LA DESGRACIA DEL GUERRERO SALVAJE / PIERRE CLASTRES

La guerra pertenece a la esencia de la sociedad primitiva en tanto es el mayor obstáculo que interponen las sociedades sin Estado a la máquina de unificación constituida por el Estado.. En consecuencia, toda sociedad primitiva es guerrera y de ahí la universalidad de la guerra que se comprueba etnográficamente en–la infinita variedad de las sociedades primitivas conocidas. Si la guerra es un atributo de la sociedad, la actividad guerrera es. entonces una función, una tarea inscrita de principio en el horizonte del ser–en–el–mundo masculino; en la sociedad primitiva, el hombre es, por definición, un guerrero. Ecuación que, como veremos, arroja nueva luz a la cuestión, muy debatida y, a veces, sin mucho tino, de las relaciones sociales entre hombres y mujeres en la sociedad primitiva.
El hombre primitivo es, en tanto hombre, un guerrero. Cada adulto masculino mantiene una relación, de igualdad con la función guerrera que, aunque admite –y aún reclama– la diferencia reconocida de talentos individuales, cualidades particulares, bravura y savoir–faire personales, en suma, la jerarquía del prestigio, excluye en cambio, toda disposición desigual de los guerreros respecto del eje del poder político. Como la actividad económica 0 la vida social en tiempos de paz, la actividad guerrera no tolera que la comunidad de guerreros se divida tal como sucede en toda organización militar en soldados–ejecutantes y jefes–que–mandan: la disciplina no es la fuerza principal de los “ejércitos” primitivos, la obediencia no es el primer deber del combatiente de base, el jefe no ejerce ningún poder de mando. Puesto que, contrariamente a una opinión tan extendida como falsa, de que el jefe no dispondría de poder, salvo en caso de guerra, el líder guerrero en ningún momento de la expedición (preparación, batalla, retirada) está en condiciones –en el caso de que ésa fuera su intención– de imponer su voluntad, de hacer valer un orden que sabe de antemano que nadie obedecerá. En otras palabras, la guerra, tanto como la paz, no permite al jefe hacer de jefe. Describir la verdadera figura del jefe salvaje en su dimensión guerrera (¿para qué sirve un jefe guerrero?) requeriría un desarrollo especial. Por el momento retengamos la idea de que la guerra no abre ningún campo nuevo a las relaciones políticas entre los hombres: tanto el jefe guerrero como los simples guerreros siguen siendo Iguales. La guerra jamás instituye la división en la sociedad primitiva; ni aun efímeramente, entre los que mandan y los que obedecen, la voluntad de libertad no se anula aunque sea al precio de la eficacia operacional en la voluntad de victoria. La máquina de guerra es incapaz, por sí sola, de engendrar la desigualdad en la sociedad primitiva. Las antiguas crónicas de los viajeros y misioneros y los trabajos recientes de los etnólogos, coinciden en que cuando un jefe quiere imponer su propio deseo de guerra a la comunidad ésta lo abandona, porque quiere ejercer su libre voluntad colectiva y no someterse a la ley de un deseo de poder. AI jefe que quiere “hacer dé jefe”, en el mejor de los casos se le vuelve la espalda, en el peor se lo mata. Tal es, por lo tanto, la relación estructural que mantiene la sociedad primitiva en general con la guerra. Ahora bien, existe (existía) en el mundo un tipo muy particular de sociedades primitivas en las que la relación con la guerra excede ampliamente lo que hemos dicho más arriba. Se trata de sociedades en las que la actividad guerrera está de alguna manera desdoblada, o sobredeterminada: por una parte, asume, como en toda sociedad primitiva, la función propiamente socio–política de mantener a las comunidades en la multiplicidad, ahondando sin cesar la separación entre ellas; por otra parte, se despliega en un plano completamente diferente, no ya como medio político de una estrategia sociológica –permitir el juego pleno de la fuerza centrífuga para conjurar desde un principio toda fuerza unificadora–, sino más bien como objetivo privado, como fin personal del guerrero. En este nivel, la guerra ya no es un efecto estructural del modo de funcionamiento de la sociedad primitiva, sino una empresa individual absolutamente libre que no depende más que de la decisión del guerrero: éste sólo obedece la ley de su deseo de su voluntad. En este caso, ¿será la guerra tarea exclusiva del guerrero? A pesar del aspecto extremadamente “personalizado” de la actividad guerrera en este tipo de sociedades, es evidente que incide en el plano sociológico. ¿Cuál es la nueva figura que esta doble dimensión que adopta la guerra asigna al cuerpo social? Se dibuja en la superficie del cuerpo social un espacio extraño –un espacio extranjero, que le adjunta un órgano imprevisible: el grupo social particular constituido por el conjunto de los guerreros, y no constituido por el conjunto de los hombres, ya que en estas sociedades no todos los hombres son necesariamente guerreros, no todos sienten con igual intensidad el llamado de las armas; tan sólo unos pocos realizan su vocación guerrera. En otras palabras, en este tipo de sociedades el grupo de guerreros no reúne más que a una minoría de hombres, aquellos que han elegido deliberadamente consagrarse full–time por así decirlo, a la