& KROTZ: UTOPIA, ASOMBRO, ALTERIDAD...
Los filósofos tienen que
ver más con esto que la ciencia verdadera u oculta; desde Platón el asombro les
es hecho consumado o comienzo: ¿pero cuántos habrán conservado en cuanto a esto
el señalamiento inicial? Casi nadie ha mantenido el asombro cuestionante más
allá de la primera contestación; nadie ha medido los “problemas” concretamente
aparecidos de manera constante con la medida de este asombro o los ha concebido
como sus refractaciones o transformaciones. Y más difícil todavía resultó
percibir en el asombro no solamente la interrogante, sino también el lenguaje
de una contestación, el “asombro propio” consonante, el “estado final”
fermentante en las cosas. (Ernst Bloch, Spuren)
I. LA GÉNESIS OLVIDADA
La constitución de la
antropología en el siglo XIX como disciplina científica es un proceso que pasa
del establecimiento de sociedades antropológicas y etnológicas y la
conformación de redes de comunicación entre investigadores interesados en esta
temática hacia el reconocimiento cada vez más generalizado de la existencia de
un campo propio de fenómenos y, posteriormente, de una determinada manera de
abordarlos, hasta desembocar en el reconocimiento social de la existencia de
una nueva disciplina científica; este reconocimiento social se manifiesta, ante
todo, en la creación de un sistema particular de reclutamiento y entrenamiento
de profesionales de la disciplina y de reproducción del conocimiento mismo por
medio de cátedras y carreras universitarias. Este proceso, sin embargo, se
presenta a los practicantes posteriores de la nueva disciplina –y, de modo
general, a todos quienes se ocupan de la temática socio-antropológica– como
evento momentáneo en el tiempo, como un evento que opera como línea divisoria entre
dos campos: el de la ciencia y el de sus antecedentes.
Thomas Kuhn ha aclarado
convincentemente por qué en las ciencias naturales los libros de texto,
indicadores y bases para la reproducción ampliada de una disciplina científica
consolidada, suelen prescindir de la exposición genética de su saber. En el
mejor de los casos estas obras contienen una pequeña introducción o un apéndice
en cuyas páginas se describe una colección de opiniones que a lo largo de la
historia escrita pueden encontrarse acerca de la problemática del campo
científico de referencia. Algunas de estas opiniones son interesantes por
curiosas, otras parecen ser muestra de una inexplicable intuición de
generaciones pasadas, otras más son simplemente abstrusas. Lo que todas tienen
en común es su carácter de pieza de museo, el ser completamente inservibles
para el quehacer científico actual. Las ciencias antropológicas ofrecen un
cuadro semejante. A menudo, cursos universitarios que se ocupan de la evolución
del pensamiento antropológico solamente se imparten o encuentran interés a
partir de los fundadores decimonónicos de la disciplina y muchas veces interés
y conocimiento se mueven únicamente sobre la base de publicaciones posteriores
a la primera guerra mundial. En cualquiera de los casos, todo lo anterior –para
decirlo con más precisión: todas las obras escritas en los milenios anteriores
de cultura occidental– adquiere el dudoso status de “antecedente” o
“precursor”; su relación con la antropología científica se asemeja a la que
guarda la experimentación de un alquimista medieval con el trabajo de un
químico contemporáneo. Es decir, la oposición ciencia—no ciencia opera en un
sentido de sustitución definitiva y total: la antropología como ciencia ha
reemplazado todas las (falsas) ideas anteriores. Naturalmente, esta concepción
no es nada nueva. Ya se encuentra en forma marcada entre los mismos
antropólogos en trance de constitución del siglo pasado. Los esquemas bipolares
de Bachofen, Maine, Morgan y Spencer, para mencionar únicamente algunos de los
más conocidos, y su convicción de que sólo miembros de las sociedades más
evolucionadas de su tiempo pudieron realizar la creación de conocimientos
antropológicos científicos propiamente dichos, se conjugaron para ello. Es,
ciertamente, una ironía de la historia de Occidente que su juicio despectivo
acerca de las llamadas especulaciones de autores anteriores haya sido repetido
con respecto a ellos en los comienzos de la antropología del siglo XX, tildando
sus esfuerzos de “especulaciones pseudohistóricas”. La consolidación de las
ciencias antropológicas como disciplina científica –es decir, el reconocimiento
social de un campo de conocimiento que merecía este estatuto– fue, pues, sólo
en parte el resultado del proceso “interno” entre investigadores dedicados a
este conocimiento. Fue también obra –y expresión a la vez– de la creciente
división social del trabajo y, en particular, de la división social de
producción de conocimientos. Pocos han dudado de lo benéficos que resultaron
estos procesos para la antropología, ante todo en cuanto a la sistematización
del conocimiento y del entrenamiento de sus practicantes como base confiable
para la reproducción ampliada de los materiales empíricos y la reflexión
teórica. Otros resultados, en cambio, apenas han recibido atención, y su
valoración parece menos clara. Entre ellos se encuentra, ante todo, el efecto
epistemológico-teórico del corte entre los conocimientos precientífico y
científico y la equiparación del primero con el simplemente no científico. La negación
del carácter procesual de la constitución de la antropología como ciencia y la
eliminación de sus ahora llamados “antecedentes” del campo del quehacer
científico llevaron conjuntamente al opacamiento prácticamente completo de las
condiciones internas y externas de este proceso de constitución. Como en todo
proceso de producción, sin embargo, también en éste sus condiciones generales y
específicas obraron, de alguna manera, como elementos constitutivos del
conocimiento producido mismo, es decir, no sólo del proceso sino también de su
resultado. Su oscurecimiento no las eliminó y han seguido presentes, en forma
más abierta unas, más reprimida otras, bajo la forma de su impugnación
implícita otras más. Pero sí impidió que fueran explícitamente asumidas o al
menos discutidas. Así, por ejemplo, la discusión entre una de las corrientes
más influyentes en el pensamiento y los movimientos sociales europeos del siglo
pasado, la utopía, y las ciencias antropológicas nacientes simplemente no
existe, aunque en verdad hay múltiples relaciones entre ellas y justamente en
términos constitutivos.
