# IORAS / TRES MIRADAS SOBRE EL OTRO
Tres miradas
sobre el Otro
El relato de
viajes por el África en el siglo XIX
“Ésta podéis
confiar en ello, mis oscuros amigos negros, es y ha sido siempre la Ley
para vosotros y para todos los hombres: que los más simples de nosotros sean
siervos de los más juiciosos. Y sólo penas y desengaños inútiles esperan a los
unos y a los otros, hasta que todos ellos se sometan aproximadamente a esto
mismo.”
Thomas Carlyle. Occasional Discourse on the Nigger Question. 1853
“...Tenemos que
admitirlo que desde el comienzo los conocimientos, el capital y la energía
de los europeos no han sido, ni nunca serán, gastados en desarrollar los
recursos a riamos por razones puramente filantrópicas; que Europa esta en
África por el beneficio mutuo de sus clases industriales y de las razas nativas
en su progreso hacia un plano superior; que el beneficio puede ser recíproco, y
que es el objetivo y deseo de administraciones civilizadas cumplir con este
doble mandato.”
Frederick Lugard, The Dual Mandate in British
Tropical Africa. 1922
A pesar de que
África no es un continente aislado, en los inicios del siglo XIX su realidad se
limita, para los europeos, a la zona seca y la franja costera. Pero lo que
permanece incognoscible desde hace mucho tiempo es la zona húmeda, esa región
ecuatorial de clima cruel y fauna y flora hostiles, ferozmente reacia a los sucesivos
intentos de exploración. A veces, la existencia de Estados fuertemente
centralizados dificulta la penetración de los blancos; otras tantas, la
excesiva atomización étnico-lingüística implica vencer dificultades
gigantescas.
Estadísticas
confiables arrojan un total de 25.000 blancos para todo el continente a fines
del XVIII, la mayoría de ellos concentrados en las costas.[1]
Sin embargo, en
poco más de cien años, casi todo el territorio africano estará repartido entre
las potencias europeas.
En 1788 se
reunió en Londres un grupo de notables con el objeto de formar una sociedad
destinada a iniciar la exploración sistemática del interior de África, alentada
por instituciones científicas.[2] Así pues,
la African Association (como se la conoció) tenía
un estricto carácter privado y las contribuciones de sus miembros cubrirían
todos los gastos. Se decidió comenzar la exploración en la región del Níger, en
lo que hoy son la República de Mali y Burkina Faso (el antiguo Alto Volta).
El nuevo
explorador tampoco eludirá los clichés que circulan sobre África; más aún, los
alimenta. La mayoría ve en África el reverso exacto (el espejo) de Occidente.
Otros buscan allí su redención, escapando a los modelos rígidos de la misma
sociedad de la que provienen. El imaginario europeo sindica al continente
africano como tierra inaprehensible, gobernada por leyes al margen de la
lógica; poblada por seres fabulosos. La indudable seducción viene salpicada con
pinceladas de ese miedo que ocasiona lanzarse a la aventura, lo que ensalza (si
cabe) todavía más a los viajeros: términos como “el continente
misterioso” o “el África negra” son incorporados al
habla cotidiana de los europeos.
Claro está que
los conocimientos adquiridos trascendían la mera intención de lograr “una
expansión del humano saber”, constituyéndose en un precioso capital de
inversión. El relevamiento cartográfico de zonas ignotas era el primer paso,
conducente a su explotación económica. Se esperaba, en consonancia con los
ideales de la época, que tras las huellas de los exploradores, se asentara una
laboriosa capa de colonos y comerciantes.
Es interesante
señalar que en las actas de la African Association no
se halla la más mínima mención a ningún tipo de intervención estatal, ni mucho
menos alusiones a acciones de corte militar.
Las primeras
empresas individuales fueron otros tantos fracasos, pero en el año 1795, el
médico escocés Mungo Park (1771-1806) consiguió llegar hasta el Níger desde la
desembocadura del Gambia y sentó las bases para exploraciones posteriores.
