LENCLUD: LO EMPIRICO Y LO NORMATIVO...
“Lo empírico y lo normativo en la etnografía”[1]
¿Derivan las
diferencias culturales de la descripción?
Gérard Lenclud
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Antropólogo francés, Director honorario de investigación en el CNRS. Paris. |
Existe
consenso en que la Antropología es una forma del conocimiento que debe tender a
la objetividad. La objetividad de una disciplina intelectual se mide con la
vara de la separación que está incrustada en su corazón, entre las afirmaciones
empíricas y los juicios morales. Por ejemplo la física posee una objetividad de
la cual la filosofía moral carece. La idea que subyace a la distinción entre
hechos y valores, y por ende la superioridad cognitiva atribuida a la física en
comparación con la filosofía moral, es completamente simple y radica en que los
hechos son externos y los valores son internos (Rorty 1990). De acuerdo, a este
enfoque los hechos están ahí, fuera de nosotros, son un dato que se impone a
nuestros ojos, a nuestra mente, de ninguna manera son producto de nuestro
trabajo. Es por ello que se escapan de las controversias o de las preferencias
colectivas o individuales. Por el contrario, los valores están en nuestro
interior y son de alguna manera nuestros productos. Por lo tanto los llamamos “subjetivos” y postulamos la ausencia de
un acuerdo sobre los mismos: los juicios de valores no pueden confirmarse
racionalmente. En el caso de la Antropología, debemos hacer notar que su
objetividad está más del lado de la naturaleza del valor (proclamado) que de
los hechos reconocidos, y que si el consenso existe, está más organizado
alrededor del valor de la objetividad que de la verdadera objetividad de la
Antropología. Para complicar aún más las cosas, podemos citar a Feyerabend
(1989:89), quien afirma que la física tal vez sea objetiva, pero que la
objetividad de la fí- sica no lo es. De cualquier manera, la regla en nuestra
disciplina sostiene que las afirmaciones etnográficas son descriptivas y no
valorativas. No debe considerarse que contienen términos “axiológicos” a menos que estos términos, aunque normativos, formen
parte de la descripción de las cosas tal como son. “La falta de respeto a un tío materno es mala entre los talital” es
una afirmación descriptiva y por lo tanto perfectamente tolerada porque toma en
cuenta un juicio de valor que es un hecho entre los talital. “Los talital son crueles (o corajudos)”
es una expresión valorativa por lo tanto no permitida, porque encierra un
juicio de valor y es resultado de una proyección sobre otras personas de los
principios o prejuicios del etnógrafo (que son un hecho en su tierra o para los
talital). Sin embargo, aun una información carente de cualquier término
axiológico/valorativo bien puede poseer una concepción normativa. Putnam ofrece
este ejemplo en nuestra cultura: “Babea
toda la comida en su camisa” posee una fuerza emotiva negativa a pesar de
que la frase sea literalmente una descripción (Putnam 1984:209). Arroja los
valores por la puerta y volverán por la ventana.
Diferencias culturales
Al mismo
tiempo se sostiene con razón, que las diferencias culturales constituyen el
objeto de la ciencia antropológica. Los etnógrafos absorbidos en sus
observaciones de culturas particulares, registraron las diferencias en sus
libretas de campo. Por su parte, los antropólogos se dedicaron a explicarlos (y
no por cierto a justificarlos, excepto al utilizar un lenguaje valorativo, que
es el lenguaje de la justificación). En otras palabras, los etnógrafos
recolectan las variedades de la experiencia humana y a los antropó- logos les
está reservado, en principio, la tarea de examinar la variabilidad de esta
misma experiencia (Sperber, 1982). No es necesario recordar que, por un lado,
desde Malinowski, el etnógrafo y el antropólogo son uno y el mismo y por el
otro, que el proyecto de la Antropología está menos desarrollado, tal vez por
razones que son explicables (sino justificables) que el de la Etnografía. De
todos modos, ambas Antropología y Etnografía están alineadas en el campo de las
diferencias culturales.