La pregunta antropológica nace del encuentro: el encuentro entre pueblos, culturas, épocas. Siempre los ha habido y por ello siempre ha habido antropología, siempre ha habido la pregunta antropológica, aunque en diversas formas y, desde luego, con respuestas más diversas aún. A. Palerm ha elaborado todo un compendio de estos encuentros y de estas preguntas (1974). C. Lévi-Strauss (1975: 18) ha señalado el encuentro entre Europa y América como el origen de la antropología europea. La pregunta que diera paso al evolucionismo decimonónico es una de estas preguntas también, formulada en relación tanto con la discusión creacionista y de modelos evolutivos contrapuestos como con la expansión colonial de Europa con respecto a África y Asia y de Estados Unidos y Rusia con respecto a las regiones todavía no penetradas de sus propios territorios, así como también en relación con los orígenes históricos de los estados nacionales bajo cuya forma se consolidaban las nuevas clases fundamentales del capitalismo industrial. Así, las dimensiones espacial y temporal de una pregunta antropológica se combinan en el contexto de una creciente centralización de poder y de riqueza en todos los niveles y, naturalmente, la respuesta antropológica refleja la situación del nuevo dominio. Pregunta y respuesta se formulan en torno y a partir de uno solo de los dos polos del encuentro y se presentan investidos de la autoridad que le confiere el discurso calificado de científico. Ésta, recién obtenida, opaca la calidad del conocimiento como parte de la conciencia –“Efecto específico de la complejidad organizada”, como la definiera mucho más tarde, pero también en términos evolucionistas, Teilhard de Chardin (1975: 304)–, invalidando definitivamente todas sus elaboraciones anteriores. Su éxito es tal que, hasta el último tercio del siglo siguiente, el nuestro, tradiciones basadas en elaboraciones anteriores surgen nuevamente como legítimos intentos de pregunta y elemento de respuesta antropológica, aunque la antropología marxista todavía no haya reconocido adecuadamente sus propios orígenes y las implicaciones teóricas y epistemológicas de éstos. Por todo esto, la indagación de la historia de la antropología no puede concebirse como la descripción de planas secuencias cronológicas o la elaboración de genealogías justificadoras. La historia de la ciencia forma parte de la teoría de la ciencia; la historia de la antropología –no solamente a partir de su constitución como disciplina científica– es parte de su metateoría. En particular el análisis de este proceso de constitución permite –por ejemplo, en una distinción más precisa de ciertas connotaciones de las denotaciones que la que les fue posible a los antropólogos decimonónicos, ya que siempre la distancia de un contexto sociohistórico libera de algunos de sus condicionamientos cognoscitivos– reconocer, en su juego dialéctico de ocultamiento y desplazamiento, represión, reacción e inversión algunos de los elementos constitutivos del problema antropológico y, por ende, de la antropología contemporánea que, además, sigue definiéndose en gran parte con respecto al evolucionismo decimonónico.
