# IORAS / TRES MIRADAS SOBRE EL OTRO

Tres miradas sobre el Otro
El relato de viajes por el África en el siglo XIX


“Ésta podéis confiar en ello, mis oscuros amigos negros, es y ha sido siempre la Ley para vosotros y para todos los hombres: que los más simples de nosotros sean siervos de los más juiciosos. Y sólo penas y desengaños inútiles esperan a los unos y a los otros, hasta que todos ellos se sometan aproximadamente a esto mismo.”
Thomas Carlyle. Occasional Discourse on the Nigger Question. 1853

“...Tenemos que admitirlo que desde el comienzo los conocimientos, el capital y la energía de los europeos no han sido, ni nunca serán, gastados en desarrollar los recursos a riamos por razones puramente filantrópicas; que Europa esta en África por el beneficio mutuo de sus clases industriales y de las razas nativas en su progreso hacia un plano superior; que el beneficio puede ser recíproco, y que es el objetivo y deseo de administraciones civilizadas cumplir con este doble mandato.”
 Frederick Lugard, The Dual Mandate in British Tropical Africa. 1922

A pesar de que África no es un continente aislado, en los inicios del siglo XIX su realidad se limita, para los europeos, a la zona seca y la franja costera. Pero lo que permanece incognoscible desde hace mucho tiempo es la zona húmeda, esa región ecuatorial de clima cruel y fauna y flora hostiles, ferozmente reacia a los sucesivos intentos de exploración. A veces, la existencia de Estados fuertemente centralizados dificulta la penetración de los blancos; otras tantas, la excesiva atomización étnico-lingüística implica vencer dificultades gigantescas.
Estadísticas confiables arrojan un total de 25.000 blancos para todo el continente a fines del XVIII, la mayoría de ellos concentrados en las costas.[1]
Sin embargo, en poco más de cien años, casi todo el territorio africano estará repartido entre las potencias europeas.
En 1788 se reunió en Londres un grupo de notables con el objeto de formar una sociedad destinada a iniciar la exploración sistemática del interior de África, alentada por instituciones científicas.[2] Así pues, la African Association (como se la conoció) tenía un estricto carácter privado y las contribuciones de sus miembros cubrirían todos los gastos. Se decidió comenzar la exploración en la región del Níger, en lo que hoy son la República de Mali y Burkina Faso (el antiguo Alto Volta).
El nuevo explorador tampoco eludirá los clichés que circulan sobre África; más aún, los alimenta. La mayoría ve en África el reverso exacto (el espejo) de Occidente. Otros buscan allí su redención, escapando a los modelos rígidos de la misma sociedad de la que provienen. El imaginario europeo sindica al continente africano como tierra inaprehensible, gobernada por leyes al margen de la lógica; poblada por seres fabulosos. La indudable seducción viene salpicada con pinceladas de ese miedo que ocasiona lanzarse a la aventura, lo que ensalza (si cabe) todavía más a los viajeros: términos como “el continente misterioso” o “el África negra” son incorporados al habla cotidiana de los europeos.
Claro está que los conocimientos adquiridos trascendían la mera intención de lograr “una expansión del humano saber”, constituyéndose en un precioso capital de inversión. El relevamiento cartográfico de zonas ignotas era el primer paso, conducente a su explotación económica. Se esperaba, en consonancia con los ideales de la época, que tras las huellas de los exploradores, se asentara una laboriosa capa de colonos y comerciantes.
Es interesante señalar que en las actas de la African Association no se halla la más mínima mención a ningún tipo de intervención estatal, ni mucho menos alusiones a acciones de corte militar.
Las primeras empresas individuales fueron otros tantos fracasos, pero en el año 1795, el médico escocés Mungo Park (1771-1806) consiguió llegar hasta el Níger desde la desembocadura del Gambia y sentó las bases para exploraciones posteriores.
De su obra, Travels in The Interior Districts of Africa, publicada en Londres dos años después; libro al que la crítica calificó como “carente casi por completo de valor geográfico, político, estratégico o económico, pero dotado sin embargo de un gran valor antropológico, histórico de costumbres y luminoso de detalles”, extractamos los siguientes fragmentos:
Encontramos al monarca sentado en una estera y acompañado por dos cortesanos. Le repetí lo que ya le había dicho en relación con el objeto de mi viaje y las razones que tenía para atravesar su país. Pero él sólo parecía satisfecho a medias. La idea de viajar por pura curiosidad era totalmente nueva para él. Creía imposible, me dijo, que un hombre dotado de sentido común emprendiera tan peligroso viaje simplemente por tener una visión del país y de sus habitantes; sin embargo, cuando le propuse mostrarle el contenido de mi portamantas y todo cuanto me pertenecía, quedó convencido. Era evidente que sus sospechas provenían de la creencia de que todo hombre blanco es forzosamente comerciante.
Cuando le hice entrega de mis regalos, pareció encantado; lo que más le gustó fue la sombrilla, que abrió y cerró repetidas veces, con gran admiración suya y de sus dos asistentes, que tardaron algunos instantes en comprender para qué servía tan maravillosa máquina. Tras lo cual, me disponía a despedirme del rey cuando éste, deseando que me quedara aún un rato, inició un largo discurso en favor de los blancos, elogiando sus inmensas riquezas y su generosidad. A continuación hizo el elogio de mi chaqueta azul, cuyos botones amarillos parecían despertar particularmente su admiración; y concluyó por pedirme que se la regalara, asegurándome, para que me consolara de su pérdida, que se la pondría en todos los actos públicos y que informaría a cuantos la vieran de mi extremada liberalidad para con él.
La petición de un príncipe africano que está en sus propios dominios apenas difiere de una orden, sobre todo si se dirige a un extranjero. Es sólo una forma de obtener por las buenas lo que, si lo desea, puede lograr por las malas; y como en modo alguno me convenía ofenderle con una negativa, me quité tranquilamente la chaqueta, la única buena que poseía, y la puse a sus pies.
En recompensa por mi amabilidad, me hizo entrega de gran cantidad de provisiones y expresó el deseo de verme de nuevo a la mañana siguiente. Acudí pues según lo convenido y le encontré sentado en su lecho. Me dijo que estaba enfermo y que deseaba que le sacara un poco de sangre; pero, apenas había yo atado su brazo y sacado la lanceta, le abandonó el valor y me pidió que aplazara la operación hasta la tarde, -va que, me dijo, se sentía mucho mejor que antes, y me dio amablemente las gracias por la prontitud con que me había aprestado a servirle. Añadió que sus mujeres tenían grandes deseos de verme y me pidió que les hiciera el favor de visitarlas. [...] Sus mujeres eran entre diez y doce, la mayoría de ellas jóvenes y hermosas y con la cabeza cubierta de adornos de oro y cuentas de ámbar. Alegremente bromearon conmigo sobre varias cuestiones, particularmente en punto a la blancura de mi piel y a la prominencia de mi nariz, insistiendo en que ambas eran artificiales. Según ellas, la primera se debía a que cuando yo era niño me habían sumergido en leche y, en cuanto a la segunda, habían alargado mi nariz tirándome de ella todos los días hasta adquirir su actual conformación, tan insólita y antinatural.
Por mi parte, aun sin discutir tal deformidad, les hice un gran elogio de la belleza africana. Ensalcé el brillante color negro de su tez y el encantador achatamiento de su nariz; pero ellas replicaron que en Bondu se tenía en poco aprecio la adulación o, como ellas decían con énfasis, la “boca de miel”. Como recompensa por mi compañía o por mis cumplidos (a los que, dicho sea de paso, no eran tan insensibles como fingían ser), me regalaron un jarro de miel y algún pescado, que enviaron a mi vivienda. Al mismo tiempo se me pidió que fuera a ver de nuevo al rey poco después de la puesta del sol.
Al ir a verle, llevé conmigo algunas cuentas de collar y papel de escribir, dada la costumbre de hacer algunos pequeños regalos en el momento de despedirse. Por su parte, el rey me dio cinco dracmas de oro, indicando que era sólo una fruslería, ofrecida en señal de pura amistad, pero que me sería útil para comprar provisiones durante mi viaje. A esta muestra de amabilidad añadió otra aun más importante, diciéndome cortésmente que, aunque la costumbre era registrar el equipaje de todos los viajeros que pasaban por su país, me dispensaba de tal ceremonia, añadiendo que era libre de marcharme cuando gustase.”