Objetividad y diferencias culturales
La
pregunta a resolver es la siguiente: ¿las diferencias culturales a ser
registradas por el etnógrafo pertenecen al dominio de los hechos? En otras
palabras: ¿las afirmaciones etnográficas que pretenden describir y no valorizar
son en sus estructuras lógicas afirmaciones “constatativas” no imbuidas de valores? ¿No contienen, a pesar de su
aparente objetividad, una dimensión normativa? La idea que quiero examinar es
esta: toda afirmación etnográfica que registra una diferencia cultural tiene
algo en común con una proposición del siguiente tipo: “el vino blanco va bien con pescado” y no meramente con una proposición
que sostiene un estado empírico del tipo: “el
vino está hecho con uvas”. Existen razones “objetivas” para esta proposición, tan externas como pueden ser
juzgados los hechos. Si se puede sostener esta idea para su estudio, entonces
la explicación por el retraso del programa del antropólogo –explicando la
variabilidad de la experiencia humana– comparado con el del etnógrafo
–registrando las variedades de la misma experiencia– no se buscaría en las
inadecuaciones de la Antropología o en la timidez teórica. Debe reconocerse que
la ausencia de adelantos es el resultado de la existencia de una categoría que
está compuesta de diferencias.
La mente y las diferencias
Es
necesario recordar una verdad trivial: ningún objeto es en sí mismo y diferente
de sí mismo. La diferencia no es un dato. Un objeto o una persona sólo es
diferente respecto de otras personas o cosas. Una oración tal como
“[Malinowski] es diferente” afirma
que [Malinowski] pertenece a una categoría aparte, relativa a otros
antropólogos, a todos los antropólogos o sin duda a toda la humanidad
frecuentada por el autor de la afirmación. Establecer una diferencia es
evidentemente efectuar un acto mental, es establecer una relación, es proceder
por comparación. Las diferencias no se nos presentan directamente por las cosas
o por las personas, sino por “el poder
creativo de la mente” tal como David Hume sostenía. La relación a través de
la cual se efectúan los juicios sobre la diferencia es una relación filosófica
en el sentido de Hume. Hume (1978:15), en el Tratado de la Naturaleza Humana,
enumera siete categorías generales “que
pueden ser consideradas como la fuente de toda relación filosófica”. Entre
estas relaciones figura “la semejanza”
que, como sostiene Hume, “es una
relación, sin la cual ninguna relación filosófica puede existir, ya que ningún
objeto admitiría la comparación sin poseer algún grado de semejanza”. Muy
forzada es la condición requerida por Hume para la comparación. Es
completamente normal comparar y juntar manzanas y peras porque se asemejan
entre sí, al ser todas frutas comestibles. Por más razonable que parezca, el
precepto que establece que sólo podemos comparar lo comparable es irreal. Para
saber si las cosas son comparables o no, debemos haberlas comparado previamente
y por ende al haberlas comparado son comparables por lo que es difícil concebir
que “el poder creativo de la mente”
pueda prevenir encontrar una semejanza en el mundo. ¿Qué sucede con la
distancia que las separa? Hume contesta: “Los
filósofos admitirán la distancia como una relación verdadera, porque adquirimos
una idea de la misma por la comparación de objetos; pero el sentido común
afirma que nada puede estar más distante que tal cosa o tales cosas entre sí,
que nada puede tener menos relación, como si distancia y relación fueran
incompatibles”. Por lo que no es incompatible comparar, por ejemplo, la
cosmología de un Gran Hombre Melanesio con la de un diputado centrista en el
Congreso, pero que la comparación enriquezca verdaderamente nuestro
conocimiento de la variabilidad humana es otra cuestión. La identidad es otra
de las relaciones analizadas por Hume. Ésta plantea un problema singular. Por
un lado, siendo una relación, no puede atribuirse la identidad a una cosa; pero
por otro lado, no puede atribuirse a dos cosas porque la diferencia es la inversa
de la semejanza. En consecuencia, Hume construye el concepto de igualdad. Uno
podría considerar que Hume jerarquizaría la relación de la diferencia entre las
relaciones filosóficas fundamentales, pero no lo hace porque la considera más
bien “como la negación de una relación,
más que algo real o positivo”. Hume distingue dos clases de diferencias: la
diferencia numérica que se opone a la identidad y la diferencia genérica que es
la negación de la relación de la semejanza. Concluyamos brevemente que la Antropología
está interesada en las diferencias genéricas, es decir en fenómenos no
semejantes y no en alteridades absolutas –a pesar de los reclamos ciertos o
aparentes de los relativistas. Regresemos al problema de conocer si el
establecimiento de diferencias genéricas, a través de la mediación del “poder creativo de la mente”, respeta la
sacrosanta dicotomía entre hecho y valor.