actividad guerrera, aquellos para quienes la guerra es el fundamento mismo de su ser, su amor propio último, el sentido exclusivo de su vida. La diferencia entre el caso general de las sociedades primitivas y el caso particular que tratamos ahora aparece inmediatamente. En la sociedad primitiva, esencialmente guerrera, todos los hombres son guerreros potenciales porque el estado de guerra es permanente, y son guerreros efectivos cuando estalla, de tiempo en tiempo, el conflicto armado. Y es justamente porque la totalidad de los hombres está siempre preparada para la guerra que no se puede diferenciar, en el seno de la comunidad masculina, un grupo más guerrero que los otros: la relación con la guerra es igual para todos. En tanto que en el caso de las sociedades “con guerreros”, la guerra reviste el carácter de una vocación personal que todo individuo masculino puede sentir, ya que cada uno es libre de hacer lo que quiera, pero que sólo algunos realizan de hecho. Esto significa que, en el caso general, la totalidad de los hombres hacen la guerra de tiempo en tiempo y que, en el caso particular, una minoría de hombres hacen constantemente la guerra. O bien, para decirlo aún más claramente: en las sociedades “con guerreros” todos los hombres hacen de tiempo en tiempo la guerra, cuando la comunidad en su conjunto está en juego (y así nos encontramos en el caso general); pero, además, un cierto número de ellos están constantemente embarcados en expediciones guerreras, aún en el caso de que la tribu se encuentre, provisoriamente, en paz relativa con los grupos vecinos: hacen la guerra por su propia cuenta y no para responder a un imperativo colectivo. Esto no significa, claro está, que la sociedad permanezca indiferente o inerte frente al activismo de sus guerreros: por el contrario, la guerra es exaltada, el guerrero vencedor celebrado, y se festejan sus hazañas en conjunto en el curso de grandes fiestas. Por lo tanto, la relación entre la sociedad y el guerrero es positiva. Es por ello que estas sociedades merecen con propiedad el calificativo de guerreras. Aún será preciso dilucidar en profundidad la relación real que liga la comunidad como tal al grupo un tanto enigmático de sus guerreros. Pero, ¿dónde se encuentran estas sociedades?
Conviene tener en cuenta antes que nada que las sociedades guerreras no presentan una esencia especifica, irreductible, inmutable, respecto de la sociedad primitiva; no son más que un caso particular, y su particularidad reside en el lugar especial que en ella ocupa la actividad guerrera los guerreros. En otras palabras, toda sociedad primitiva podría transformarse en sociedad guerrera a causa de circunstancias externas (por ejemplo, un aumento de la agresividad de los grupos vecinos, o, por el contrario, un debilitamiento que incitaría a redoblar los ataques contra ellos) o internas (exaltación del ethos guerrero dentro del sistema de normas que rigen la existencia colectiva). Esto significa que el camino también puede recorrerse en sentido inverso, que una sociedad guerrera podría dejar de serlo si un cambio en la ética tribal o en el entorno socio–político moderara el gusto el por la guerra o limitara su campo de aplicación. El hecho de que una sociedad primitiva se convierta en guerrera, o su eventual retorno a la situación “clásica” anterior, procede de una historia y de una etnografía particulares, locales, que siempre es posible reconstituir. Pero éste es otro problema. Toda sociedad primitiva está, así, abierta a la posibilidad de convertirse en guerrera. Seguramente, en el dilatado espacio de nuestro mundo, a lo largo de los milenios que ha durado este modo primordial de organización social de la humanidad, ha habido por todas partes, surgiendo y desapareciendo, sociedades guerreras. Pero, naturalmente, poco interesa referirse solamente a la posibilidad sociológica que tiene toda sociedad primitiva de convertirse en sociedad guerrera y a la probabilidad de tal evolución. La etnología, afortunadamente, dispone de documentos más o menos antiguos en los que se encuentran descritas, muy detalladamente, las sociedades guerreras. Incluso puede ocurrir –rara vez, y por lo tanto es una oportunidad preciosa– que se tenga la suerte de llevar a cabo en una de esas sociedades lo que se denomina trabajo de campo. El continente americano, tanto al norte como al sur, ofrece un variado muestrario de sociedades que, más allá de sus diferencias, poseen en común una propiedad sobresaliente: en grados diversos, han llevado muy lejos su vocación guerrera, institucionalizado las cofradías de guerreros, permitido que la guerra ocupe un lugar central en la vida política y ritual del cuerpo social, en una palabra, han acordado el reconocimiento social a esta forma original, casi asocial, que es la guerra y a los hombres que la llevan a cabo. Los informes de los exploradores, las crónicas de los aventureros, los relatos de los misioneros, nos muestran que tal es el caso de los Hurones, los Algonquinos y los Iroqueses. Y a estas fuentes antiguas se agregan, confirmándolas, los relatos más recientes de cautivos de los indios, documentos oficiales americanos (civiles o militares) y las autobiografías de guerreros vencidos, que nos hablan de los Cheyennes, Sioux, Pies Negros y Apaches.
