas de
parentesco hubieran tenido un origen independiente y evolucionado de una manera
paralela. En realidad, Morgan pensaba que para que se produjera una evolución
unilineal del estilo de la que Boas atribuyó luego a los evolucionistas, sería
precisa la intervención de milagros.
Si se supone
entonces que las terminologías turania y ganowania se crearon
independientemente en Asia y en América, ¿por qué necesidad imperativa tendrían
que haber pasado cada una por las mismas experiencias, o que haber desarrollado
la misma secuencia de costumbres y de instituciones y, como resultado final,
que haber producido idéntico sistema de relaciones? El mero enunciado de estas
proposícíones ya parece rerutarlas, tanta es su excesiva improbabilidad [ ... ]
Si las dos familias comenzaron, cada una en su continente, en un estadio de
promiscuidad, seria poco menos que un milagro que ambas hubieran desarrollado
el mismo sistema final de relaciones. Por la teoría de las probabilidades es
imposible supóner que ambas pasaran por las mismas experiencias, deserrcllaran
la misma serie de costumbres y de instituciones y finalmente produjeran cada
una por sí sola sistemas de consanguineidad que cuando se les compara resultan
ser Idénticos en sus características básicas y coincidentes en los más mínimos
detalles. [MORGAN, 1870, pp. .504-5051.
Como hemos
visto ya, fue en este momento cuando se inmiscuyó el racismo de Morgan y le
llevó a la absurda conclusión de que la terminología iroquesa “se llevaba en la
sangre”, y de esa forma probaba que los indios americanos descendían de
progenitores asiáticos. La ironía de esta negación de la evolución estrictamente
paralela es que en este extremo Lowie pasó mucho después a defender
precisamente el punto de vista que Morgan había rechazado, a saber: que donde
existieran grupos exógamos de filiación unilineal, la terminología ircquesa del
parentesco habría sido inventada reiteradamente. Un ejemplo igualmente espectacular
de inversión de papeles se da en las posiciones respectivas de Morgan y de
Lowie ante el origen de los grupos de filiación unilineal. Morgan, como Lowie
sabía muy bien, se manifestó contrario a la posibilidad de la invención
independiente de la gens o matriclan. Según Morgan, el establecimiento de las
prescripciones exogámicas con la filiación unilineal. (...) era
demasiado notable y demasiado improbable para que se repitiera muchas veces y
en áreas muy distintas [ ... ] La gens no era una concepción natural y obvia,
sino esencialmente abstrusa, producto de una inteligencia que para el tiempo en
que se originó era muy alta [ ...] Su propagación es más fácil de explicar que
su institución. Estas consideraciones tienden a demostrar la improbabilidad de
su reproducción reiterada en áreas inconexas [1877, pp. 388 s.].
Pese a lo cual
Lowie sostuvo años más tarde que sólo en Norteamérica el clan se había
reinventado cuatro veces distintas (véase p. 302). Parece claro que la imagen
clásica del evolucionista decimonónico como un paralelista impenitente que
sostenía con insistencia que todas las culturas habían pasado o tenían que
pasar por estadios evolutivos idénticos no es más que un sustituto conveniente
de una realidad embarazosa. Cuando insistían en el orden de la evolución
sociocultural, ni Tylor ni Morgan afirmaban que la historia de todas las
culturas consistiera en una serie de transo formaciones idénticas. Reconocían
también caminos de evolución divergentes, aunque los dos creían que en último
extremo la importancia del paralelismo y de la convergencia era lo bastante
grande como para asegurar un grado considerable de uniformidad global. Por otro
lado, Lowie (1937, p. 59), adhiriéndose a los “historiadores de la cultura”,
afirmaba que la cultura “es demasiado compleja para que se pueda reducir a
fórmulas cronológicas; su desarrollo es la mayoría de las veces divergente, no
paralelo”. Pero divergente sólo puede ser lo opuesto de “paralelo” si la
evolución “divergente" y la “convergente" se combinan para oponerlas
a la evolución paralela en una dicotomía que históricamente carece de sentido.
La única dicotomía históricamente aplicable es la que separa la ciencia de la
anticíencia. Dicho brevemente, los evolucionistas se limitaban a negar que la
historia hubiera sido da mayoría de las veces divergente”; presentar esta
posición como equivalente a otra que insiste en que la evolución ha consistido
la mayoría de las veces en un desarrollo paralelo es el artificio a que recurre
una interpretación extraordinariamente tendenciosa de la historia de la
antropología. Para establecer el equilibrio entre los particularistas
históricos y los evolucionistas es preciso poner a la cuenta de los primeros
una sobreestimación de la cantidad de desorden observable en la historia, que
es un error por lo menos tan grave como el exagerado orden que veían en ella
algunos de los evolucionistas (no todos). Pero los evolucionistas incurrieron
en sus errores movidos por el deseo de llevar a la ciencia de la cultura hasta
los límites de la evidencia (y más allá de ellos); mientras que los errores de
los particularistas históricos, que más adelante veremos, fueron el producto de
un espíritu de nihilismo científico que negaba que fuera posible una ciencia de
la historia.
[1] En El desarrollo de la teoría antropológica: una historia de las teorías
de la cultura. México. SIGLO XXI, 2003
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