II. EL ASOMBRO SE EXTINGUE
Aristóteles sostenía que
“lo que originariamente impulsó a los hombres hacia las primeras
investigaciones fue el asombro” (citado por Geymonat, 1961: 9). Esta afirmación
no tiene por qué implicar una posición empirista, ya que “no hay que olvidar
que lo real no tiene nunca la iniciativa, puesto que sólo puede responder si se
le interroga” (Bourdieu y otros, 1975: 55). Es decir, el asombro surge
autónomamente de la realidad observable y observada, no se imprime en la mente
vacía del observador. El asombro se funda, ontológicamente hablando, en la
dialéctica entre identidad y diferencia, movimiento en el cual dos polos
opuestos se complementan, en el sentido de que uno no puede ser sin el otro. El
asombro es, históricamente hablando, el momento repetido y siempre único del
proceso cognoscitivo. Parafraseando a K. Kosik puede decirse que el asombro es
el “punto de partida de la investigación [que] debe ser... idéntico al
resultado” (1976: 48). Así, hablar del asombro es hablar de una cualidad de la
relación entre las cosas y su conciencia. En el caso de las ciencias del hombre
y de la sociedad, en el caso de la antropología, el asombro se relaciona con y
se explicita en la categoría de la alteridad.
La alteridad –precisamente como
categoría y no como concepto– es constitutiva para el trabajo antropológico. Su
uso, su reconocimiento, su comprensión, implican siempre un conocimiento de lo
propio, ante cuyo horizonte solamente lo otro puede ser concebido como otro.
Justamente en vista del peso que tuvo la demostración darwiniana para las
ciencias sociales decimonónicas y, más todavía, para sus historiógrafos, hay
que recordar que “cuando pensamos las ciencias sociales solamente como
‘parientes pobres’ de las ciencias naturales, nos olvidamos de que un cierto
conocimiento primario [insight] del orden social fue anterior al de la
naturaleza. Todo pueblo primitivo ve la naturaleza a través de la analogía con
su organización social. La ciencia natural empezó cuando leyes tales como las
que implicaban gobiernos y tribunales fueron proyectadas sobre la naturaleza”
(Beck, 1968: 81). Es decir, si la afirmación aristotélica sobre el origen –en
el sentido doble de comienzo cronológico y fundamento condicionante– del
esfuerzo cognoscitivo es válida para alguna ciencia, entonces lo es para el
caso de la antropología. Pueden revisarse todos los pensadores que han dejado
huellas reconocibles en la tradición occidental y que de un modo u otro pueden
y suelen ser considerados como precursores de la antropología científica y
encontrar en la obra de cada uno de ellos la alteridad reconocida como piedra
angular de sus investigaciones y de sus construcciones teóricas. Del mismo
Aristóteles se cuenta que recopiló como base de sus estudios políticos 158
constituciones de estados y ciudades tanto griegos como extranjeros para
compararlas con la de Atenas y elaborar proposiciones para su mejoramiento
(Touchard, 1975: 45). La atracción sentida por el orden social y político de
los espartanos y el rechazo a la vida de los pueblos bárbaros y el despotismo
persa habían sido, pocos años antes, motivo para que su maestro Platón
enjuiciara severamente el ordenamiento de la sociedad propia y de los demás
pueblos griegos y esbozara una opción radical a la situación existente. De los
viajeros y los historiadores, los misioneros y los administradores coloniales,
los comerciantes y hasta los militares han salido durante siglos y siglos
quienes, a partir del reconocimiento de la alteridad, han utilizado los
materiales etnográficos de muchos lugares y de muchas épocas para penetrar la
esencia del orden social, del ajeno y del propio. El llamado descubrimiento de
América, por ejemplo, sólo se volvió relevante a partir del reconocimiento
pleno de la imposibilidad de su comprensión en términos de los conocimientos
geográficos, históricos, antropológicos, etc., dominantes en la época. Como
resultado de un proceso lento y sinuoso se impuso finalmente la categoría de la
alteridad y así se abrió el camino hacia una comprensión más amplia y más
profunda del orden y de la evolución sociocultural de la humanidad, de las sociedades
diferentes de la propia y de la propia sociedad. Alejo Carpentier (1979) ha
evocado el sueño de la alteridad que precedió a su reconocimiento pleno en el
caso de América. Ello lleva a recordar que uno de los intentos “precientíficos”
del análisis socioantropológico occidental está constituido por la tradición
utópica de la que los nombres y las obras escritas y no escritas de Platón,
Moro, Campanella, Owen, Cabet y Weitling son sólo algunos pocos de sus más
conocidos representantes. Los elementos fantásticos, el lenguaje de otras
épocas, las imágenes a veces grotescas y el significado de irrealidad por
antonomasia que en el habla común ha adquirido el vocablo “utópico” han
contribuido a ocultar la calidad analítica de las utopías de todo tipo, también
de las llamadas utopías sociales. Pero la consideración atenta y no prejuzgada
la descubre con claridad. La sociedad soñada, primero distante en el espacio,
luego lejana en el tiempo y finalmente convertida en proyecto a corto plazo es
la que descubre a la sociedad propia como la otra: distinta, es más opuesta a
un orden social acorde con las necesidades y las aspiraciones más esenciales,
más humanas de los seres humanos. La contraposición de las imágenes hace ver
hasta el día de hoy en los escritos utópicos el descubrimiento incipiente,
verdaderamente germinal y no pocas veces profundamente acertado, de los
mecanismos y estructuras básicos de la organización social Aunque es
particularmente en el siglo XIX cuando se hace patente el entrelazamiento entre
utopía y ciencias sociales nacientes, ya en el caso de Moro puede ser
