L-STRAUSS: LAS TRES FUENTES... / Guía de lectura
Las tres fuentes de la reflexión
Claude Lévi-Strauss
Parece obvio que la etnología disponga de
plaza reservada en una compilación consagrada a las ciencias humanas. La
etnología, en efecto, tiene por objeto de estudio al hombre y en principio sólo
se distingue de las demás ciencias humanas por lo acusadamente alejado, en
espacio y tiempo, de las formas de vida, pensamiento y actividad humana que
trata de describir y analizar. ¿No hacía otro tanto, con una simple diferencia
de grado, el humanismo clásico al intentar reflexionar acerca del hombre desde
aquellas civilizaciones diferentes a las del observador, y de las que la
literatura y los monumentos grecorromanos le mostraban el reflejo? Pues éstas
constituían, por aquel entonces, las civilizaciones más distantes de entre
aquellas a las que se podía tener acceso. Las humanidades no clásicas han
intentado extender el campo de acción, y la etnología, desde este punto de
vista, no ha hecho sino prolongar hasta sus límites últimos el tipo de
curiosidad y actitud mental cuya orientación no se ha modificado desde el
Renacimiento, y que sólo en la observación y en la reflexión etnológicas
encuentra definitivo cumplimiento. De esta manera, la etnología aparece como la
forma reciente del humanismo, adaptando éste a las condiciones del mundo finito
en que se ha convertido el globo terrestre en el siglo XX: siglo a partir del
cual de hecho, y no sólo de derecho, como antes, nada humano puede ser ajeno al
hombre.
Sin embargo, la diferencia de grado no es
tan simple, pues va unida a una transformación obligatoria de los métodos a
emplear. Las sociedades de las que se ocupa el etnólogo, si bien tan humanas
como cualesquiera otras, difieren, sin embargo, de las estudiadas por las humanidades
clásicas u orientales, en que en su mayor parte no conocen la escritura; y en
que, varias de entre ellas poseen bien pocos, por no decir ninguno, monumentos
representativos de figuras animadas o que éstas últimas, hechas con materiales
perecederos, sólo nos son conocidas a través de las obras más recientes. La
etnología puede, pues, por lo que hace a su objeto, permanecer fiel a la
tradición humanista; no así por lo que se refiere a sus métodos, dado que la
mayoría de las veces echa en falta los medios –textos y monumentos– utilizados
por aquélla. De esta forma, la etnología se ve constreñida a buscar nuevas
perspectivas.
Ante la imposibilidad de seguir los
procedimientos clásicos de investigación, le es necesario valerse de todos los
medios a su alcance: ya sea situándose, para ello, bien lejos del hombre en su
condición de ser pensante, como hacen la antropología física, la tecnología y
la prehistoria, que pretenden descubrir verdades sobre el hombre a partir de
los huesos y las secreciones o partir de los utensilios construidos; ya sea,
por el contrario, situándose mucho más cerca de lo que están el historiador o
el filólogo, lo que acontece cuando el etnógrafo (es decir, el observador de
campo) trata de identificarse con el grupo cuya manera de vivir comparte.
Siempre forzado a permanecer en el aquende o en el allende del humanismo
tradicional, el etnólogo, haciendo de la necesidad virtud, llega sin quererlo a
dotar a éste de instrumentos que no dependen necesariamente de las ciencias
humanas, y que han sido a menudo tomados a préstamo de las ciencias naturales y
exactas, por un lado y, de las ciencias sociales, por otro. La originalidad de
la etnología reside precisamente en el hecho de que siendo, como es, por
hipótesis una ciencia humana, no puede, sin embargo, permitir que se la aísle
de las ciencias naturales y sociales con las que varios de sus propios métodos
mantienen tantas cosas en común. Desde este punto de vista, la etnología no
sólo transforma el humanismo cuantitativamente hablando (incorporándole un
número cada vez mayor de civilizaciones) sino también cualitativamente, dado
que las barreras tradicionalmente levantadas entre los diversos órdenes de
conocimiento, no constituyen para ella sino obstáculos que forzosamente debe
vencer para progresar. Por lo demás, esta necesidad la empiezan a sentir cada
una de las restantes modalidades de investigación humanista, si bien por lo que
a éstas respecta, de forma mucho más tardía y provisionalmente en menor grado.