Igualmente belicosa, aunque menos conocida, América del Sur presenta a la investigación y la reflexión antropológica el incomparable campo de trabajo constituido por el Gran Chaco. Situado en el corazón del continente sudamericano, esta austera y vasta región tropical cubre una buena parte de Paraguay, Argentina y Bolivia. EI clima (estaciones muy contrastadas), la hidrografía (muy pocos cursos de agua), la flora (abundancia de una vegetación espinosa adaptada a la escasez del agua) confluyen para que el Chaco sea muy homogéneo desde el punto de vista de la naturaleza. Y aún lo es más desde el punto de vista cultural, destacándose netamente en el horizonte etnográfico sudamericano con la nitidez de un área cultural determinada. La mayor parte de las numerosas tribus que ocupan este territorio ilustran perfectamente, sin duda mejor que cualquier otra sociedad, aquello que entendemos habitualmente por cultura guerrera. La guerra es considerada por ellas la actividad más importante y es la ocupación casi exclusiva de una parte de los hombres. Los primeros conquistadores españoles, quienes apenas llegados al linde del Chaco debieron afrontar los asaltos reiterados de los indios chaqueños, lo comprendieron rápidamente.
Ahora bien, ocurre que por efecto del azar de la historia y la tenacidad de los jesuitas, disponemos de una documentación considerable acerca de las principales de estas tribus. En el curso del siglo XVIII, v hasta su expulsión en 1768, los jesuitas intentaron integrar el Chaco a su acción misionera, alentados por su éxito entre los indios Guaraníes. El fracaso, antes de la expulsión, fue casi total y, como lo subrayan los mismos jesuitas, prácticamente inevitable: contra la tarea de evangelización se alzaba, insuperable, el obstáculo de la diabólica pasión guerrera de los indios. Al no poder relatar una conquista espiritual exitosa, los misioneros, resignados, se dedicaron a reflexionar sobre su fracaso y a descubrir la explicación en la particular naturaleza de estas sociedades que la mala fortuna les había asignado. De ahí, para suerte nuestra, las inmejorables descripciones que han dejado, enriquecidas por años de contacto cotidiano con los indígenas, por el conocimiento de sus lenguas y por una real simpatía de los jesuitas hacia esos feroces guerreros. Y es así que, de ahí en más, se asocia a la tribu de los Abipones el nombre de Martin Dobrizhoffer, a la de los Mocovies el de Florian Paucke, a la de los famosos Guaicurú–Mbaya el de José. Sánchez Labrador, sin olvidar la obra que Pedro Lozano, historiador de la Compañía de Jesús, consagró especialmente a las sociedades del Chaco.