Es preciso desglosar cuidadosamente este texto.
Mungo Park es un hombre formado intelectualmente en la Inglaterra de la segunda mitad del XVIII y por lo tanto partícipe del pensamiento de los “espíritus cultos” de su época. Esto lo coloca en una determinada posición frente a la cuestión de la alteridad, punto de vista que se advierte en diversos pasajes de su relato. Una de las formas que reviste el reconocimiento (y apropiación por vía de la categorización) del Otro, consiste en clasificarlo, en incluirlo en una taxonomía que nos sea familiar.'[3] Así, Park llama monarca; rey o príncipe, indistintamente a su interlocutor, el cual está acompañado por cortesanos que lo asisten. La descripción del carácter del jefe indígena no difiere de la que cualquier explorador hubiera bosquejado, pero es necesario destacar algunos puntos.
Existe un complicado mecanismo de negociación que Mungó Park conoce, aunque no totalmente. Sabe que es imprescindible, si pretende atravesar el territorio, hacer ciertas concesiones a su anfitrión; congraciarse con su entorno (en particular con sus mujeres) y adoptar una actitud respetuosa. El juego de los obsequios adquiere aquí una importancia fundamental. La sombrilla constituye un punto a su favor: esa maravillosa máquina lo coloca en un plano diferente y le permite deslizar un comentario, casi, casi como al pasar, que refleja el lugar que cada uno ocupa (debe ocupar) dentro del Orden.
Una vez superada aquella desconfianza inicial de la que hablan diversos autores[4]: “Era evidente que sus sospechas provenían de la creencia de que todo hombre blanco es forzosamente comerciante[5], nuestro viajero consigue entrar en la intimidad del poder, llegando incluso a estar a punto de actuar como improvisado médico.
La charla con las mujeres, y el subsiguiente intercambio de elogios, no deja de parecernos una fina muestra de cortesía, que apenas encubre el criterio etnocéntrico al que alude, más o menos, veladamente el relator: “les hice un gran elogio de la belleza africana...” .
Sin embargo, parece que en un punto Park es tomado desprevenido; “...hizo el elogio de mi chaqueta azul, cuyos botones amarillos parecían despertar particularmente su admiración; y concluyó por pedirme que se la regalara...” No obstante, el imprevisto no es tan grave; el europeo se apresura a complacer al indígena y obtiene, a cambio, indiscutibles ventajas. Aquí cabe preguntarnos algo: ¿ignoraba Park el atractivo que constituía su vistosa chaqueta para el rey? ¿O bien el evento fue cuidadosamente calculado? No lo sabremos nunca, pero la duda persiste...
Una vez leído el texto, nos queda la sensación de que el explorador ha mantenido la distancia social (y étnica) en todo momento, mostrándose como un fiel informante de ese mundo para sus compatriotas, dejando sentada la superioridad de los blancos sobre los Otros. En efecto, él es el que detenta el conocimiento, él representa el mundo “civilizado” en esos lugares desconocidos y salvajes, Casi exactamente un siglo después, corresponderá decirlo de manera “oficial”.[6]
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Justamente, un año antes de publicarse el libro de Lugard, que influiría perdurablemente en el manejo de las relaciones con el Otro colonial, se edita la obra de un viajero francés. Louis Gustave Binger (1856-1936) que a los 31 años es comisionado por sus superiores para emprender, en abril de 1887, la exploración de las tierras desde el Níger hasta el golfo de Guinea. Un trayecto de 4.000 km que iba a insumirle más de dos años. A consecuencias de este viaje, Binger publica Del Níger al golfo de Guinea por el país de Kong y el Mossi. En aquella época es partidario de una colonización marcadamente moderna, lo que le lleva a concluir su narración con esta nota: “pensamos que la intervención directa del Estado será siempre funesta...”. Nombrado Caballero de la Legión de Honor, se convierte en un héroe nacional. Poco después acepta dirigir la misión francesa de delimitación de la Costa de Marfil, donde ocupará el puesto de gobernador, comienzo de una exitosa carrera en la administración colonial francesa.
De su relato extractamos estos párrafos:

“En Sudán los jefes ejercen sobre sus súbditos un poder absoluto. Como los viajeros blancos les inspiran cierta des­con­fianza, cuando no están decididos de antemano a dejarles pasar, nunca entablan conversación con ellos. Aquí no es ése el caso, pues Iamory me concederá una entrevista. Pero, ¿lograré obtener su permiso para seguir mi camino? Me lo han pintado como un jefe despótico, que además de exigir un tributo de los comerciantes, les inflige todas clase de humilla­ciones.
Iamory es un hombre alto y apuesto, con cierto pare­cido con los mercaderes yolof. Lamentable­mente lo des­figura un poco el tatuaje de los mandé-dioula, que consiste en tres grandes cortes que par­ten de las sienes y las orejas y terminan en la comisura de los labios. 
Al llegar a una aldea o a la casa de un jefe al que se va a solicitar algo, hay que guardarse muy bien de manifestar de inmediato lo que se desea. Por urgente que sea la misión que uno tenga que cumplir, conviene expo­ner el asunto sólo al cabo de varias entrevistas.
Las primeras audiencias se dedican a los saludos y las expresiones de bienvenida, después vienen las aten­ciones re­cí­procas, el envío de presentes, etc.
A partir del segundo o tercer día, llegan emisarios del jefe a sondear hábilmente nuestras inten­ciones; es con­veniente ir descubriéndose gradualmente y limitarse a decir vagueda­des. Poco a poco el jefe empieza a com­prender lo que uno anda bus­cando, consulta con sus allegados e indaga cuál es la opinión pública, por lo que siempre es bueno congraciarse con algunos personajes influyentes y ga­narse su apoyo. Sólo más tarde, cuando ya se ha trazado una línea de conducta, el jefe interrogará al interesado, pero a menudo se trata de una mera for­malidad porque su decisión ya está tomada.
Pero Iamory es un hombre sumamente inteligente, y esos subterfugios no darían con él ningún re­sultado. Le expli­qué, pues, la finalidad de mi viaje. Se mostró muy interesado por mi relato y me pidió más informaciones sobre Francia y nuestra situación política en Europa. Me aseguró que sería bien re­cibido en todas partes.
Louis Gustave BingerDel Níger al golfo de Guinea
 Por el país de Kong y el Mossi (1892).

Han pasado los años y algunas cosas cambian, perfeccionándose. El explorador conoce mucho más acabadamente el ceremonial a seguir, cómo se tiene que encarar el asunto; a quiénes debe agradar; qué manos hay que untar. “...hay que guardarse muy bien de manifestar de inmediato lo que se desea. [...] Conviene exponer el asunto sólo al cabo de varias entrevistas.” Del otro lado se percibe, asimismo, una lectura atenta. Iamory, al que sus contemporáneos europeos admirarán luego por su desesperada resistencia ante la dominación colonial, intuye que los vaivenes de la política metropolitana van a repercutir sobre las áreas periféricas: “...y me pidió informaciones sobre Francia y nuestra situación política en Europa.”
Binger sabe que no valen los rodeos, considera a su interlocutor un hombre inteligente y lo trata como a un igual. Jamás le otorga los títulos que Mungo Park daba a su anfitrión, subrayando sólo los rumores que ha oído acerca de su pretendida crueldad. Únicamente se le escapa un comentario, relacionado con el arreglo personal del jefe.[7]
La situación internacional ha cambiado, África está “legalmente” dividida, de acuerdo a lo sancionado en el congreso de Berlín, dos años antes y los exploradores suelen constituir valiosas avanzadas en la carrera desatada por sus países para acrecentar sus esferas de influencia. Aún está fresca la hazaña de otro explorador al servicio de Francia, Pierre Savorgnan de Brazza, de origen italiano, quién ha logrado arrancar a uno de los jefes indígenas de la zona del Congo un tratado de “amistad”, por el cual el nativo puso sus territorios bajo la protección de Francia, llegando incluso a cederle al europeo un terreno en propiedad: futura ubicación de Brazzaville. Como contrapartida, los blancos le obsequiaron una bandera francesa...[8]