El valor del hecho de la diferencia
Muchos
argumentos de origen filosófico se han aducido a favor de la idea de que es
estrictamente imposible proteger las proposiciones empíricas de la
contaminación normativa, y de manera más general, que la dicotomía hecho/valor
es racionalmente indefendible. El primer argumento y el más simple es del
siguiente tenor: las proposiciones empíricas y las prácticas de investigación
en las cuales nos basamos para decidir qué es un hecho y qué no lo es,
presuponen valores (Putnam, 1981). Seamos prudentes y evitemos embarcarnos en
una discusión respecto de si la verdad que buscan todas las proposiciones
fácticas es valorativa. Uno puede, más allá de ser acusado erróneamente de caer
en un sofisma, encontrarse con la siguiente objeción: al tener que ver con el
conocimiento de la verdad tal vez sea un valor, pero no de carácter ético. Que
una proposición fáctica sea verdadera está en el orden de las cosas.
Detengámonos un momento en la noción de pertinencia con Putnam. Es sencillo
establecer que en un trabajo científico, el uso del adjetivo “pertinente” –respecto de un punto de
vista, o de la aplicación de un método, o simplemente de un ejemplo– representa
un cumplido, tal como el uso del adjetivo “bello”
o “bueno” en otras esferas de la
vida. Por lo tanto, es un cumplido a la noción de la diferencia pronunciado por
los antropólogos cuando juzgan que esta noción es pertinente y sostienen que,
al menos, es apropiada para contemplar el mundo humano desde el ángulo de las
diferencias culturales, punto de vista que sería negado por un Poujadist. Lo
que sea pertinente es ipso facto cargado con un valor. De la misma manera,
todas las diferencias que un etnó- grafo pueda notar en el campo no merecen ser
señaladas en la monografía final. Algunas diferencias sin duda son tan carentes
de pertinencia que de mencionarlas el etnógrafo quedaría en ridículo. Las
proposiciones empíricas en su retranscripción de diferencias significativas
(término cuya dimensión axiológica es difícil de negar), poseen una virtud
particular: incluyen un valor. Consecuentemente el hecho comprendido en la
afirmación está infiltrado de valores o, si uno lo prefiere, lleva consigo una
parte del sistema de valores antropológicos. Sean estos valores exclusivamente
cognitivos o no, no cambia la cuestión. No enfatizaría este punto, tal vez
demasiado obvio, si no fuera porque esta discusión sobre la inseparabilidad
entre hecho y valor en el trabajo antropológico, como en toda actividad
científica, no fuera rigurosamente idéntica a aquella que realizan los
antropólogos cuando tratan las actividades materiales y simbólicas de los
pueblos que estudian. La actividad antropológica es una actividad humana, el
antropólogo es un “nativo” como los
otros; lo que les cabe a ellos le cabe a él. Ahora bien, los antropólogos no
han fallado al observar que una actividad pragmática no puede separarse de una
estructura normativa (Sahlins, 1980). Para tomar un ejemplo, entre una miríada
de otros ejemplos posibles en la literatura etnográfica, la disposición de una
casa en Moala, Fidji, resulta de la actividad de su construcción, es un hecho
que no puede disociarse del valor que expresa, es decir de la superioridad
cultural adscripta localmente al mar en comparación a la tierra. La descripción
etnográfica de este hecho, que toma la forma antropológica de una “diferencia cultural” es fácilmente
disociable del valor asignado a la pertinencia de su observación. Bien
observado dice la gente. Si todo acto o todo comportamiento, concebido
tradicionalmente como perteneciente al orden de los hechos, comprende un valor,
no hay razón alguna para considerar al acto de la descripción etnográfica o las
proposiciones que de ella se derivan como un caso especial. Como el acto
indígena de construir una casa en Moala, el acto etnográfico de testimoniar su
orientación es “concreto” es decir “está penetrado de valor” (Dumont, 1983).
La diferencia testimoniada es tanto un hecho como un valor.
Normas de interpretación
La idea
de que las proposiciones etnográficas basadas en diferencias culturales derivan
necesariamente de juicios de valor puede basarse en argumentos de otra clase.