Los problemas que se plantean a la
etnología moderna sólo pueden aprehenderse claramente a la luz del desarrollo
histórico que les ha dado origen. La etnología es una ciencia joven.
Ciertamente, varios autores de la antigüedad recogieron el relato de costumbres
extrañas, practicadas por pueblos próximos o lejanos. Así lo hicieron Herodoto,
Diodoro y Pausanias. Pero en todos estos casos la narración permanece bien
alejada de toda narración auténtica, con el objeto principal de desacreditar a
los propios adversarios, como acontece a menudo en las relaciones que se dan
acerca de las pretendidas costumbres de los persas; o bien, se reducen a una
escueta anotación de costumbres heteróclitas cuya diversidad y singularidad no
parece haya llegado a suscitar en sus observaciones curiosidad intelectual
verdadera ni inquietud moral alguna. Es sorprendente, por ejemplo, que en sus Moralia Plutarco se contente con
yuxtaponer interpretaciones corrientes acerca de ciertas costumbres griegas o
romanas, sin plantearse la cuestión de su valor relativo y sin interrogarse
sobre los problemas (de los que apenas se da cuenta y abandona una vez
formulados).
Las preocupaciones etnológicas se
remontan a una fecha mucho más reciente, y en su expresión moderna se sitúan,
por así decirlo, en una encrucijada: nacen, no lo olvidemos, del encuentro de
varias corrientes de pensamiento heterogéneas, lo que en cierta medida, explica
las dificultades de las que la etnología, aún hoy, no es sino heredera
atormentada.
La más importante de dichas influencias
está directamente relacionada con el descubrimiento del Nuevo Mundo. En la
actividad, nos sentimos inclinados a valorar este hecho en función de
consideraciones geográficas, políticas o económicas, pero para los hombres del
siglo XVI fue antes que nada una revelación cuyas consecuencias intelectuales y
morales permanecen aún vivas en el pensamiento moderno, sin que constituya
obstáculo el que ya casi no nos acordemos de un verdadero origen. De manera
imprevista y dramática, el descubrimiento del Nuevo Mundo forzó el enfrentamiento
de dos humanidades, sin duda hermanas, pero no por ello menos extrañas desde el
punto de vista de sus normas de vida material y espiritual.
Pues el hombre americano –en un contraste
realmente turbador– podía ser contemplado como habiendo sido desprovisto de la
gracia y la revelación de Cristo y a la vez como ofreciendo una imagen que
evocaba inmediatamente reminiscencias antiguas y bíblicas: la de una edad
dorada y de una vida primitiva que simultáneamente se presentaban en y fuera
del pecado. Por primera vez, el hombre cristiano no estuvo solo o cuanto menos
en la exclusiva presencia de paganos cuya condenación se remontaba a las
escrituras, y a propósito de los cuales no cabía experimentar ninguna suerte de
turbación interior. Con el hombre americano lo que sucedió fue algo totalmente
diferente: la existencia de tal hombre no había sido prevista por nadie o, lo
que es aún más importante, su súbita aparición verificaba y desmentía al
unísono el divino mensaje (cuanto menos así se creía entonces) puesto que la
pureza de corazón, la conformidad con la naturaleza, la generosidad tropical y
el desprecio por las complicaciones modernas, si en su conjunto hacían recordar
irremisiblemente al paraíso terrenal, también producían el aterrorizador efecto
contrario al dar constancia de que la caída original no suponía
obligatoriamente que el hombre debiera quedar ineluctablemente desterrado de
aquel lugar.
Simultáneamente, el acceso a los recursos
tropicales, que suponen una gama de variedades mucho más densa y rica que la
que pueden suministrar con sus propios recursos las regiones templadas,
provocaba en Europa el nacimiento de una sensualidad más sutil, y añadía con
ello un elemento de experiencia directa a las reflexiones precedentes.
Ante el ardor extraordinario con que se
acoge el lujo exótico: maderas de tintes varios, especias y curiosidades que
ejemplifican los monos y aquellos loros que –como se lee en el inventario de un
flete naviero de regreso a Europa en los primeros años del siglo XVI– “hablaban
ya algunas palabras en francés”, se tiene la impresión de que la Europa culta
descubre dentro de sí inéditas posibilidades de delectación y emerge de esta
forma de un pasado medieval elaborado, al menos en parte, a base de insípidos
alimentos y monotonía sensorial, todo lo cual obnubilaba la conciencia que el
hombre podía tener de sí mismo y de su condición terrestre.