Y así llegamos al último texto, a la última de las visiones.

El alemán George Schweinfurth (1836-1925), que se hizo famoso en el ambiente por haber redescubierto a los pigmeos, nos ha dejado estas páginas, que si bien son algo anteriores a lo que acabamos de ver, aparecen en este orden con toda intención.

Mis relaciones con los aborígenes se fueron haciendo cada día más estrechas. Una multitud con­siderable rodeaba constantemente mi vivienda y se­guía con mirada ávida el menor de mis movimientos; las personas importantes llegaban incluso a hacerse traer asientos.
Al principio esas visitas me divertían. Las aco­gía con demostraciones de beneplá­cito, y me pei­naba y afeitaba a la vista de todos.
Por otra parte, nuestro asombro era recíproco, cada segundo me deparaba una nueva sor­presa. Pasaba gran parte del día haciendo croquis y tomando apuntes. Pero por más interesantes que fue­ran esas visitas, muy pronto comenzaron a importunarme. Al día siguiente de mi llegada, no tuve más remedio que ha­cer rodear mi tienda por un seto de espinas, pero ese obstáculo no arredró a la multitud; arrojé agua sobre los fastidiosos, hice explotar pólvora y estallar bom­bas; todo fue en vano. Mi puerta fue custodiada por soldados. Pero apenas salía me rodeaba una multi­tud. Las mujeres eran las más exasperantes; me se­guían paso a paso, me impedían herborizar, aplasta­ban las flores raras que tanto trabajo me había cos­tado recoger. La desespe­ración hizo presa en mí. A lo largo de los riachuelos, a través de los valles, cientos de ellas marchaban tras de mí. Y en cada granja, en cada aldea más mujeres venían a engrosar la avalan­cha.
Otras veces me sentía mejor dispuesto y bromeaba con ellas. Había aprendido algunas palabras de su lengua, y cuando pronunciaba una, respondían ale­gremente en coro como un eco. “Hozanna”, una de las palabras que había aprendido, significa “No es eso”. Un día grité “¡Hozanna!” a pleno pulmón en me­dio de un grupo de mujeres. “¡Hozanna!”, respondie­ron de inmediato; y durante un cuarto de hora, repi­tiendo conmigo la misma palabra, continuaron ese extraño concierto Esas mujeres mombutúes, tan im­pertinentes en grupo, se muestran reservadas cuando se las trata individualmente. Yo deseaba observar los detalles de su vida cotidiana, y con ese fin me acer­caba a menudo a sus chozas, pero apenas me veían, de un salto entraban en sus viviendas y me cerraban la puerta en las narices
Georg Schweinfurth En el corazón de África (1868-1871)