De su
obra, Travels in The Interior Districts of Africa, publicada en
Londres dos años después; libro al que la crítica calificó como “carente
casi por completo de valor geográfico, político, estratégico o económico, pero
dotado sin embargo de un gran valor antropológico, histórico de costumbres y
luminoso de detalles”, extractamos los siguientes fragmentos:

“Encontramos
al monarca sentado en una estera y acompañado por dos cortesanos. Le repetí lo
que ya le había dicho en relación con el objeto de mi viaje y las razones que
tenía para atravesar su país. Pero él sólo parecía satisfecho a medias. La idea
de viajar por pura curiosidad era totalmente nueva para él. Creía imposible, me
dijo, que un hombre dotado de sentido común emprendiera tan peligroso viaje
simplemente por tener una visión del país y de sus habitantes; sin embargo,
cuando le propuse mostrarle el contenido de mi portamantas y todo cuanto me
pertenecía, quedó convencido. Era evidente que sus sospechas provenían de la
creencia de que todo hombre blanco es forzosamente comerciante.
Cuando le hice
entrega de mis regalos, pareció encantado; lo que más le gustó fue la
sombrilla, que abrió y cerró repetidas veces, con gran admiración suya y de sus
dos asistentes, que tardaron algunos instantes en comprender para qué servía
tan maravillosa máquina. Tras lo cual, me disponía a despedirme del rey cuando
éste, deseando que me quedara aún un rato, inició un largo discurso en favor de
los blancos, elogiando sus inmensas riquezas y su generosidad. A continuación
hizo el elogio de mi chaqueta azul, cuyos botones amarillos parecían despertar
particularmente su admiración; y concluyó por pedirme que se la regalara,
asegurándome, para que me consolara de su pérdida, que se la pondría en todos
los actos públicos y que informaría a cuantos la vieran de mi extremada
liberalidad para con él.
La petición de
un príncipe africano que está en sus propios dominios apenas difiere de una
orden, sobre todo si se dirige a un extranjero. Es sólo una forma de obtener
por las buenas lo que, si lo desea, puede lograr por las malas; y como en modo
alguno me convenía ofenderle con una negativa, me quité tranquilamente la
chaqueta, la única buena que poseía, y la puse a sus pies.
En recompensa
por mi amabilidad, me hizo entrega de gran cantidad de provisiones y expresó el
deseo de verme de nuevo a la mañana siguiente. Acudí pues según lo convenido y
le encontré sentado en su lecho. Me dijo que estaba enfermo y que deseaba que
le sacara un poco de sangre; pero, apenas había yo atado su brazo y sacado la
lanceta, le abandonó el valor y me pidió que aplazara la operación hasta la
tarde, -va que, me dijo, se sentía mucho mejor que antes, y me dio amablemente
las gracias por la prontitud con que me había aprestado a servirle. Añadió que
sus mujeres tenían grandes deseos de verme y me pidió que les hiciera el favor
de visitarlas. [...] Sus
mujeres eran entre diez y doce, la mayoría de ellas jóvenes y hermosas y con la
cabeza cubierta de adornos de oro y cuentas de ámbar. Alegremente bromearon
conmigo sobre varias cuestiones, particularmente en punto a la blancura de mi
piel y a la prominencia de mi nariz, insistiendo en que ambas eran
artificiales. Según ellas, la primera se debía a que cuando yo era niño me
habían sumergido en leche y, en cuanto a la segunda, habían alargado mi nariz
tirándome de ella todos los días hasta adquirir su actual conformación, tan
insólita y antinatural.
Por mi parte,
aun sin discutir tal deformidad, les hice un gran elogio de la belleza
africana. Ensalcé el brillante color negro de su tez y el encantador
achatamiento de su nariz; pero ellas replicaron que en Bondu se tenía en poco
aprecio la adulación o, como ellas decían con énfasis, la “boca de miel”. Como
recompensa por mi compañía o por mis cumplidos (a los que, dicho sea de paso,
no eran tan insensibles como fingían ser), me regalaron un jarro de miel y
algún pescado, que enviaron a mi vivienda. Al mismo tiempo se me pidió que
fuera a ver de nuevo al rey poco después de la puesta del sol.