Examinemos uno de ellos. Las diferencias culturales, evidentemente se
establecen sobre la base de lo que dicen y hacen los pueblos estudiados por el
etnógrafo. Ahora, como todos sabemos, palabras y acciones, en el sentido de
acciones realizadas y no sólo eventos corporales, derivan de una
interpretación. Uno no registra lo que otra persona hace o dice, menos aún lo
que piensan; uno lo comprende, o no, gracias a la interpretación. La
interpretación es un procedimiento doble de evaluación: ambos suponen, que uno
está juzgando y que está determinado también por principios que debemos adoptar
a priori y por reglas que debemos observar. Por lo que se deriva lógicamente
que el contenido interpretado es normativo en sí mismo. Tomemos el caso de la
interpretación de la lengua, área de importancia de la etnografía para
establecer diferencias culturales, siguiendo el razonamiento de Donald Davidson
(1990). La proposición inicial es la siguiente: “no sabemos lo que alguien quiere significar en tanto no sabemos lo que
cree; no sabemos lo que alguien cree en tanto no sabemos lo que quiere
significar”. Si un extraño me dice que saltó de un avión en movimiento para
zambullirse en una pelea, la interpretación que hago de su declaración está en
función de la hipótesis formulada por mí respecto de lo que esta persona tiene
en su cabeza en el contenido de sus actitudes proposicionales (creencias,
intenciones, cualquier cosa que ilumine lo que quería decir). Comprender a un
interlocutor, ya sea de aquí o de allá, supone echar un vistazo a lo que entiende
por verdad. Si no conozco que lo que piensa es verdad, su lenguaje será para mí
inaccesible. Por lo que la única solución es: “En tanto el conocimiento de las creencias sólo se produce con la
habilidad para interpretar las palabras, la única posibilidad es asumir, al
principio, un acuerdo general sobre las creencias”(Davidson 1993:196). Este
acuerdo general o más precisamente un acuerdo grosero sobre las creencias,
constituye lo que Davidson llama “el
principio (epistémico) de caridad
interpretativa” que otros prefieren llamar, el principio de coherencia, o
de racionalidad, sin duda el principio de humanidad. El principio de caridad
interpretativa sostiene que para interpretar a otras personas se requiere, a
priori, considerarlas como pares cognitivos, criaturas racionales. Cómo puedo
tener acceso al lenguaje de otra persona sin asumir que él quiere decir algo
tanto como yo; y hasta cierto punto acredita como verdaderas a algunas
proposiciones y otras no; y que, como uno, trata de ser lo más coherente
posible en sus afirmaciones. El principio de caridad posee tres características
principales. En primer lugar como hemos visto, su adopción es inicialmente
necesaria para proceder a la interpretación porque “La caridad se nos impone guste o no, si queremos comprender a los otros
debemos considerarlos correctamente en la mayoría de los asuntos”
(ibid:197). El principio de caridad es precisamente equivalente al principio de
veracidad, porque consiste en reconocer directamente que hay algo de verdad en
lo que la gente manifiesta, interpretar es delimitar la esfera de esta verdad.
De cualquier modo, descubrir errores o falsedades en las personas, supone que
no siempre se equivocan. Lo falso implica la presencia de la verdad, de tal
manera como la diferencia requiere el hecho de un acuerdo. En tercer lugar, el
principio de caridad interpretativa es claramente valorativo y no descriptivo
porque, como sostiene Davidson, supone la racionalidad de los otros, suposición
determinada intuitivamente. Si los quiero interpretar, deberán ser racionales,
ni más ni menos que uno, por lo tanto son como uno. Si no lo fueran, sería
absurdo la intención de interpretarlos, pero es absurdo el no hacerlo. El
principio de caridad no busca suprimir por decreto la posibilidad de todo desacuerdo,
de toda diferencia entre mi interlocutor y yo. Su aplicación tiene el objetivo
fundamental de dar un significado al desacuerdo, a la diferencia. Estos son los
términos por los que la diferencia se torna comprensible. Jacques Bouveresse
insiste sobre este punto: “El principio
de caridad es algo así como el constituyente residual del etnocentrismo que es
necesario para determinar y pensar la otredad cultural” (1982:116).