En efecto, es verdaderamente en suelo
americano donde el hombre empieza a plantearse, de forma concreta, el problema
de sí mismo y de alguna manera a experimentarlo en su propia carne. Las
imágenes, fuera de toda duda exacta, que nos hacemos de la conquista están
pobladas de matanzas atroces, rapiñas y explotaciones desenfrenadas
Sin embargo, no debemos olvidar que con
ocasión de ello la corona de Castilla, asistida por comisiones de expertos,
pudo formular la única política colonial reflexiva y sistemática hasta ahora
conocida, lo que hizo con tal amplitud, profundidad y cuidado por las
responsabilidades últimas que el hombre debe al hombre que, si bien es cierto
que no se pusieron en práctica, no lo es menos el que a nivel teórico al que la
han reducido la brutalidad, la indisciplina y la avidez de sus ejecutores,
sigue siendo un gran monumento de sociología aplicada. Podemos sonreír ante las
que hoy llamaríamos comisiones “científicas”, compuestas por sacerdotes
enviados al Nuevo Mundo con el solo objeto de zanjar la cuestión relativa a
saber si los indígenas eran meros animales o también seres humanos dotados de
alma inmortal. Había más nobleza en el planteamiento ingenuo de estos problemas
que en el mero aplicarse, como se hará más adelante, a matanzas y explotaciones
desprovistas de toda preocupación teórica. Si a esto añadimos que los
desgraciados indígenas adoptaban la misma actitud –acampando durante varios
días junto a los cadáveres de los españoles que habían ahogado, a fin de
observar si se corrompían o si por el contrario poseían una naturaleza
inmortal– se debe reconocer en tales episodios, a la vez grotescos y sublimes,
el testimonio fehaciente de la gravedad con que se encara el problema del
hombre y donde ya se revelan los modestos indicios de una actitud
verdaderamente antropológica, pese a la rudeza propia de la época en que por
primera vez aparecieron. América ha ocupado durante tanto tiempo un lugar
privilegiado en los estudios antropológicos por haber colocado a la humanidad
ante su primer gran caso de conciencia. Durante tres siglos, el indígena
americano dejaría el pensamiento europeo gravado de la nostalgia y el reproche,
que una renovada experiencia similar llegará en el siglo XVIII con la apertura
de los mares del Sur a las ansias exploradoras. Que “el buen salvaje” conozca
en el estado de naturaleza el bienestar que se niega al hombre civilizado es,
en sí misma, una proposición absurda y doblemente inexacta, puesto que el
estado de naturaleza no ha existido jamás, ni el salvaje es o ha sido más o
menos necesariamente bueno o dichoso que el hombre civilizado. Pero tal mito
encubría el hallazgo positivo y más peligroso: en adelante Europa supo que
existen otras formas de vida económica, otros regímenes políticos, otros usos
morales y otras creencias religiosas que las que hasta aquel entonces se creían
radicadas en un derecho y revelación de origen igualmente divino y respecto a
lo cual sólo cabía poseerlos para su pleno disfrute o carecer absolutamente de
ellos. A partir de ahí todo pudo ser puesto en entredicho. No resulta casual
que en Montaigne, la primera expresión de las reivindicaciones que sólo más
tarde verán la luz del día en la Declaración de Derechos Humanos sea puesta en
boca de indios brasileños.
La antropología había llegado a ser
práctica incluso antes de haber alcanzado el nivel de los estudios teóricos. En
tales condiciones no deja de resultar curioso que el segundo impulso que debían
experimentar las preocupaciones etnológicas proceda de la reacción política e
ideológica que sigue inmediatamente a la Revolución Francesa y a las ruinas
dejadas por las conquistas napoleónicas. Y sin embargo, esta paradoja
incontrovertible puede explicarse fácilmente. En lo que va del siglo XVI al
siglo XVIII, el ejemplo suministrado por los pueblos indígenas había alimentado
la crítica social de dos modos diversos: la coexistencia, en el presente, de
formas sociales profundamente heterogéneas, planteaba la cuestión de su
recíproca relatividad y permitía poner en duda a cada una de ellas. Por otro
lado, la mayor simplicidad de las llamadas sociedades salvajes o primitivas
suministraba un punto de partida concreto para una teoría acerca del progreso
indefinido de la humanidad: pues si se había partido de un lugar tan bajo, no
había razón alguna para suponer que el movimiento hacia delante debiera
detenerse y que las actuales formas sociales representaran un ideal definitivo,
imposible de mejorar.