Al ir a verle,
llevé conmigo algunas cuentas de collar y papel de escribir, dada la costumbre
de hacer algunos pequeños regalos en el momento de despedirse. Por su parte, el
rey me dio cinco dracmas de oro, indicando que era sólo una fruslería, ofrecida
en señal de pura amistad, pero que me sería útil para comprar provisiones
durante mi viaje. A esta muestra de amabilidad añadió otra aun más importante,
diciéndome cortésmente que, aunque la costumbre era registrar el equipaje de
todos los viajeros que pasaban por su país, me dispensaba de tal ceremonia,
añadiendo que era libre de marcharme cuando gustase.”
Es preciso
desglosar cuidadosamente este texto.
Mungo Park es
un hombre formado intelectualmente en la Inglaterra de la segunda mitad del
XVIII y por lo tanto partícipe del pensamiento de los “espíritus cultos” de su
época. Esto lo coloca en una determinada posición frente a la cuestión de la
alteridad, punto de vista que se advierte en diversos pasajes de su relato. Una
de las formas que reviste el reconocimiento (y apropiación por vía de la
categorización) del Otro, consiste en clasificarlo, en incluirlo en una
taxonomía que nos sea familiar.'[3] Así, Park llama
monarca; rey o príncipe, indistintamente a su interlocutor, el cual está
acompañado por cortesanos que lo asisten. La descripción del carácter del jefe
indígena no difiere de la que cualquier explorador hubiera bosquejado, pero es
necesario destacar algunos puntos.
Existe un
complicado mecanismo de negociación que Mungó Park conoce, aunque no
totalmente. Sabe que es imprescindible, si pretende atravesar el territorio,
hacer ciertas concesiones a su anfitrión; congraciarse con su entorno (en particular
con sus mujeres) y adoptar una actitud respetuosa. El juego de los obsequios
adquiere aquí una importancia fundamental. La sombrilla constituye un punto a
su favor: esa maravillosa máquina lo coloca en un plano
diferente y le permite deslizar un comentario, casi, casi como al pasar, que
refleja el lugar que cada uno ocupa (debe ocupar) dentro del Orden.
Una vez
superada aquella desconfianza inicial de la que hablan diversos autores[4]: “Era evidente que sus sospechas provenían de la
creencia de que todo hombre blanco es forzosamente comerciante”[5], nuestro viajero consigue entrar en la intimidad del
poder, llegando incluso a estar a punto de actuar como improvisado médico.
La charla con
las mujeres, y el subsiguiente intercambio de elogios, no deja de parecernos
una fina muestra de cortesía, que apenas encubre el criterio etnocéntrico al
que alude, más o menos, veladamente el relator: “les hice un gran elogio de
la belleza africana...” .
Sin embargo,
parece que en un punto Park es tomado desprevenido; “...hizo el elogio de mi
chaqueta azul, cuyos botones amarillos parecían despertar particularmente su
admiración; y concluyó por pedirme que se la regalara...” No obstante, el
imprevisto no es tan grave; el europeo se apresura a complacer al indígena y
obtiene, a cambio, indiscutibles ventajas. Aquí cabe preguntarnos algo:
¿ignoraba Park el atractivo que constituía su vistosa chaqueta para el rey? ¿O
bien el evento fue cuidadosamente calculado? No lo sabremos nunca, pero la duda
persiste...
Una vez leído
el texto, nos queda la sensación de que el explorador ha mantenido la distancia
social (y étnica) en todo momento, mostrándose como un fiel informante de ese
mundo para sus compatriotas, dejando sentada la superioridad de los blancos
sobre los Otros. En efecto, él es el que detenta el conocimiento, él representa el
mundo “civilizado” en esos lugares desconocidos y salvajes, Casi
exactamente un siglo después, corresponderá decirlo de manera “oficial”.[6]
Justamente, un año antes de publicarse el libro de Lugard, que influiría perdurablemente en el manejo de las relaciones con el Otro colonial, se edita la obra de un viajero francés. Louis Gustave Binger (1856-1936) que a los 31 años es comisionado por sus superiores para emprender, en abril de 1887, la exploración de las tierras desde el Níger hasta el golfo de Guinea. Un trayecto de 4.000 km que iba a insumirle más de dos años. A consecuencias de este viaje, Binger publica Del Níger al golfo de Guinea por el país de Kong y el Mossi. En aquella época es partidario de una colonización marcadamente moderna, lo que le lleva a concluir su narración con esta nota: “pensamos que la intervención directa del Estado será siempre funesta...”. Nombrado Caballero de la Legión de Honor, se convierte en un héroe nacional. Poco después acepta dirigir la misión francesa de delimitación de la Costa de Marfil, donde ocupará el puesto de gobernador, comienzo de una exitosa carrera en la administración colonial francesa.