descubierto, por ejemplo en la interrelación de las fuentes de la pregunta
antropológica y las de la utopía: quien expone la situación de la isla Utopía
es un marinero portugués que supuestamente participó en los viajes de Amerigo
Vespucci, quedándose al término del último en una parte no especificada del
Nuevo Mundo, de donde realizó sus exploraciones que finalmente lo llevaron a la
sociedad fundada por el rey Utopos, “no sólo la mejor, sino la única digna, a
justo título, de tal nombre” (en Krotz, 1980: 44). En este contexto la mención
de El arpa y la sombra (A. Carpentier. 1978) puede servir también para rememorar el hecho de que
todas estas utopías sociales y sus autores estaban profundamente compenetrados
en las creencias, reflexiones y esperanzas de amplios sectores de sus
conciudadanos, la mayoría iletrados, a las que sus obras, de alguna manera,
dieron voz. Siegfried Nadel ha reconocido cómo “la extrañeza de las culturas
primitivas, su independencia respecto de nuestra civilización, fueron
vigorosamente sentidas por los primeros antropólogos” (1974: 15-16),
refiriéndose específicamente a Maine y Morgan y haciendo alusión incluso a
Kroeber. El asombro ante lo multiforme y lo diverso de los pueblos salvajes y
bárbaros de su época y el problema de la alteridad de los propios antecedentes
de este tipo, representados para muchos todavía bajo la forma de los sectores
campesinos, siguieron alimentando en el siglo pasado la pregunta antropológica,
aunque ésta recibiera un trato cada vez más especializado por parte de una
comunidad científica en trance de constitución. Parece, sin embargo, que el
proceso de “paradigmatización” de las ciencias antropológicas, en particular el
mencionado paso por la línea divisoria no ciencia-ciencia, ha sido acompañado
por una especie de “desmitificación” de esta pregunta y del asombro que le
había dado origen. Ello significaba, consecuentemente, un cambio en la valencia
de las categorías de la alteridad y, por ende, una inversión de la pregunta
antropológica. Así, la creciente importancia que los antropólogos decimonónicos
confirieron al estudio de mitos y símbolos, rituales y creencias de las
civilizaciones antiguas y de los pueblos primitivos aparece ya sólo como eco
lejano de la pregunta antropológica original y como un resultado de la
alteridad invertida.
III. LA UTOPÍA ELIMINADA
La presuposición fundamental que
había impulsado la pregunta antropológica seguía presente en la antropología
evolucionista, pero con la modificación a la que se acaba de aludir. La
categoría de la alteridad se expresaba en el reconocimiento de la llamada
unidad psíquica de la humanidad, es decir, la aceptación de una misma esencia
humana para civilizados, bárbaros y salvajes, para antepasados primitivos y
cultos contemporáneos. Esto permitía, sobre la base de este reconocimiento, un
trabajo ordenador del vasto material etnográfico que elaboraba precisamente las
diferencias entre los pueblos. Este ordenamiento, empero, no mantenía la
tensión dialéctica de la alteridad, sino que transfiguró lo diverso en
convergente. Así, la civilización –unitaria, genérica e industrial– fue
establecida como negación del salvajismo y de la barbarie, englobando la
multiformidad de los grupos sociales correspondientes bajo el aspecto
igualmente genérico de la no civilización. Es de sobra conocida –y a menudo
indebidamente simplificada– la relación de la antropología decimonónica con los
contextos sociopolíticos y cultural-intelectuales del Primer Mundo de aquel
siglo: el avance de la organización de las sociedades industriales sobre la
base de las dos nuevas clases fundamentales, la consolidación de los estados
nacionales, homogeneizadores de grupos sociales, etnias y regiones, y
justificadores del nuevo orden, la repartición colonial de los continentes
entre las naciones consideradas como las más avanzadas en todo sentido,
representantes e integrantes exclusivos de la civilización, la emancipación
definitiva de las ciencias naturales del tutelaje religioso y metafísico, la
generalización de un único modelo de conocimiento científico (orientado
finalmente hacia la biología) que fue acompañada por la creciente
compartimentación de sus disciplinas. Ubicar la antropología y a los
antropólogos de tipo evolucionista en el contexto de su época y de sus
sociedades no significa, naturalmente, concebirlos como simples voceros o
legitimadores del proyecto burgués del industrialismo decimonónico. Aunque las
obras de estos autores ofrezcan probablemente mejores posibilidades que las de
corrientes posteriores para ahondar en los procesos propios del conocimiento de
la relación entre ciencia e ideología, éstos no suelen problematizarse lo
suficiente; ello lleva, con frecuencia, a afirmaciones completamente infundadas
y equivocadas ya sólo por su simplismo. La consecuencia de tales simplismos no
deja de ser curiosa: conduce a un análisis fundamentalmente sincrónico de la
antropología naciente. Por decirlo de otro modo: se caracteriza por una
subvaloración del momento genético, hecho que suele ser señalado comúnmente
como uno de los mecanismos del discurso ideológico. Pero justamente de esta
dimensión se está tratando aquí: la antropología científica del siglo XIX como
proceso que elimina de su interior a partir de cierto momento –el de su
reconocimiento social como disciplina científica– su génesis, ostentándose a
partir de entonces como digno representante del modelo dominante de generación
de conocimientos válidos. La brecha así establecida entre la ciencia
antropológica y sus antecedentes corresponde, en cierto modo, a la separación
del condicionamiento sociohistórico del esfuerzo científico de su proceso y sus
resultados. El señalamiento de esta segunda separación, sin embargo, ha
ocultado con mucha frecuencia la primera.