La mayoría de estas tribus ha desaparecido, lo que hace doblemente precioso al testimonio de los libros ejemplares que conservan su memoria. Pero jamás podría sustituir completamente, por más detallado y preciso que fuera, a la observación directa de una sociedad viva. Esta posibilidad se me ofreció en 1966, en la parte paraguaya del Chaco, cerca del río Pilcomayo, que separa la Argentina del Paraguay. El curso medio de este río bordea por el sur el territorio de los indios Chulupí, más conocidos en la literatura etnográfica bajo el nombre (inexacto) de Ashluslay y que se llaman a sí mismos Nivaklé, término que, como era de esperar, significa simplemente “los Hombres”. Estimados en 20.000 a comienzos de siglo. los Chulupí ahora parecen haber logrado controlar la caída demográfica que los amenazaba: hoy en día son aproximadamente 10.000 almas. Permanecí entre ellos seis meses (mayo–octubre de 1966), acompañado en mis desplazamientos por dos indios intérpretes que, además de su propia lengua, hablaban fluidamente el castellano y el guaraní. Hasta el comienzo de los años treinta, el Chaco paraguayo era un territorio casi exclusivamente indígena, terra incognita en la que los paraguayos no habían intentado penetrar. Las tribus llevaban en ella su vida tradicional, libre, autónoma, en la que la guerra ocupaba un lugar preponderante. A consecuencia de las tentativas de anexión de esta región por parte de Bolivia en 1932 estalló una guerra asesina, la guerra del Chaco, que enfrentó a bolivianos y paraguayos hasta 1935 y que terminó con la derrota del ejército boliviano. Los indios, ajenos en principio a este conflicto internacional que no les concernía, fueron sin embargo las primeras víctimas: esta guerra encarnizada (50.000 muertos en cada bando) se desarroll6 en su territorio, y sobre todo en el de los Nivaklé, obligándolos a huir de las zonas de combate y trastornando sin remedio la vida social tradicional. Preocupados por consolidar su victoria, los paraguayos edificaron rápidamente, a lo largo de las fronteras, una cadena de fortines cuyas guarniciones protegían además, contra eventuales ataques indios a los colonos y misiones religiosas que se instalaban en ese territorio virgen. La antigua libertad de los indios se perdió para siempre: los contactos más o menos frecuen0 tes con los blancos y sus efectos habituales (epidemias, explotación, alcoholismo, etc.) no tardaron en difundir la destrucción y la muerte.
Las comunidades más belicosas, sin embargo, reaccionaron mejor que las otras: es el caso de los Chulupi, quienes, apoyados en un potente ethos guerrero y una eficaz solidaridad tribal, supieron mantener hasta el presente una relativa autonomía. Cuando yo visité a aquellos indios, la guerra –claro está– había terminado hacía mucho tiempo. Pero había muchos hombres, de cincuenta o sesenta años, que eran antiguos guerreros (viejos combatientes) que veinte o veinticinco años antes (principios de los años cuarenta) todavía tendían crueles emboscadas a sus enemigos hereditarios, los Toba, que ocupaban en la Argentina la otra ribera del Pilcomayo. Tuve frecuentes charlas con muchos de ellos. La memoria fresca de combates bastante recientes, el deseo de todo guerrero de exaltar sus hechos de armas, la atención apasionada de los jóvenes que escuchaban el relato de sus padres, todo se conjugaba para facilitar mi deseo de saber lo más posible acerca de una sociedad “con guerreros”, sobre los ritos y técnicas de la guerra indígena, sobre la relación entre la sociedad y sus guerreros. Tanto como a las crónicas de los Sánchez. Labrador o los Dobrizhoffer, les debo a esos hombres de una lucidez sorprendente en lo que se refiere al status del guerrero dentro de su propia comunidad el haber entrevisto los rasgos que componen, plena de orgullo, la figura del Guerrero; el haber podido descubrir las líneas del movimiento que necesariamente describe la vida guerrera, y, por último, el haber comprendido (porque ellos me lo dijeron, ellos lo sabían) cuál es el destino del guerrero salvaje. Tomemos como ejemplo, porque ilustran perfectamente el singular mundo de las sociedades guerreras y porque la documentación que se posee sobre ellas es muy rica, el caso de tres tribus del Chaco: los Abipones, los Guaicurú y los Chulupí. El grupo de los guerreros, institucionalmente aceptado y reconocido por la sociedad como lugar determinado del campo sociológico 0 como órgano particular del cuerpo social, se llama en ellas, respectivamente, Höchero, Niadagaguadi, Kaanoklé. Estos términos no denotan solamente la actividad principal a la que se dedican estos hombres (la guerra), sino también su pertenencia a un orden de superioridad socialmente admitida (una “nobleza”, dicen los cronistas), a una especie de caballería cuyo prestigio repercute