De su relato extractamos estos párrafos:
“En Sudán los jefes
ejercen sobre sus súbditos un poder absoluto. Como los viajeros blancos les
inspiran cierta desconfianza, cuando no están decididos de antemano a
dejarles pasar, nunca entablan conversación con ellos. Aquí no es ése el caso,
pues Iamory me concederá una entrevista. Pero, ¿lograré obtener su permiso para
seguir mi camino? Me lo han pintado como un jefe despótico, que además de
exigir un tributo de los comerciantes, les inflige todas clase de humillaciones.
Iamory es un
hombre alto y apuesto, con cierto parecido con los mercaderes yolof.
Lamentablemente lo desfigura un poco el tatuaje de los mandé-dioula, que
consiste en tres grandes cortes que parten de las sienes y las orejas y
terminan en la comisura de los labios.
Al llegar a una aldea o a la casa de un jefe al que se va a solicitar algo, hay que guardarse muy bien de manifestar de inmediato lo que se desea. Por urgente que sea la misión que uno tenga que cumplir, conviene exponer el asunto sólo al cabo de varias entrevistas.
Al llegar a una aldea o a la casa de un jefe al que se va a solicitar algo, hay que guardarse muy bien de manifestar de inmediato lo que se desea. Por urgente que sea la misión que uno tenga que cumplir, conviene exponer el asunto sólo al cabo de varias entrevistas.
Las primeras
audiencias se dedican a los saludos y las expresiones de bienvenida, después
vienen las atenciones recíprocas, el envío de presentes, etc.
A partir del
segundo o tercer día, llegan emisarios del jefe a sondear hábilmente nuestras
intenciones; es conveniente ir descubriéndose gradualmente y limitarse a
decir vaguedades. Poco a poco el jefe empieza a comprender lo que uno anda
buscando, consulta con sus allegados e indaga cuál es la opinión pública, por
lo que siempre es bueno congraciarse con algunos personajes influyentes y ganarse
su apoyo. Sólo más tarde, cuando ya se ha trazado una línea de conducta, el
jefe interrogará al interesado, pero a menudo se trata de una mera formalidad
porque su decisión ya está tomada.
Pero Iamory es
un hombre sumamente inteligente, y esos subterfugios no darían con él ningún resultado.
Le expliqué, pues, la finalidad de mi viaje. Se mostró muy interesado por mi
relato y me pidió más informaciones sobre Francia y nuestra situación política
en Europa. Me aseguró que sería bien recibido en todas partes.
Louis Gustave
Binger. Del Níger al golfo de Guinea
Por el
país de Kong y el Mossi (1892).
Han pasado los
años y algunas cosas cambian, perfeccionándose. El explorador conoce mucho más
acabadamente el ceremonial a seguir, cómo se tiene que encarar el asunto; a
quiénes debe agradar; qué manos hay que untar. “...hay que guardarse muy
bien de manifestar de inmediato lo que se desea. [...] Conviene
exponer el asunto sólo al cabo de varias entrevistas.” Del otro lado se
percibe, asimismo, una lectura atenta. Iamory, al que sus contemporáneos
europeos admirarán luego por su desesperada resistencia ante la dominación
colonial, intuye que los vaivenes de la política metropolitana van a repercutir
sobre las áreas periféricas: “...y me pidió informaciones sobre Francia y
nuestra situación política en Europa.”