Ahora bien, el inicio del siglo XIX
sorprende a la sociedad europea tradicional en un estado de profunda
desintegración: el orden social del antiguo régimen ha sido definitivamente
sacudido y la naciente revolución industrial trastorna los marcos de la vida
económica sin que puedan aún discernirse las nuevas estructuras que ella misma
alumbrará. No se ve sino desorden en todas partes y, ante ello, se pretende
definir el destino del hombre más bien en función de un pasado transfigurado
por la nostalgia del orden antiguo, que por un porvenir imposible de precisar.
Para las antiguas clases privilegiadas, que sólo en una mínima fracción vuelven
a encontrar su posición anterior, la historia no puede ser aprendida como el
aparecer de algo que se hace sino, por el contrario, como el de una cosa que se
deshace. No tratan de comprender un hipotético “progreso”, en lo que les
concierne vacío de sentido, sino la catástrofe que les ha maltratado y que
filosóficamente no puede ser aceptada sino como la incidencia particular de un
movimiento de descomposición que deja sentir su verdadero estilo en la historia
humana. Y este punto de vista, que no es otro que el de los principios del
romanticismo, modifica y enriquece la indagación etnográfica.
La modifica por cuanto hace del
primitivismo (en todas sus formas), no tanto la búsqueda de un humilde punto de
partida del progreso humano, como la de un período privilegiado en que el
hombre había disfrutado de virtudes hoy día desaparecidas. Y la enriquece
introduciendo, por primera vez, preocupaciones folklóricas con que adornar en
el seno mismo de la sociedad contemporánea las condiciones antiguas
supervivientes y las más viejas tradiciones. El Renacimiento había ya conocido
en sus orígenes una actitud análoga cuando, tras la toma de Constantinopla por
los turcos en 1454, creía ser el único depositario de la herencia filosófica,
científica y artística de la antigüedad. Pero esta beatería, orientada
exclusivamente hacia el pasado, debía quedar bien pronto desbordada por el
descubrimiento en 1492 de las virtualidades insospechadas del presente, lo que
provocó una creciente confianza y esperanza en el porvenir. En los inicios del
siglo XIX, por el contrario, de una parte del pesimismo social y de otra el despertar
de las nacionalidades orientan la investigación hacia un pasado a la vez
lejano, circunscrito en el espacio y cargado de significación.
Pero simultáneamente se produjo una
transformación importante. Era contradictorio concebir el curso de la historia
en el sentido de una decadencia cuando, por otra parte, los hechos de que se
disponía evidenciaban la realidad del progreso técnico y científico, así como
lo que aún se tendía a considerar como un progresivo refinamiento de las
costumbres. Para hacer sostenible la posición pesimista a la cual se vinculaban
tantas razones políticas y sentimentales, se hacía necesario, pues, emplazar la
evolución humana en un terreno distinto en el que la contradicción entre los
hechos y su interpretación no se hiciera tan llamativa.
Ahora bien, con el crecimiento de la
población y la multiplicación de las relaciones e intercambios resultantes de
la civilización, hay ciertamente algo que de forma ineluctable se deshace: la
integridad física de los grupos humanos, en otro tiempo aislados unos de otros
dado su reducido número, la falta de medios de comunicación y el estado general
de ignorancia y hostilidad existentes. A partir del hecho de su
intercomunicación las razas se mezclan y tienden a homogeneizarse. No
necesitará más Gobineau para, a partir de ahí, asociar arbitrariamente a la
noción de raza ciertas disposiciones fundamentales de naturaleza intelectual o
afectiva y otorgarles el valor significativo con que establecer un sistema de
explicación que, más allá de las apariencias superficiales, pueda dar cuenta
del inevitable declinar de una humanidad dentro de la cual los valores vitales
se diluyen progresivamente hasta llegar a su total eclipsamiento. De esta
manera, son exigencias filosóficas las que, poniendo en primer plano la noción
de raza, fundamentan, al unísono, el interés orientado hacia los documentos
osteológicos, contemporáneos o arcaicos, en el preciso momento en que –en parte
debido a los grandes trabajos exigidos por la revolución industrial– la
atención se dirigía hacia los que, en número creciente, estaban puestos al día.