Indudablemente, la ampliación y
formalización sin precedente del sistema educativo general –siempre de carácter
eminentemente nacional– en todos sus niveles (incluyendo a las universidades)
ha tenido una importancia todavía poco investigada para que la
“paradigmatización” de las ciencias sociales se haya efectuado de este modo. La
antropología evolucionista consolidada y reconocida optó, pues, por una
comprensión específica de la categoría de la alteridad. Civilización,
racionalidad industrial y occidental se convirtieron en la medida de todo lo
demás –al grado de utilizar con preferencia una terminología fundamentalmente
negativa para su descripción: los no occidentales, los no civilizados, los
extemporáneos–. La necesidad del aislamiento tribal de los “otros” para poder
estudiar la evolución independiente se combinaba así fatalmente con la
necesidad de ubicarlos en etapas evolutivas generales, resultando en la
afirmación circular de la sociedad propia, la sociedad del antropólogo en
cuestión, como parámetro de evaluación de todas las demás. “Suprimir la
diversidad de las culturas sin dejar de fingir que se la reconoce plenamente”;
así ha caracterizado Lévi–Strauss (1979: 310) esta manera específica de ubicar
la alteridad antropológica. Este “falso evolucionismo” (ibid.) disolvió la tensión
inherente a la categoría de la alteridad a favor de una plana contraposición de
dos polos, donde un género de sociedades se definió en términos de lo que le
falta del segundo, pero no viceversa. Esto se pone de relieve nítidamente en la
manera como la antropología evolucionista se dedica a fundamentar la metáfora
formulada por Herder, y retomada por autores tan disímiles como Hegel, Marx y
Freud, según la cual la filogenia cultural recapitula con necesidad biológica
la ontogenia fisiológica: el primitivo como niño. Éste es el veredictum de las
ciencias antropológicas, éste es el código organizador de su universo empírico,
código investido ahora de autoridad científica y definitiva. Aquí, finalmente,
el enjuiciamiento utópico en cualquiera de sus formas ha quedado eliminado. La
ciencia antropológica no sólo no cree necesitar de sus orígenes, de la pregunta
antropológica original, sino también carece de la posibilidad de recuperarlos
al descalificarlos para siempre como no científicos, no relevantes para y en el
proceso de conocimiento científico. De manera concomitante, el asombro se
pierde cada vez más: degenera en mera curiosidad por lo extraño y lo grotesco,
es inseparable del juicio de antemano al cual corresponden los prejuicios de
los públicos lectores más amplios de las obras antropológicas. Naturalmente,
aquí se está hablando solamente de la tendencia general tanto en relación con
los antropólogos de tipo evolucionista como en relación con el conjunto de
obras de cada uno de ellos. Es tendencia general en ambos casos, no
característica absoluta y férrea. Hay huellas de la pregunta antropológica,
ecos utópicos en no pocos de ellos, aunque a veces sea difícil señalarlos por
su ambigüedad y porque se ocultan cada vez más por la forma “científica” que en
forma creciente adoptan el trabajo antropológico de gabinete y los resultados
publicados de las investigaciones académicas. ¿Pero no podrían contarse entre
tales “ecos” la demostración de Maine sobre la existencia de un orden no
caótico e inteligible entre los pueblos primitivos, los intentos
antidegeneracionistas de experimentar con sentido la tecnología primitiva en su
propio contexto industrializado por parte de Tylor, la insistencia de Spencer
en la vinculación necesaria, en análisis y praxis, entre relaciones
sociopolíticas internas y con las colonias, la visión de Morgan acerca de un
futuro que retomará rasgos centrales del orden social antiguo, la historia del
mundo biológico y social antiliberalista de Kropotkin, por mencionar solamente
algunos ejemplos? El reconocimiento de estos “ecos” es necesario, justamente
para comprender la formación de la teoría antropológica como proceso, como
fenómeno dialógico–dialéctico en el tiempo (aunque no conozca cabalmente a sus
propios interlocutores utópicos) y no como secuencia mecánica de obras,
autores, corrientes. Pero es necesario, ante todo, para comprender la
posibilidad de su transformación a partir de la crítica. Ello no quita, sin
embargo, la característica predominante de la antropología de este tiempo que
es importante captar con toda precisión porque la mayor parte de la
antropología posterior se define, de una manera u otra, por su relación con el
evolucionismo decimonónico.