Estas líneas difieren totalmente de lo escrito por los otros dos viajeros. Nuestro explorador, un botánico, diríamos ahora, no cumple con ninguna de las formalidades que exige el protocolo. No hace regalos; no prodiga elogios, ni sigue las complicadas reglas de la etiqueta indígena. Solamente (nos dice) quiere que lo dejen herborizar. Lejos de lograrlo, termina perdiendo los nervios ante la curiosidad exacerbada de los nativos, curiosidad unívoca, puesto que sus intentos por observarlos tropiezan con el más completo desaire.[9]
En este caso, el relato se vuelve mucho menos objetivo (si bien la historia de la colonización africana nunca pretendió serlo del todo) y se carga de toda la ideología de la época; los africanos siempre son, en mayor o menor grado, salvajes, y cargan sobre sí un cúmulo de lacras, producto seguramente del clima tropical que los rodea: el negro es haragán si no quiere servir en una expedición, servil si se muestra solícito con sus patrones, mentiroso por naturaleza, feroz por el placer de derramar sangre y no pocas veces degenerado, dados los vicios que constantemente manifiesta. La “superioridad del hombre blanco”, derivada del orden que reina en sus países es contrastada con esas sociedades, muchas de ellas sin Estado y no pocas veces desgarradas por conflictos interétnicos, lo que las convierte en fácil bocado.
De tanto en tanto, alguna excepción sorprende agradablemente a los exploradores, pero no se trata sino de impresiones aisladas.[10]
No debemos dejar de tener en cuenta que cualquier escritor, al publicar su obra (y casi todos los exploradores lo hacen) se debe a su público, que siente una muy particular fascinación por las exhaustivas descripciones de ritos orgiásticos, escenas de antropofagia o crueldades varias.
El viajero, entonces, abreva de fuentes muchas veces dudosas; sin desdeñar nada que otorgue espontaneidad a su relato, el estilo se deja muchas veces de lado en aras del “colorido” de su itinerario, material consumido sin cuestionamientos en las metrópolis.
Lo que requiere nuestra atención es el seguimiento del proceso por el cual la escritura del relato de viaje se convierte en una suerte de representación. La lectura ingenua, que ve lo narrado como una memoria, una minuciosa descripción de las vicisitudes por las que ha pasado el autor, comienza a sufrir transformaciones. El lenguaje adquiere un rol preponderante, la ideología que trasuntan los textos, o acaso los datos que nos brindan se alternan en los primeros planos de esas “etnografías tempranas”.[11]
Representar es colocar al Otro dentro de los moldes que a mí me conforman; tomar como real lo que traducen mis palabras, a despecho de su propia realidad. El nombrar, el etiquetar en taxonomías, es definir y dominar.
Hábitos, rasgos físicos y entornos culturales son transcriptos con la mayor fidelidad posible... a uno mismo; al narrador. Lo importante es que el público pueda imaginarse lo que el viajero nos cuenta, lo que éste recuerda de la travesía que oportunamente se impuso en aras de sus lectores.
La propia característica monologal del relato deja al Otro sin posibilidad de intervenir, sin poder siquiera opinar sobre la luz a la que se lo presenta. En contadas ocasiones se nos permite asomarnos a su pensamiento, pero en seguida es vuelto a poner en el lugar que se le asignó de antemano.
En el inevitable cotejo entre su mundo y el que quiere mostrarnos a través de la palabra escrita, el explorador deja de ser un mero traductor y pasa a componer un personaje de su propia narración. Siguiendo las pautas que le impone su formación intelectual, construye el escenario y distribuye convenientemente los papeles a sus interlocutores.
La dirección unilateral del discurso excluye el relato polifónico y nos coloca ante una (re) construcción disciplinada de la experiencia.
Y, sin embargo, la suma de tensiones subyacentes permanece y se filtra constantemente por los intersticios de la narración, superando los límites del rol que tiene estipulado cada cual en el fresco que nos pinta el escritor. Y esto es así, porque los textos distan de ser compartimientos cerrados por obra y gracia de sus autores.
Pero no es con estas precisiones que queremos finalizar. Dijimos que los tres textos estaban puestos conforme a un sentido y ese sentido es el del tratamiento de la alteridad. En los dos primeros, el Otro es el africano, mirado desde una conveniente distancia, mediatizado a través de una compleja serie de ritos de aproximación; pero en el relato de Schweinfurth las cosas se invierten, la distancia social se reduce drásticamente y el observado pasa a ser el europeo. El círculo se ha cerrado.
Y esto no es una revancha histórica. No. Simplemente es una prueba más de la riqueza que nos brinda el análisis de las relaciones humanas, superando la distancia temporal y estilística que nos separa del momento en que quedaron, sólo en apariencia, confinadas al estrecho universo de un modesto relato de viajes.