Sin embargo, aun en este caso, no se
trata de un fenómeno absolutamente nuevo. La crisis política y social que
resulta de la Fronda, en Francia, al iniciarse el siglo XVIII, había ya llevado
a rastrear, en un pasado lejano, las causas y el origen de una situación
contradictoria que entonces se ligaba al doble origen de la población francesa:
la nobleza franca y el pueblo galorromano. La nueva tentativa iba a ser más
duradera, y debía experimentar una completa transformación en su primitivismo,
a la vez que preparaba el terreno para una tercera y más nueva orientación.
Uno de los acontecimientos más decisivos
de la historia científica del siglo XIX estaba, verdaderamente, a punto de
producirse. Sólo cinco años separan la publicación del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas a la del Origen de las especies. Preparada por
las investigaciones de Boucher de Perthes en arqueología prehistórica y por el
progreso de los estudios geológicos, debido a los trabajos de Agassiz y de
Lyell, la teoría evolucionista de Darwin iba, en efecto, a suministrar una
interpretación global de la historia biológica dentro de la cual los documentos
relativos al hombre, hasta entonces recogidos en forma dispersa, podían
encontrar su lugar adecuado y recibir su plena significación.
En adelante, ya no nos las habremos de
ver con construcciones filosóficas tales como la teoría del progreso indefinido
del siglo XVIII, o la del declinar de las razas humanas del siglo XIX. La
concepción de una evolución gradual de las especies vivientes, operando a lo
largo de inmensos períodos geológicos, sugiere fácilmente pensar otro tanto
sobre la historia de la especie humana. Los documentos osteológicos y los sílex
tallados que les acompañaban ya no son contemplados como vestigios de una
humanidad antediluviana, destruida por algún cataclismo.
Por el contrario, ahora se ven como
testimonios normales de la lenta evolución que, desde los estadios más lejanos,
debió conducir a los antepasados del hombre moderno hasta las formas actuales.
Y en la medida en que el utillaje prehistórico se parece al utilizado todavía
en numerosos pueblos primitivos contemporáneos, cabe aventurarse a ver en éstos
la viva imagen de los diferentes estadios por los que, en su marcha progresiva,
la humanidad había discurrido durante milenios.
Los objetos patrimonio de los salvajes,
las descripciones de las costumbres extrañas y lejanas, lo visto y relatado por
los viajeros, la mayoría de las veces deja de ser considerado como si se
tratase de curiosidades exóticas o de meros pretextos desde los que fundamentar
vaticinios de índole filosófica o moral. Ahora se les promueve el estado
privativo de los documentos científicos con el mismo derecho que ostentan los
fósiles y las colecciones botánicas y zoológicas. A partir de ahí, no hace
falta sino describirlos, clasificarlos, apercibirse de las relaciones
históricas y geográficas que les unen o les distinguen, todo ello encaminado a
elaborar una visión coherente de las diferentes etapas por las que ha
transcurrido la humanidad, en su paso del salvajismo a la barbarie y de la
barbarie a la civilización. Tamañas ambiciones no son ya las nuestras. Incluso
los progresos del evolucionismo biológico tienen lugar según una concepción
infinitamente más matizada y más consciente de los problemas y de las
dificultades existentes que la habida entre los primeros fundadores. Ello
estimula a los etnólogos a desentenderse de las tesis del evolucionismo
sociológico, que por lo demás es anterior al biológico y que por tal razón
padece de un exceso de ingenuidad.
Sin embargo, de estas primeras esperanzas
algo queda: la convicción de que el mismo tipo de problemas, aunque no sean del
mismo orden de magnitud, pueden juzgarse por el mismo método científico, y que
la etnología, al igual que las ciencias naturales y según el ejemplo de éstas,
puede muy bien confiar en descubrir las relaciones constantes existentes entre
los fenómenos: bien sea que no pretenda sino tipificar ciertos aspectos
privilegiados de las actividades humanas y establecer entre los diferentes
tipos creados relaciones de compatibilidad e incompatibilidad; bien que se
proponga, a más largo plazo, unir todavía más estrechamente la etnología a las
ciencias naturales, a partir del momento en que puedan comprenderse las
circunstancias objetivas que han presidido la aparición de la cultura en el
seno mismo de la naturaleza, y de la que, sin embargo, la primera,
prescindiendo de sus caracteres específicos, no es sino una manifestación.