IV. LA HISTORIA COMO TEORÍA
En todo lo anterior se ha
insistido en la importancia de revisar críticamente y de aprovechar de modo
consecuente la historia de las ciencias antropológicas, su génesis, en términos
de una teoría de las ciencias antropológicas. Se ha insistido también en que
una crítica del evolucionismo desde una teoría de la ideología corre el peligro
de volverse ideológica por olvidar esta dimensión evolutiva del conocimiento
antropológico mismo que es, ante todo, proceso. Este enfoque no impide ni
vuelve innecesario, sino que complementa, el análisis de una cierta correspondencia
entre los intereses de la burguesía industrial y la investigación antropológica
de aquella época.
La supresión del carácter
procesual del conocimiento y el opacamiento ideológico de su génesis, su
análisis como resultado de ciertas condiciones sociales de un momento histórico
dado y sin considerarlo también resultado de pensamiento e investigación
anteriores, haría caer a la historiografía de la ciencia antropológica burguesa
del siglo XIX en el mismo error de perspectiva en que incurrió la misma
burguesía decimonónica cuando se definía cada vez más exclusivamente por la
oposición a los demás sectores sociales y se negaba cada vez más a recordar su
proceso de nacimiento. Tuvo que hacerlo, ya que "las tres palabras,
libertad, igualdad, fraternidad, señalaban ... una dirección de un estar
despegado que une a los hombres finalmente a sí mismos, a su esencia
desarrollable... Pero se mostraba también que en ellas mismas y entre ellas no
todo estaba afinado; están llenas de ambigüedades. El uso que la burguesía ha
hecho de ellas y al que han servido no ha pasado sin dejarle sus huellas. Su
resplandor se ha dividido: pestañea como el ojo de un encubridor; brilla como
la luz de 1789" (Bloch, 1975:176). Separados entre sí estaban también los
dos polos inherentes a la alteridad, proporcionando así una base para su
enfrentamiento directo, no dialécticamente articulado, en fin, para la
subsunción de uno a otro.
La antropología del siglo XIX, no
obstante los ecos utópicos que contiene, es ejemplo de este olvido y de que
"no se había podido abusar de las tres palabras, si de antemano todo
hubiera sido claro entre ellas" (ibid.). La antropología evolucionista
representa uno de los ejemplos más llamativos de la transfiguración del
concepto de fraternidad: gran parte de su esfuerzo estaba destinado a cimentar
la convicción de la igualdad esencial de todos los seres humanos, consideración
que no poco tuvo que ver con los movimientos antiesclavistas. Pero la
aceptación de la fraternidad se basaba finalmente sobre la igualdad abstracta y
fundamentó así una nueva relación entre señores y siervos: humanos ambos, pero
cada quien en su lugar.
Sin embargo, hay que repetir que
aquí no está en discusión el aprovechamiento de la investigación antropológica
en función de la legitimación del colonialismo. No lo está, pues, el problema
de la antropología aplicada, sino el de la teoría de la antropología. El tema
es un determinado aspecto de la configuración específica de la antropología
decimonónica a la que toda la producción antropológica del siglo XX, al menos
de su primera mitad, se refiere, incorporando de manera inconsciente muchas de
sus premisas, aunque explícitamente se oponga de modo vehemente al paradigma
evolucionista.
"Todo sistema de
pensamiento —ha tratado de demostrar G. Devereux— nace... a manera de
defensa contra la angustia y la desorientación" (1977:44; véase
también 58 ss). Berger y Luckmann, por su parte, han identificado el proceso
del conocimiento con la elaboración de sistemas clasificatorios que ordenan el
caos de las percepciones. Por ello, todo contacto cultural crea problemas de
legitimación entre las partes involucradas (1972: 139) y redunda en
demostraciones de superioridad frente a lo otro, a lo extraño. El evolucionismo
decimonónico deja ver con claridad esta característica del proceso cognoscitivo
en antropología —¿y no evoca en seguida su presencia en la reanudación
evolucionista, cuando L.A. White (1964) intenta superar precisamente el
subjetivismo decimonónico mediante la elaboración de criterios objetivos (en
parte por ser cuantificables) y formula su ley del desarrollo cultural en
términos de aprovechamiento energético por año y por cabeza justamente en
vísperas de Hiroshima y Nagasaki?
“El etnocentrismo es la
condición natural de la humanidad", ha afirmado I.M. Lewis (1976: 13).