en la sociedad integra: la tribu está orgullosa de sus guerreros. Ganar el nombre de guerrero es conseguir un título de nobleza. Esta superioridad del grupo de los guerreros reposa, en efecto, exclusivamente en el prestigio que les dan los hechos de armas. La sociedad funciona como un espejo que devuelve al guerrero vencedor una imagen halagadora de sí mismo, no sólo para que él juzgue legítimos sus esfuerzos y los riesgos corridos, sino también para que se sienta alentado a proseguir la realización de su vocación beligerante, a perseverar, en suma, en su ser de guerrero. En el curso de fiestas, ceremonias, danzas, cantos y bebederas y que celebran y conmemoran colectivamente sus acciones, el Höchero abipón o el Kaänoklé chulupi sienten, hasta el fondo de su ser, la verdad de este reconocimiento que la sociedad no le escatima. Existe un ajuste exacto entre el mundo ético de los valores tribales y el amor propio individual del guerrero privado. Esta disposición jerárquica –más que aceptada, deseada por la sociedad que reconoce al guerrero la superioridad de su status social–, no podría exceder la esfera del prestigio: no se trata de una jerarquía del poder que detentaría el grupo de guerreros para ejercerlo sobre la sociedad. Ninguna relación de dependencia coloca a la sociedad en situación de tener que obedecer a su minoría guerrera. Igual que cualquier otra sociedad primitiva, la sociedad guerrera no permitía a la división social quebrar la homogeneidad del cuerpo social, no deja que los guerreros se instituyan como órgano de un poder político separado de la sociedad, no deja que el Guerrero encarne la nueva figura del Señor. Aún será necesario analizar en profundidad los procedimientos que la sociedad pone en juego para mantener a los guerreros alejados del poder. Pero es sin duda esta disyunción esencial la que señala Sánchez Labrador, una vez anotada la incorregible propensión a la vanagloria y a la fanfarronería de los nobles–guerreros Guaicurú:
...en realidad, hay poca diferencia entre todos ellos (I., página 151).
¿Quiénes son los guerreros? Como es fácil imaginar, la agresividad y la belicosidad disminuyen, en general, con la edad y. es por esto que los guerreros se reclutan en una clase de edad determinada, la de los jóvenes de más de 18 años. Los Guaicurú que habían desarrollado, más que sus vecinos, un complejo de actividades ceremoniales, marcaban con un verdadero rito de pasaje la llegada de los jóvenes a la edad de portar armas (después de los 16 años). En el curso de este ritual, los adolescentes sufrían penosas pruebas físicas y debían distribuir todos sus bienes (armas, vestidos, ornamentos) entre la gente de la tribu. Se trata de un ritual específicamente militar y no de un rito de iniciación, ya que este último se realizaba antes, al cumplir los jóvenes de 12 a 16 años. Pero los jóvenes que habían pasado con éxito el ritual guerrero no pertenecían, sin embargo, al grupo de los Niadagaguadi, la cofradía de los guerreros, a la que sólo se accedía mediante un tipo de hazaña particular. Más allá de las diferencias rituales que presentan estas sociedades, en todas las tribus del Chaco la carrera de armas estaba abierta a todos los jóvenes sin distinción. En cuanto al ennoblecimiento resultante de la entrada en el grupo de los guerreros, dependía exclusivamente del valor personal de los debutantes. En consecuencia, era un grupo totalmente abierto (no hay que buscar en él, pues, una casta cerrada en gestación) pero al mismo tiempo minoritario, ya que no todos los jóvenes lograban cumplir con éxito las hazañas requeridas, y entre aquellos que lo lograban no todos querían (como veremos luego) ser socialmente reconocidos y designados guerreros: que un combatiente chulupí 0 abipón se niegue al título de Kaanoklé o de Höchero basta para mostrar, por la importancia de la renuncia, la magnitud de lo que espera obtener y conservar a cambio. Aquí se ve con claridad lo que quiere decir ser guerrero. El guerrero es, ante todo, un apasionado de la guerra. Una pasión singularmente intensa en las tribus del Chaco, como explican sus cronistas. Sánchez Labrador escribe acerca de los Guaicurú:
Consideran las cosas con una total indiferencia, a excepción del extremo celo con el que se ocupan de sus caballos, sus utensilios y sus armas (I., pág. 288).
Esta constatación desencantada es confirmada por Dobrizhoffer a propósito de los mismos Guaicurú:
Su principal y única preocupación son los caballos y la ciencia de las armas (I., pág. 190).
Pero esto también es válido para los Abipones que, desde este punto de vista, no valen más que los Guaicurú. Dobrizhoffer, espantado frente a las heridas infligidas a los niños, anota que es el preludio a la guerra, para la que son entrenados desde muy jóvenes (II., pâg. 48).