Esta revolución no significa una ruptura
con el pasado, sino más bien la integración, a nivel de síntesis científica, de
todas las corrientes de pensamiento cuya actuación hemos revelado.
Por otra parte, el evolucionismo puede
presentarse como una teoría científica pues conserva secretamente, si bien de
acuerdo con la teoría del progreso tal como ha sido formulada en el siglo
XVIII, la ambición –sabiamente reprimida en la mayoría de nosotros– de
descubrir el punto de partida y el sentido de la evolución humana, así como de
ordenar seriadamente las diferentes etapas de las que ciertas formas de
civilización han conservado seguramente la imagen.
Y, sin embargo, incluso la etnología más
decididamente evolucionista, como la fue la de Tylor y Morgan, no puede
permanecer ciega ante el hecho constatado de que la humanidad no se transforma,
según el esquema darwiniano, exclusivamente por acumulación de variaciones y
selección natural. La etnología, asimismo constata fenómenos de otro tipo:
transmisión de técnicas, difusión de inventos, fusión de creencias y costumbres
a resultas de las emigraciones, de las guerras, de las influencias y de las
imitaciones.
Todos estos procesos tienden a extender
rasgos en principio circunscritos a grupos privilegiados que, por el hecho
mismo de la difusión, tienden igualmente a equipararse a los demás. Mientras
que, en el orden sistemático la etnología se mantiene dentro de la tradición
filosófica del siglo XVIII, por lo que respecta a sus formas descriptivas, fundadas
en la distribución espacio–temporal de rasgos culturales, no hace sino
prolongar las interpretaciones regresivas propias de la primera mitad del siglo
XIX, que por esta razón experimentan una renovada vitalidad.
Así pues, la etnología, en la penúltima
cuarta parte del siglo XIX, se constituye en base a caracteres híbridos y
equívocos, que hacen confluir en ella las aspiraciones de la ciencia, de la
filosofía y de la historia. Aprisionada por tantos lazos, no romperá ninguno
sin pesar. En un tiempo en que todo el mundo se lamenta del carácter irreal y
gratuito de la cultura clásica, de la sequedad e inhumanidad de la cultura
científica, la etnología, si permanece fiel a todas sus tradiciones,
contribuirá posiblemente a mostrar el camino que conduce a un humanismo
concreto, fundado sobre la práctica científica cotidiana y a la que la
reflexión moral permanecerá aliada irremisiblemente.
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Guía de lectura:
1.- "De esta manera (...) hombre." Qué significa esto? Coincide con lo que piensa Clastres? Explicar.
1.- "De esta manera (...) hombre." Qué significa esto? Coincide con lo que piensa Clastres? Explicar.
2.- Qué relación existe entre Humanismo y Etnología y qué implica esto?
3.- "Las preocupaciones etnológicas se remontan a una fecha mucho más reciente", dice el autor. En el pasado no hubo tal preocupación? Explicar.
4.- Por qué para los hombres del siglo XVI fue antes que nada una revelación el descubrimiento de América?
5.- Por qué América (...) conciencia.?
6.- Qué se dice acerca del buen salvaje? Coincide con lo que piensa Clastres? Explicar.
7.- Qué panorama presenta el siglo XIX y qué tiene que ver con los inicios de la Antropología?
8.- Qué importancia tuvieron el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas y el Origen de las especies?
9.- Qué relación existiría entre la Etnología y las Ciencias Naturales? Explicar.
10.- Qué relación puede establecerse entre este texto y lo que piensa Pierre Clastres?
3.- "Las preocupaciones etnológicas se remontan a una fecha mucho más reciente", dice el autor. En el pasado no hubo tal preocupación? Explicar.
4.- Por qué para los hombres del siglo XVI fue antes que nada una revelación el descubrimiento de América?
5.- Por qué América (...) conciencia.?
6.- Qué se dice acerca del buen salvaje? Coincide con lo que piensa Clastres? Explicar.
7.- Qué panorama presenta el siglo XIX y qué tiene que ver con los inicios de la Antropología?
8.- Qué importancia tuvieron el Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas y el Origen de las especies?
9.- Qué relación existiría entre la Etnología y las Ciencias Naturales? Explicar.
10.- Qué relación puede establecerse entre este texto y lo que piensa Pierre Clastres?
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