Binger sabe que
no valen los rodeos, considera a su interlocutor un hombre inteligente y lo
trata como a un igual. Jamás le otorga los títulos que Mungo Park daba a su
anfitrión, subrayando sólo los rumores que ha oído acerca de su pretendida
crueldad. Únicamente se le escapa un comentario, relacionado con el arreglo
personal del jefe.[7]
La situación
internacional ha cambiado, África está “legalmente” dividida, de acuerdo
a lo sancionado en el congreso de Berlín, dos años antes y los exploradores
suelen constituir valiosas avanzadas en la carrera desatada por sus países para
acrecentar sus esferas de influencia. Aún está fresca la hazaña de otro
explorador al servicio de Francia, Pierre Savorgnan de Brazza, de origen
italiano, quién ha logrado arrancar a uno de los jefes indígenas de la zona del
Congo un tratado de “amistad”, por el cual el nativo puso sus
territorios bajo la protección de Francia, llegando incluso a cederle al europeo
un terreno en propiedad: futura ubicación de Brazzaville. Como contrapartida,
los blancos le obsequiaron una bandera francesa...[8]
Y así llegamos
al último texto, a la última de las visiones.
El alemán
George Schweinfurth (1836-1925), que se hizo famoso en el ambiente por haber
redescubierto a los pigmeos, nos ha dejado estas páginas, que si bien son algo
anteriores a lo que acabamos de ver, aparecen en este orden con toda intención.
“Mis relaciones con los
aborígenes se fueron haciendo cada día más estrechas. Una multitud considerable
rodeaba constantemente mi vivienda y seguía con mirada ávida el menor de mis
movimientos; las personas importantes llegaban incluso a hacerse traer asientos.
Al principio esas visitas me divertían. Las acogía con demostraciones de
beneplácito, y me peinaba y afeitaba a la vista de todos.
Por otra parte, nuestro asombro era recíproco, cada segundo me deparaba una
nueva sorpresa. Pasaba gran parte del día haciendo croquis y tomando apuntes.
Pero por más interesantes que fueran esas visitas, muy pronto comenzaron a
importunarme. Al día siguiente de mi llegada, no tuve más remedio que hacer
rodear mi tienda por un seto de espinas, pero ese obstáculo no arredró a la
multitud; arrojé agua sobre los fastidiosos, hice explotar pólvora y estallar
bombas; todo fue en vano. Mi puerta fue custodiada por soldados. Pero apenas
salía me rodeaba una multitud. Las mujeres eran las más exasperantes; me seguían
paso a paso, me impedían herborizar, aplastaban las flores raras que tanto
trabajo me había costado recoger. La desesperación hizo presa en mí. A lo
largo de los riachuelos, a través de los valles, cientos de ellas marchaban
tras de mí. Y en cada granja, en cada aldea más mujeres venían a engrosar la
avalancha.
Otras veces me sentía mejor dispuesto y bromeaba con ellas. Había aprendido
algunas palabras de su lengua, y cuando pronunciaba una, respondían alegremente
en coro como un eco. “Hozanna”, una de las palabras que había aprendido,
significa “No es eso”. Un día grité “¡Hozanna!” a pleno pulmón en medio de un
grupo de mujeres. “¡Hozanna!”, respondieron de inmediato; y durante un cuarto
de hora, repitiendo conmigo la misma palabra, continuaron ese extraño
concierto Esas mujeres mombutúes, tan impertinentes en grupo, se muestran
reservadas cuando se las trata individualmente. Yo deseaba observar los
detalles de su vida cotidiana, y con ese fin me acercaba a menudo a sus
chozas, pero apenas me veían, de un salto entraban en sus viviendas y me
cerraban la puerta en las narices”
Georg
Schweinfurth En el
corazón de África (1868-1871)
Estas líneas
difieren totalmente de lo escrito por los otros dos viajeros. Nuestro
explorador, un botánico, diríamos ahora, no cumple con ninguna de las
formalidades que exige el protocolo. No hace regalos; no prodiga elogios, ni
sigue las complicadas reglas de la etiqueta indígena. Solamente (nos dice)
quiere que lo dejen herborizar. Lejos de lograrlo, termina perdiendo los nervios
ante la curiosidad exacerbada de los nativos, curiosidad unívoca, puesto que
sus intentos por observarlos tropiezan con el más completo desaire.[9]
En este caso,
el relato se vuelve mucho menos objetivo (si bien la historia de la
colonización africana nunca pretendió serlo del todo) y se carga de toda la
ideología de la época; los africanos siempre son, en mayor o menor grado,
salvajes, y cargan sobre sí un cúmulo de lacras, producto seguramente del clima
tropical que los rodea: el negro es haragán si no quiere servir en una
expedición, servil si se muestra solícito con sus patrones, mentiroso por
naturaleza, feroz por el placer de derramar sangre y no pocas veces degenerado,
dados los vicios que constantemente manifiesta. La “superioridad del hombre blanco”,
derivada del orden que reina en sus países es contrastada con esas sociedades,
muchas de ellas sin Estado y no pocas veces desgarradas por conflictos
interétnicos, lo que las convierte en fácil bocado.