La consecuencia –importantísima para un padre misionero de esta pedagogía de la violencia era que los Abipones, poco preparados para practicar las virtudes cristianas se dedicaban, por el contrario, a evitar la ética del amaos los unos a los otros. La cristianización, escribe el jesuita, estaba destinada al fracaso:
..los jóvenes Abipones son un obstáculo para el progreso de la religión. En Su ardiente deseo de gloria militar y de botín están ávidos por cortar las cabezas de los españoles y destruir sus carretas y sus campos... (II., pág. 148).
El gusto de los jóvenes por la guerra no es menos vivo en sociedades con características muy diferentes. Es así que en el otro extremo del continente americano, en el Canadá, Champlain fracasa frecuentemente en sus esfuerzos por mantener en paz a las tribus con las que hubiera querido asegurar la alianza: siempre los mismos factores de guerra, los jóvenes. Su estrategia de largo alcance, fundada en el establecimiento de relaciones pacíficas entre Algonquinos e Iroqueses, tal vez hubiera tenido éxito de no ser por
... que nueve 0 diez jóvenes cabezas duras emprendieran la guerra, lo que hicieron sin que nadie pudiera impedírselos debido a lo poco que obedecen a sus a jefes... (pág. 285).
En cuanto a los jesuitas franceses, encontraron en estas regiones los mismos sinsabores que sus homólogos alemanes o españoles en el Chaco un siglo más tarde. Preocupados por poner un freno a la guerra que libraban sus aliados Hurones con los Iroqueses para librar a los prisioneros de guerra al menos de las terribles torturas que les infligían los vencedores, sistemáticamente intentaban comprar a los Hurones sus cautivos Iroqueses. He aquí lo que respondió a tal proposición de compra, indignado, un jefe burón:
Yo soy hombre de guerra y no un comerciante, he venido a combatir y no a comerciar; mi gloria no consiste en traer presentes sino prisioneros y por lo tanto yo no puedo tocar vuestras hachas ni vuestras calderas; si tanto deseáis tener nuestros prisioneros tomadlos, yo todavía tengo bastante ímpetu como para ir a buscar otros; si el enemigo me quita la vida se dirá en el país que como Onontios retuvo nuestros prisioneros nos hemos lanzado a la muerte en busca de otros. (III, año 1644, pág. 48).
En cuanto a los indios Chulupí, sus veteranos me contaban cómo, cuando entre 1928 y 1935 preparaban una expedición particularmente decisiva y peligrosa contra los militares bolivianos y argentinos que entonces estaban resueltos a exterminarlos, debieron rechazar las candidaturas de decenas de jóvenes cuya impetuosidad e indisciplina hacía correr el riesgo de comprometer el éxito de la expedición, es decir, de convertirla en un desastre. “No tenemos necesidad de vosotros, decian los Kaanoklé, somos bastantes.” Probablemente no eran más de una docena.
Los guerreros son, por lo tanto, hombres jóvenes. ¿Pero por qué los jóvenes son tan amantes de la guerra? ¿Dónde se origina su pasión? En una palabra, ¿qué es lo que mueve un guerrero? Es, como hemos visto, el deseo de prestigio que sólo la sociedad puede proporcionar o negar. Este es el lazo que une al guerrero con su sociedad, el tercer término que relaciona el cuerpo social y el grupo de los guerreros, determinando de entrada una relación de dependencia: la realización del ser del guerrero pasa por el reconocimiento social, el guerrero no puede pensarse como tal si la sociedad no lo acepta. Las hazañas individuales no son más que una condición necesaria para la adquisición de un prestigio que sólo confiere el consentimiento social. En otras palabras, la sociedad puede muy bien, según las circunstancias, negarse a reconocer el valor de una acción guerrera considerada inoportuna, provocadora o prematura: en el juego entre la sociedad y el guerrero sólo la tribu detenta el dominio de las reglas. Los cronistas miden la pasión guerrera por la potencia del deseo de prestigio, y esto que escribe Dobrizhoffer acerca de los Abipones vale para todas las sociedades guerreras:
Consideran que la nobleza más digna de honor no es la que se hereda por la sangre y que' es como un patrimonio, sino la que se obtiene por propios méritos (...). Para ellos, la nobleza no reside en el valor y el honor del linaje sino en el coraje y la rectitud (II., pág. 454).
El guerrero no posee nada de antemano, no hay situación rentable, la gloria es intransferible y no fundamenta ningún privilegio.