Claramente para él este “etnocentrismo”
no es una regla metodológica, o una máxima para la interpretación, sino
simplemente “el reconocimiento de una
comunidad humana”. A fin de aclarar lo anterior, ofrecemos una pequeña
ejemplificación aportada por Godfrey Lienhardt quien nos hace un interesante
comentario: trata sobre dos interlocutores, de los cuales uno aplica el
principio de caridad (aunque no muy caritativamente) y por ende comprendió las
preguntas del otro, mientras que el otro, al no suscribir el principio de
caridad, estuvo condenado a no comprender las respuestas. Cuando Darwin
desembarcó en Tierra del Fuego, muchos viajeros lo habían precedido y los
fueguinos estaban estupefactos por las preguntas de los visitantes, en especial
respecto de la “suprema diferencia”:
el canibalismo. Por ello, cuando un colega de Darwin realizó la pregunta
ritual, un joven contestó que lo que sucedía era que los fueguinos acuciados
por el hambre “matarían y devorarían a
sus viejas mujeres antes de matar a sus perros”. El otro preguntó el por
qué de esta abominable preferencia y el joven fueguino contestó que no comían
perro porque “eran usados para cazar
nutrias, mientras que las mujeres viejas no servían para nada”. El
comentario de Darwin fue: “qué doloroso
sería el temor de las mujeres ancianas cuando el hambre comenzaba a sentirse”
(1891:214). Incapaz de entender el estado intencional de los fueguinos
(respecto de él particularmente) y de aplicar el principio de caridad, Darwin
no pudo interpretar la información contenida en la afirmación. Perfectamente
capaz de proyectarse en la mente del explorador, gracias a una movilización del
famoso principio, el fueguino interpretó la pregunta del naturalista y dio la
respuesta apropiada. Detrás de los rasgos del principio de caridad tal como ha
sido reconstruido por Davidson, todo el mundo reconocerá la forma de un viejo
precepto antropológico: el informante siempre tiene razón. Malinowski advertía
que los nativos dependen tanto como nosotros de acontecimientos arbitrarios,
pasiones o accidentes. Aunque, como antropólogo, estaba un poco equivocado al
identificar la racionalidad con la racionalidad utilitaria y justificar –explicar–
la peculiaridad de costumbres exóticas debido al interés de las personas. Los
etnógrafos adoptan el principio de caridad aunque de distintas maneras. Los
filósofos poseen otras materias que los llevan a descuidar las consecuencias de
este principio. Las consecuencias son desconcertantes. Por un lado, los
contenidos mentales intencionales son indisociables de las normas de
interpretación sobre las cuales descansan nuestras atribuciones y
consecuentemente (sic) los contenidos mentales son normativos (Davidson, citado
por Engel, 1994:206). La gente estudiada tiene las creencias que el etnógrafo
piensa que deben tener como función de lo que dicen y hacen; y las tienen
porque las deben tener. Por otro lado, hasta dónde la comprensión de un
significado es inseparable de la comprensión de los contenidos mentales
intencionales (actitudes proposicionales) acompañando la producción del
discurso y porque los contenidos mentales son normativos, los significados
también lo son. De lo que se desprende que cualquier proposición etnográfica
que registra diferencias culturales establecidas por el sesgo de un significado
adscripto es interpretativa y no descriptiva y, por lo tanto, impregnada de valorización.
La atribución de creencias diferentes
La atribución de creencias diferentes
Por
razones extrínsecas al proyecto antropológico –que está comprometido con la
centralidad de las creencias, y si bien no en el funcionamiento de la mente, al
menos en el acceso que podemos acceder de la mente de otras personas– las
creencias son una importante área de nuestra disciplina. Podemos suponer que la
esencia de las diferencias culturales sobre las que trata la Antropología
descansa finalmente en diferencias de creencias en el sentido amplio de la
palabra. Cuando los antropólogos hablan de lo que otra gente sabe, hace, lo que
juzgan correcto, incorrecto, bello o feo, permitido o prohibido, están tratando
con lo que la gente cree. Aun un estudio precipitado del modo en que uno
procede a atribuir creencias y por ende registrar diferencias, revela el doble
carácter valorativo de la interpretación de los estados mentales y de sus
contenidos significativos. Debemos admitir, en primer lugar, que es el error lo
que hace la creencia posible (Davidson, 1993) –o más precisamente arribando a
lo mismo– lo que hace la atribución de creencias posibles. Imaginémonos un
etnógrafo caminando con su informante y un amigo por las montañas de Córcega,
van hablando de miles de cosas: la crianza de ganado, del manejo de pasturas,
del conflicto con las autoridades estatales. De repente ve un corral de ovejas,
el informante le pregunta al etnógrafo: ¿Sabe Ud. quién les enseñó a los
montañeses de Córcega la receta de “brucciu”?