La antropología decimonónica lo demuestra ante todo como elemento constitutivo
de su proceso cognoscitivo —y no tanto como problema de valores o de acción y
es difícil ver su superación en las corrientes que la impugnaban. Es decir, el
etnocentrismo no se revela primordialmente como problema de la relación entre
investigación antropológica y la utilización de sus resultados ni como problema
de la adscripción de clase, etnia o nación de sus practicantes. El análisis de
la categoría de la alteridad lo revela como elemento constitutivo del proceso
cognoscitivo, de un proceso, finalmente, que tiene una dinámica relativamente
propia que se prolonga bastante más allá de la vigencia del paradigma mismo. La
historia de la teoría antropológica se convierte así en parte integrante de la
teoría de la antropología.
La crisis de la antropología es,
actualmente, un hecho poco controvertido. En su comprobación se suelen mezclar
la lástima con el cinismo y para su superación parece disponerse a menudo sólo
de voluntarismo. Pocas veces se encuentra, en cambio, la reflexión sobre los
fundamentos socio-epistemológicos del conocimiento antropológico (y, como ya se
ha repetido varias veces, incluso donde la teoría de la ideología no ha
degenerado en un mero recurso retórico para la ridiculización de posiciones
opuestas, esta reflexión se ha limitado al estudio de las condicionantes
externas del proceso cognoscitivo mismo). El imperialismo cultural que se
extiende en nuestros países y que en la antropología se expresa por medio de
fenómenos tales como el surgimiento periódico de modas intelectuales
procedentes de los países industrializados y la frecuencia con que los
antropólogos realizan parte de sus estudios en estos países, la burocratización
de la investigación antropológica que convierte al antropólogo en recolector y
maquillador de datos empíricos, la ausencia generalizada de confrontación real
de los resultados al interior de la comunidad científica y con los informantes,
han sido factores que han contribuido eficazmente al subdesarrollo de esta
reflexión. La problemática de la categoría de la alteridad es solamente uno de
los tópicos centrales de esta reflexión que se propone aquí como tarea urgente
para aclarar y resolver la actual crisis de la producción de conocimientos
antropológicos.
Así como no es posible elaborar
una historia de la ciencia bajo un enfoque internalista, sino que se impone su
articulación con un adecuado enfoque externalista, aquí no se defiende tampoco
el diletantismo filosófico ni el ejercicio epistemológico como solución de la
crisis. Pero a partir del reconocimiento de una dinámica propia del proceso
cognoscitivo en antropología se hace necesaria la investigación precisamente de
su lógica interna, sus implicaciones, el condicionamiento de sus propios
resultados.
La teoría de la antropología
necesita de la teoría antropológica para su realización, pero no a modo de dato
histórico petrificado, sino a modo de su lugar de realización. Lo que hace
falta, pues, no es una nueva materia en los planes de estudio, mesas de
discusión adicionales en los congresos antropológicos, etc., sino el énfasis en
una dimensión teórica —para muchos nueva e inusitada— de la praxis de la
investigación antropológica.
V. HACIA EL ASOMBRO COMO ASOMBRO
MUTUO
En la ciencia antropológica
establecida, el lugar por excelencia de la pregunta antropológica es la praxis
de la investigación. Fiel a la tradición específica que esta ciencia representa
dentro del conjunto de las ciencias sociales, el componente más significativo
de esta praxis es el llamado trabajo de campo. Por ello es, en principio,
alentador que en los últimos años los diversos programas de estudio en México
han estado recuperando el trabajo de campo sistemático como elemento formativo
de primera importancia. Por ambos hechos, algunas consideraciones sobre la
investigación de campo proporcionan una buena oportunidad para relacionar los
elementos hasta ahora referidos como el quehacer cotidiano del antropólogo. En
muchas discusiones entre antropólogos acerca de las características adecuadas o
inadecuadas del trabajo de campo, se perfilan dos posiciones mutuamente
opuestas de las que una se formula ante el trasfondo de la caricatura de la
otra. Así, mientras que una concede importancia primordial a la realidad
empírica por observar y elabora sus categorías analíticas a partir de ésta para
ponerse a salvo de los peligros del idealismo deductivista, la otra parte de
esquemas analíticos de determinados autores y ve en su aplicación a los
fenómenos de la realidad observable la única posibilidad de escapar del
empirismo plano. Independientemente de consideraciones más amplias es obvio un
denominador común –o al menos un peligro– en ambas posiciones. Las dos “captan”
la realidad social en categorías cuya subjetividad –en el sentido de que son
inadecuadas a la realidad– no se cuestiona. La segunda posición difícilmente
puede obviar la distorsión de la realidad investigada por su encajonamiento en
el lecho de Procusto de los conceptos preconcebidos al cual en caso extremo
solamente servirán de ilustración. La primera posición, en cambio, difícilmente