El amor por la guerra es una pasión secundaria, derivada de otra primaria: el deseo, más fundamental, de prestigio. La guerra es el medio de realizar un fin individual, el deseo de gloria del guerrero. El guerrero tiene vocación de gloria, no de poder, para él la guerra constituye el medio más rápido y eficaz de cumplir su voluntad. Pero, ¿bajo qué signo el guerrero se hace reconocer por la sociedad, cómo puede obligarla a conferirle el prestigio que espera de ella? Dicho de otra manera, ¿qué pruebas ofrece para establecer su victoria? En primer lugar está el botín. Su importancia entre las tribus del Chaco, la vez real y simbólica, es tanto más notable por cuanto la guerra en general, en la sociedad primitiva, no tiene ninguna finalidad económica. Después de haber anotado que los Guaicurú no hacían la guerra para aumentar su territorio, Sánchez Labrador definía las causas principales;
La razón que los hace guerrear en territorio extranjero es únicamente el interés por el botín y la venganza de lo que consideran ofensas (I, pág. 310).
A Dobrizhoffer, los Abipones le explicaban que la guerra contra los Cristianos les procuraba más beneficios que la paz (II, pág. 133).
¿Cuál es la composición del botín de guerra? Se trata, esencialmente, de instrumentos metálicos, caballos y prisioneros, hombres, mujeres o niños. El destino del metal es evidente: acrecentar el rendimiento técnico de las armas (puntas de flecha, lanzas, cuchillos, etc.), el de los caballos es menos utilitario. En efecto, a los Abipones, Mocovíes, Toba y Guaicurú no les faltaban caballos; tenían, por el contrario, millares. Algunos indios poseían hasta 400, de los cuales sólo utilizaban efectivamente algunos pocos (caballos de guerra, de viaje, de carga). La mayor parte de las familias abiponas disponían por lo menos de una cincuentena de animales, por lo tanto, no tenían ninguna necesidad de los caballos ajenos, aun cuando pensaran que nunca tenían bastante. Capturar las tropillas de los enemigos (españoles o indios) era una especie de deporte. Naturalmente se trataba de un deporte sumamente riesgoso, ya que cada tribu cuidaba celosamente su bien más preciado, las inmensas tropillas. Ciertamente, un bien precioso, pero de puro prestigio, exclusivamente espectacular, ya que no tenía más que un pobre valor de uso e intercambio. Además, la posesión de millares de caballos era un estorbo para la comunidad porque le creaba la, servidumbre de la vigilancia constante con el fin de protegerlos de los vecinos, la búsqueda permanente de pasturas y de cursos de agua abundantes. Los indios del Chaco arriesgaban su vida para robar los caballos ajenos, a sabiendas de que acrecentar sus animales a expensas de los enemigos los cubría doblemente de gloria. Dobrizhoffer indica la amplitud de estos robos:
A veces, en un solo asalto, los jóvenes abipones, que son más feroces que los adultos, han robado 4.000 caballos (III, pág. 16).
Por último, la parte del botín de guerra, que da más prestigio, como explica Sánchez Labrador, son los prisioneros:
Manifiestan un indescriptible y furioso deseo de obtener prisioneros y niños de cualquier otra nación, aún de los españoles (I, pág. 310).
Menos marcado que entre los Guaicurú, el deseo de capturar enemigos es, sin embargo, poderoso entre los Abipones 0 los Chulupí. Durante el tiempo de mi estancia entre estos últimos, me mostraron en uno de sus pueblos a dos viejecitos, un hombre y una mujer, que habían pasado largos años de cautiverio entre los Toba. Algunos años antes, los Toba los habían devuelto a la tribu a cambio de algunos de los suyos, prisioneros de los Chulupí. Cuando se compara lo que escriben Sánchez Labrador y Dobrizhoffer acerca del status asignado por los Guaicurú y los Abipones, a los cautivos, aparece una diferencia considerable en cuanto al trato que se les reservaba. Según el primero, los prisioneros de los Guaicurú eran “siervos” 0 “esclavos”. Evocando la extrema libertad de que gozaban los adolescentes escribe:
Hacen lo que quieren sin siquiera ayudar a sus padres. Es una ocupación de domésticos. (I, pág. 315).
Dobrizhoffer, por el contrario, anota a propósito de los Abipones:
Jamás consideran a sus prisioneros de guerra, ya sean españoles, indios o negros, como siervos o esclavos (II, página 139).