No. “Fue el rey Salomón”. El error
cometido por este hombre –su interlocutor no cree ni por un momento que exista
un vínculo entre el rey Salomón y la reina de Saba con la receta del queso
conocido como “brucciu”– lo convierte
en la mente del etnógrafo inmediatamente en un creyente. Es falso, aunque este
hombre lo crea y al menos el etnógrafo juzga que él cree en ello, si no lo
creyera, no lo diría. Dan Sperber tiene esta historia: “Estaba con los Dorze de Etiopía meridional estudiando su simbolismo, la
gente estaba explicando cómo cultivar los campos. Yo escuchaba con un oído, me
contaban que si la primera semilla no era sembrada por el jefe de familia la
cosecha sería mala. Enseguida lo registré” (Sperber 1974:15). Este “enseguida lo registré” marca el
disparador de un cambio: el error cometido, (el desacuerdo) compromete
inmediatamente el procedimiento para atribuir una creencia. Nada es más
valorativo que esta operación: la adscripción de una creencia a alguna persona
es función de un diagnostico valorativo del tipo “él está equivocado” (porque yo estoy en lo correcto). En segundo
lugar, consideremos lo siguiente: la aplicación del principio (valorativo) de
caridad, en ambos casos, ha permitido detectar una creencia, una diferencia a
ser registrada: tal vez ha de ser incorporada en el capí- tulo del simbolismo,
o ha de ser guardada en los anexos de la imaginación o de la leyenda. Sin duda
que si al interlocutor del etnógrafo no se le hubiera acreditado, por ejemplo,
la posesión de un cúmulo de representaciones mentales coherentes –relacionadas
con ovejas, pastura, árboles, autoridad y con el Rey Salomón– el etnógrafo no
podría haber identificado, en el límite de la trama de las creencias de su
informante, su creencia en la relación entre el queso brucciu y el rey Salomón.
Un error sólo se advierte contra el fondo de la verdad, más presumida que
verificada. Pero, al mismo tiempo, miles de representaciones correctas,
coherentes y compartidas por el etnógrafo pasan a través de la trama. Los
acuerdos pasan inadvertidos, la diferencia se magnifica. El hecho de la
diferencia no sólo procede de un diagnóstico valorativo del error, sino también
de una selección valorativa que fluye drásticamente bajo la cobertura de lo que
sucede sin decirse de la semejanza y que fluye del decreto epistemológico de
pares cognitivos.
Diferencias y semejanzas
¿Cómo es
entonces que de la misma manera que “cuando
uno extraña a una persona, el mundo está vacío”, una pequeña diferencia nos
hace olvidar un océano de semejanzas? Hume indirectamente contesta esta
cuestión al hacer un comentario sobre la semejanza: “A pesar de que es necesario para todas las relaciones filosóficas no
produce necesariamente, consecuencias o asociación de ideas”. Sin duda, una
cualidad que es demasiado general –como el caso de las semejanzas– previene a
la mente de fijarse. En otras palabras, difícilmente le prestamos atención a
aquello que es esperado, predecible, familiar, convencional. El principio de
caridad interpretativa tiene la culpa por la falta de percepción. Podemos
preguntarnos si el procedimiento para asignar creencias y la operación mental
que resulta en el registro de una diferencia “genérica” no es de alguna manera más radical. En un interesante
trabajo que intenta demostrar que las cuestiones de filosofía moral no pueden
reducirse a una psicología científica, Ruwen Ogien (1993) recuerda la hipótesis
formulada por Gilbert Ryle, para quien, sólo en circunstancias anormales –la
percepción de un error, un fracaso, una peculiaridad, una imperfección, un
delito o aun algo más simple a mi mente como una singularidad– se nos permite
habitar en la vida interior de otras personas. A menudo, no las notamos, no
asignamos una creencia a alguien que manifiesta una verdad (pensar como uno);
no me detengo en las intenciones de alguien que actúa normalmente (con los
parámetros de uno); no diagnosticamos adhesión a un sistema de valores u
obediencia a una regla internalizada de alguien que se comporta semejante a