puede asegurarse ante el peligro de encontrar en la realidad meramente los
reflejos de la propia organización mental y conceptual no explícita. Las dos
concepciones tienen en común que, de manera implícita o explícita, no conceden
valor de interrogante a la realidad observada, es decir, ambas posiciones
eliminan tendencialmente –la primera de hecho, que no de forma, la segunda de
manera expresa– el asombro como actitud del investigador, la alteridad como
elemento constitutivo de su análisis. Como se señaló claramente al comienzo de
la parte II de este ensayo, el discurso del asombro no significa en modo alguno
concederle prioridad cronológica o epistemológica a la realidad investigada. No
se trata de un asombro al que le correspondería, en un plano político, el
populismo –este asombro nuevamente eliminaría la tensión dialéctica inherente
al proceso cognoscitivo (y político). Más bien, este asombro partiría de una cierta
dimensión de incomprensibilidad e ininteligibilidad de lo otro en primera y en
ultima instancias; este asombro se plasmaría en la convicción de que “la
palabra sencilla es, por mucho, demasiado; la palabra más elevada, en cambio,
por mucho, demasiado poco...” (Bloch, 1973: 244). Todo ello fundamentado en
la calidad procesual tanto de la realidad social como de su conocimiento. De
modo congruente con esto, E. Bloch ha señalado en otro lugar que “la
ciencia, particularmente, cansa al asombro cuestionante, sin fondo, 'explica'
cómo surgió esto o lo otro, cómo aquél llega a ser nuevamente el otro...”
(1979: 216). Para el caso de las ciencias de la sociedad y de la cultura, el
problema de la relación entre conocimiento y asombro expresa su especificidad
en términos de la alteridad: sujeto y objeto son parcialmente idénticos –la
causa más profunda, además, de la afirmación sobre la imposibilidad de
concederle prioridad de algún tipo a uno de los dos. Esta identidad parcial
entre el estudioso y lo estudiado –dialéctica de identidad y diferencia–
significa de manera necesaria que el conocimiento de uno implica siempre ya el
del otro.
Para la investigación de campo en particular, sin embargo, vale que “quizá
la maldición de las ciencias del hombre sea la de ocuparse de un objeto que
habla” (Bourdieu et al., 1975: 57). G. Devereux ha ahondado en esta
problemática y señala que “probablemente la única diferencia de importancia
entre lo animado y lo inanimado es la conciencia, y entre el hombre y el
animal, la conciencia de su propia conciencia: el saber que uno sabe”
(1977: 49). La observación citada de Lévi–Strauss sobre los primeros contactos
entre europeos y americanos lleva a especificar y ampliar las presentes
consideraciones de que la insistencia en el asombro del antropólogo no debe
ocultar que se trata siempre de un asombro mutuo: el estudioso sobre los
estudiados, los estudiados sobre el estudioso. Cualquier antropólogo encontrará
en la memoria de sus trabajos de campo indicios suficientes para corroborar este
punto. En la investigación de campo el asombro mutuo –reconocido como tal– se
convierte, podría convertirse, en la base para la recuperación del asombro de
la pregunta antropológica original. De ser así, significaría que el
antropólogo, al estudiar la “otra” sociedad, recobraría el asombro sobre
sí mismo y sobre su propia sociedad. La antropología del siglo XIX, al tratar
de captar de manera sistemática el proceso evolutivo de la realidad social,
transformó la alteridad etnocéntricamente, suprimiendo así su componente
utópico. Pero justamente en la utopía se vislumbra lo más esencial del proceso
evolutivo, aquello que en imágenes siempre cambiantes aparecía como su
resultado deseado y posible: la felicidad como fin último del proceso social.
Para la antropología y los antropólogos actuales la reflexión profunda sobre la
categoría de la alteridad no solamente abriría una nueva dimensión en el
estudio de la historia de la teoría antropológica al tratar de recuperar por
medio de ésta los ecos de aquellas utopías que influyeron directamente sobre
sus primeras formulaciones y al identificar los elementos que llevaron
paulatinamente a su eliminación y que finalmente conformaron el marco
ampliamente aceptado del trabajo antropológico considerado como científico. Como
resultado más importante, esta reflexión abriría también una nueva dimensión de
la investigación empírica, que partiría y terminaría entonces con el asombro
sobre cuántas y tan diversas tentativas ha habido y sigue habiendo para
alcanzar esta felicidad que esboza el sueño utópico. Y también por ello su
investigación tendrá que comenzar con y desembocar en la ira
sobre cuántos y tan diversos mecanismos ha habido y sigue habiendo para impedir
su realización, tanto en la sociedad sobre la que se asombra el investigador
como en la sociedad sobre la que se asombran los estudiados.
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Esteban Krotz Utopía, Asombro, Alteridad:
consideraciones metateóricas acerca
de la investigación antropológica, en Estudios Sociológicos 14:
283–301, México, 1987
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