De tanto en
tanto, alguna excepción sorprende agradablemente a los exploradores, pero no se
trata sino de impresiones aisladas.[10]
No debemos
dejar de tener en cuenta que cualquier escritor, al publicar su obra (y casi
todos los exploradores lo hacen) se debe a su público, que siente una muy
particular fascinación por las exhaustivas descripciones de ritos orgiásticos,
escenas de antropofagia o crueldades varias.
El viajero,
entonces, abreva de fuentes muchas veces dudosas; sin desdeñar nada que otorgue
espontaneidad a su relato, el estilo se deja muchas veces de lado en aras del “colorido”
de su itinerario, material consumido sin cuestionamientos en las metrópolis.
Lo que requiere
nuestra atención es el seguimiento del proceso por el cual la escritura del
relato de viaje se convierte en una suerte de representación. La lectura
ingenua, que ve lo narrado como una memoria, una minuciosa descripción de las
vicisitudes por las que ha pasado el autor, comienza a sufrir transformaciones.
El lenguaje adquiere un rol preponderante, la ideología que trasuntan los
textos, o acaso los datos que nos brindan se alternan en los primeros planos de
esas “etnografías tempranas”.[11]
Representar es
colocar al Otro dentro de los moldes que a mí me conforman; tomar como real lo
que traducen mis palabras, a despecho de su propia realidad. El nombrar, el
etiquetar en taxonomías, es definir y dominar.
Hábitos, rasgos
físicos y entornos culturales son transcriptos con la mayor fidelidad
posible... a uno mismo; al narrador. Lo importante es que el público pueda
imaginarse lo que el viajero nos cuenta, lo que éste recuerda de la travesía
que oportunamente se impuso en aras de sus lectores.
La propia
característica monologal del relato deja al Otro sin posibilidad de intervenir,
sin poder siquiera opinar sobre la luz a la que se lo presenta. En contadas
ocasiones se nos permite asomarnos a su pensamiento, pero en seguida es vuelto
a poner en el lugar que se le asignó de antemano.
En el
inevitable cotejo entre su mundo y el que quiere mostrarnos a través de la
palabra escrita, el explorador deja de ser un mero traductor y pasa a componer
un personaje de su propia narración. Siguiendo las pautas que le impone su
formación intelectual, construye el escenario y distribuye convenientemente los
papeles a sus interlocutores.
La dirección
unilateral del discurso excluye el relato polifónico y nos coloca ante una (re)
construcción disciplinada de la experiencia.
Y, sin embargo,
la suma de tensiones subyacentes permanece y se filtra constantemente por los
intersticios de la narración, superando los límites del rol que tiene
estipulado cada cual en el fresco que nos pinta el escritor. Y esto es así,
porque los textos distan de ser compartimientos cerrados por obra y gracia de
sus autores.
Pero no es con
estas precisiones que queremos finalizar. Dijimos que los tres textos estaban
puestos conforme a un sentido y ese sentido es el del tratamiento de la alteridad.
En los dos primeros, el Otro es el africano, mirado desde una conveniente
distancia, mediatizado a través de una compleja serie de ritos de aproximación;
pero en el relato de Schweinfurth las cosas se invierten, la distancia social
se reduce drásticamente y el observado pasa a ser el europeo. El círculo se ha
cerrado.
Y esto no es
una revancha histórica. No. Simplemente es una prueba más de la riqueza que nos
brinda el análisis de las relaciones humanas, superando la distancia temporal y
estilística que nos separa del momento en que quedaron, sólo en apariencia,
confinadas al estrecho universo de un modesto relato de viajes.
[1] Hugon, Anne, L'Afrique des
explorateurs, París, Gallimard, 1998, pág. 18.