nosotros. Se deduce, entonces, que decir que alguien que tiene intenciones o
creencias, que prefiere esto o detesta aquello, que se somete a una norma, que
tiene una o muchas ideas en su cabeza, no es describir sino valorizar. La
diferencia entre él y yo no está fundada, está reconstruida con la ayuda de un
juicio, a menudo subrepticio y, es valorativa. Imaginémonos un grupo de
antropólogos sociales cenando en un restaurante. Por razones de conveniencia o
de economía escogen el menú ejecutivo. El plato principal es novillo asado,
diecinueve están de acuerdo, pero uno, a quien llamaré Roger, exclama, “Carne para mí esta noche no, yo ordeno a la
carta”. Puede suponerse que todos los demás inmediatamente descubrirán, o
más probablemente volverán a notar, que Roger tiene una vida interior y le
adscribirán un estado mental: que no le gusta la carne, que no desea consumir
hormonas que pudieran haber alimentado al ternero, que es vegetariano, o que es
simple extravagancia. A la inversa, ninguno entre los carnívoros (como Roger
podría llamarlos, a pesar de que ellos no se identifiquen así) pensaría en
adscribir al colega que pidió el menú ejecutivo, una actitud proposicional. A
pesar de que la oración “Roger no come
carne” no contiene termino axiológico alguno, toda ella es valorativa.
La imagen frutal
No
sostengo que la práctica etnográfica esté completamente sujeta a las
condiciones de evaluación de la psicología. Pero estas condiciones sí se
aplican totalmente a la manipulación social de diferencias culturales. Pensemos
por ejemplo en el énfasis –como una diferencia crucial– del uso del velo islámico
por colegialas francesas y del olvido de todo lo que las asemeja a sus vecinas
que no usan velo. Me gustaría sacar algunas conclusiones. Primero: las culturas
son menos diferentes entre sí de lo que la etnografía sugiere; segundo: las
elecciones que hacen los etnó- grafos para enfatizar las diferencias más que
las semejanzas no son sólo el resultado de un acuerdo intelectual; tercero:
existe una razón, aunque no la única, de por qué el programa propuesto para la
Antropología –examinar la variabilidad de la experiencia humana– está menos
avanzado que el de la Etnografía –registrar las variaciones de la experiencia
humana–, porque al examinar la variabilidad de la experiencia humana requerimos
tener interés tanto en las semejanzas como en las diferencias. El etnógrafo, desde
este punto de vista, no es el auxiliar ideal del antropólogo. Pero ¿puede
cambiar un antropólogo?, tal vez sólo cambiando de trabajo. Cuarto: en tanto
que los hechos etnográficos están imbuidos de valores, las diferencias
culturales privilegiadas y registradas por el etnógrafo no son y no pueden ser
datos objetivos que la Antropología puede necesitar para tornarse objetiva en
la misma forma que la física, siempre y cuando fuera ésa su intención. Quinto:
reconocer la inseparabilidad entre hecho y valor no nos obliga, tal como
Bouveresse sostiene para un contexto más general, transferir la subjetividad de
los valores a los hechos, ni asignar a los valores la supuesta objetividad de
los hechos. Debemos aceptar con modestia que los hechos en su relación con los
valores no son como el carozo de una palta con su carne: algo separable. Los
hechos son a los valores o los valores a los hechos como la yema a la clara una
vez batido el huevo. O dicho de otro modo, la valorización es parte de los
hechos de la misma manera que el azúcar es parte del gusto de una fruta.
Traducción: Mauricio F. Boivin
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——— 1974. Le savoir des anthropologues: trois essais, París, Hermann, 1982
[1] En Anthropology Today, Vol.12, N 1,
February 1996, pp. 7-11. Gérard
Lenclud es Director de Investigación del Centro Nacional de la Investigación
Científica, París, y miembro del Laboratorio de Antropología Social. Ha
realizado investigaciones en Córcega. Sus últimas publicaciones tienen que ver
con la epistemología de la antropología y con el significado antropológico del
conocimiento histórico.
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