[1] Hugon, AnneL'Afrique des explorateurs, París, Gallimard, 1998, pág. 18.

[2] La Association for Promoting the Discovery of the Interior Parts of Africa sostenía: "Con el título de librar a nuestro tiempo de la carga de una ignorancia que tan poco corresponde a su carácter algunas personalidades, ganadas en grado sumo por el convencimiento de la posibilidad y utilidad de una expansión del humano saber, han esbozado el proyecto para la fundación de una sociedad consagrada al fomento del descubrimiento del interior de África". Su sucesora sería la Royal Geographic Society.

[3]  "Los europeos se apropian así, simbólicamente, la paternidad de los lugares. Los nuevos nombres son muy significativos: toda la familia real británica, en particular, está asociada a la geografía del África central, con las cataratas Victoria, el lago Victoria; el lago Alberto; el lago Eduardo; el lago Jorge..." Hugon, Anne, ob. cit., pág. 34.

[4] Entre otros, Bitterli, Urs. Los salvajes y los civilizados, El encuentro entre Europa y Ultramar, pág. 91 y ss

[5] Un fragmento de la tradición oral africana, recogido a principios del Siglo XX expresa bien este recelo: "Sabía que el extranjero mentía pues nadie abandona su país y a sus gentes, sin tener en cuenta el cansancio y el peligro, con el único propósito de admirar una capa de agua." Citado en Boahen, AduHistoria General de África, Madrid, 1985, Tomo VII, pág. 413.
[
6] "De esto  [del prestigio del blanco]  depende su influencia, y muchas veces, hasta su existencia en África. Si por todo lo qu. lo rodea, por la asunción de su superioridad, demuestra que está muy por encima del nativo, será respetado, y su influencia dependerá de la superioridad que asuma y proyecte gracias a sus cualidades superiores y a su superior modo de vida". Lugard. Lord Frederick (1858-1943), The Rise of Our East African Empirc, Edimburgo, 1893.

[7] Estas escarificaciones son bastante comunes, según nos cuenta otro celebre viajero: "Su marca nacional consiste en una doble hilera de cicatrices lineales que van del borde exterior de las cejas hasta la mitad de las mejillas, y que a veces llegan hasta la mandíbula inferior; algunos llevan una tercera línea, que sale de la parte alta de la frente llega hasta donde arranca la nariz.
Burton, RichardAux sources du Nil. 
Le decouverte des lacs africains, 1857-1863.

[8] “Podrían resumirse en una relación de cinco nombres, tanto más fáciles de memorizar cuanto que todos tienen la misma inicial: curiosidad, civilización, cristianización, comercio y colonización.” Dice Hugon, explicando el proceso. Ob. cit., Pag. 102.

[9] La reticencia de los africanos puede tener que ver con las amargas experiencias sufridas. Las intenciones de los europeos muchas veces se veían como sospechosas. Recordemos el tráfico negrero y las leyendas (compartidas por su contraparte) acerca de la antropofagia de los blancos.

[10] “La sorpresa que me causó el personaje que nos habían descrito, entonces con razón, como un déspota vanidoso, dado a la cólera, frívolo y sanguinario, la sorpresa que me causó encontrar en este bárbaro a un hombre tranquilo y digno, cuyas preguntas y observaciones demostraban una inteligencia que no me esperaba encontrar en África, era sin duda la causa principal de mi admiración.” 
Richard Burtonob. cit.

[11] “Etnografía articulada en movimientos de la escritura caracterizados por la seducción de lo exótico, el deber imperial inglés, las culturas que se le enfrentaban, es decir, que le devolvían la mirada y hacían de su estrategia una mimesis.” 
De Oto, AlejandroE(qui)vocando al Otro cultural, en El Otro en la Historia. 
El extranjeroMurphy, Susana, (comp.), Buenos Aires, 1995, pág. 91 y ss.


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