[2] La Association for Promoting the Discovery of the Interior Parts of Africa sostenía: "Con el título de librar a nuestro tiempo de la carga de una ignorancia que tan poco corresponde a su carácter algunas personalidades, ganadas en grado sumo por el convencimiento de la posibilidad y utilidad de una expansión del humano saber, han esbozado el proyecto para la fundación de una sociedad consagrada al fomento del descubrimiento del interior de África". Su sucesora sería la Royal Geographic Society.
[3] "Los europeos se apropian así, simbólicamente, la paternidad de los lugares. Los nuevos nombres son muy significativos: toda la familia real británica, en particular, está asociada a la geografía del África central, con las cataratas Victoria, el lago Victoria; el lago Alberto; el lago Eduardo; el lago Jorge..." Hugon, Anne, ob. cit., pág. 34.
[4] Entre otros, Bitterli, Urs. Los salvajes y los civilizados, El encuentro entre Europa y Ultramar, pág. 91 y ss
[5] Un fragmento de la tradición oral africana, recogido a principios del Siglo XX expresa bien este recelo: "Sabía que el extranjero mentía pues nadie abandona su país y a sus gentes, sin tener en cuenta el cansancio y el peligro, con el único propósito de admirar una capa de agua." Citado en Boahen, Adu, Historia General de África, Madrid, 1985, Tomo VII, pág. 413.
[
6] "De esto [del prestigio del blanco] depende su influencia, y muchas veces, hasta su existencia en África. Si por todo lo qu. lo rodea, por la asunción de su superioridad, demuestra que está muy por encima del nativo, será respetado, y su influencia dependerá de la superioridad que asuma y proyecte gracias a sus cualidades superiores y a su superior modo de vida". Lugard. Lord Frederick (1858-1943), The Rise of Our East African Empirc, Edimburgo, 1893.
6] "De esto [del prestigio del blanco] depende su influencia, y muchas veces, hasta su existencia en África. Si por todo lo qu. lo rodea, por la asunción de su superioridad, demuestra que está muy por encima del nativo, será respetado, y su influencia dependerá de la superioridad que asuma y proyecte gracias a sus cualidades superiores y a su superior modo de vida". Lugard. Lord Frederick (1858-1943), The Rise of Our East African Empirc, Edimburgo, 1893.
[7] Estas escarificaciones son bastante comunes, según nos cuenta otro celebre viajero: "Su marca nacional consiste en una doble hilera de cicatrices lineales que van del borde exterior de las cejas hasta la mitad de las mejillas, y que a veces llegan hasta la mandíbula inferior; algunos llevan una tercera línea, que sale de la parte alta de la frente llega hasta donde arranca la nariz.”
Burton, Richard, Aux sources du Nil.
Le decouverte des lacs africains, 1857-1863.
Le decouverte des lacs africains, 1857-1863.
[8] “Podrían
resumirse en una relación de cinco nombres, tanto más fáciles de memorizar
cuanto que todos tienen la misma inicial: curiosidad, civilización,
cristianización, comercio y colonización.” Dice Hugon,
explicando el proceso. Ob. cit., Pag. 102.
[9] La reticencia de los africanos puede tener que
ver con las amargas experiencias sufridas. Las intenciones de los europeos
muchas veces se veían como sospechosas. Recordemos el tráfico negrero y las
leyendas (compartidas por su contraparte) acerca de la antropofagia de los
blancos.
[10] “La sorpresa que me causó el personaje que nos habían descrito, entonces con razón, como un déspota vanidoso, dado a la cólera, frívolo y sanguinario, la sorpresa que me causó encontrar en este bárbaro a un hombre tranquilo y digno, cuyas preguntas y observaciones demostraban una inteligencia que no me esperaba encontrar en África, era sin duda la causa principal de mi admiración.”
Richard Burton, ob. cit.
[11] “Etnografía articulada en movimientos de la escritura caracterizados por la seducción de lo exótico, el deber imperial inglés, las culturas que se le enfrentaban, es decir, que le devolvían la mirada y hacían de su estrategia una mimesis.”
De Oto,
Alejandro. E(qui)vocando al Otro cultural, en El
Otro en la Historia.
El extranjero, Murphy, Susana, (comp.),
Buenos Aires, 1995, pág. 91 y ss.
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