Rápidamente nos damos cuenta de que en realidad las tareas serviles exigidas por los señores Guaicurú a sus prisioneros no a van más allá de las menudas y fastidiosas tareas cotidianas, tales como ir a buscar leña para el fuego, agua, u ocuparse de la cocina. Por lo demás, los “esclavos” vivían como los señores y participaban con ellos de las acciones militares. El sentido común explica suficientemente por qué los vencedores no podían transformar a los vencidos en esclavos y explotar su fuerza de trabajo: ¿qué clase de tareas iban a asignarles? Sin duda, hay peores condiciones que la de esclavo guaicurú, como explica el propio Sánchez Labrador:
Mientras sus señores duermen, se emborrachan o hacen otras cosas (I, pág. 251).
Por otra parte, los Guaicurú no se complicaban con sutiles distinciones sociales:
Su auto–glorificación hace que consideren al resto de las naciones conocidas, sin exceptuar a los españoles, como clavos (II, pág. 52).
Aunque no podamos resolverlo ahora, es necesario, al menos, que delineemos un problema: la particular demografía de estas sociedades guerreras. A mediados del siglo XVIII los Guaicurú eran 7.000 y los Abipones 5.000. Poco tiempo después de la llegada de los españoles tuvo lugar en esas regiones la primera guerra entre los conquistadores, conducidos por Alvar Núñez Cabeza de Vaca y los Guaicurú, que en ese entonces eran unos 25.000. En poco más de dos siglos, por lo tanto, su población había decrecido más de dos tercios. Los Abipones, por cierto, habían sufrido la misma caída demográfica. ¿Cuáles fueron las causas? Evidentemente es necesario tener en cuenta las epidemias introducidas por los europeos. Pero, como lo subrayan los jesuitas, las tribus del Chaco, a diferencia de las otras (los Guaraníes, por ejemplo) por el hecho mismo de su hostilidad al contacto –cuando no belicosidad– con los españoles, se encontraban relativamente al abrigo del mortal impacto microbiano. Si las epidemias no son la causa, o lo son parcialmente, ¿con qué se relaciona, entonces, la despoblación de estas tribus? Las indicaciones de los misioneros sobre este punto son muy precisas. Sorprendiéndose del escaso número de niños que había entre los Guaicurú, Sánchez Labrador refiere que él no ha conocido más que cuatro parejas con dos niños y que los otros no tienen más que uno ninguno (II, pág. 31). Dobrizhoffer hace la misma observación: los Abipones tienen pocos niños. Por otra parte, el número de mujeres entre ellos es muy superior al de los hombres. El jesuita indica la proporción, seguramente exagerada, de 100 hombres por cada 600 mujeres, de ahí la gran frecuencia de la poliginia (II, págs. 102–103). No hay duda de que la mortalidad de los jóvenes era muy elevada y que las tribus del Chaco pagaban muy cara su pasión por la guerra. Sin embargo, no es ésta la razón de la baja demografía, puesto que los casamientos poligínicos habrían debido compensar las pérdidas de hombres. Parece evidente que la caída de población estaba provocada por la falta de natalidad no por el exceso de mortalidad de los hombres: no había suficientes niños. Para ser aún más precisos: había pocos nacimientos porque las mujeres no querían tener niños. Por esto, uno de los objetivos de la guerra era capturar los niños de los otros, operación generalmente exitosa porque los niños y adolescentes, españoles en particular, cautivos de las tribus, se negaban a dejarlas cuando tenían la ocasión, No es menos cierto que estas sociedades (sobre todo los Abipones, Mocoví y Guaicurú) se encontraban, por la dinámica propia de la guerra, abocados a la cuestión de su propia sobrevivencia. En efecto, ¿acaso no hay que articular estos dos deseos, distintos y convergentes, el deseo social de la sociedad de llevar por todas partes la guerra y la muerte y el deseo individual de las mujeres de no tener niños? Voluntad de dar la muerte por una parte, negativa a dar la vida por otra. En la satisfacción de su pasión guerrera, esta altanera caballería del Chaco tendía, trágicamente, hacia la posibilidad de su propia muerte: compartiendo esta pasión, las mujeres aceptaban ser esposas de guerreros pero no madres de sus niños. Resta subrayar los efectos socio económicos a mediano plazo de la guerra en estas sociedades. Algunas de ellas (Abipones, Mocovi, Guaicurú) hacía mucho tiempo que habían abandonado la agricultura, ya que la guerra permanente y la necesidad de buscar nuevas pasturas para los: caballos no se ajustaban a la vida sedentaria. Por lo tanto, eran nómades, y recorrían su territorio en grupos de 100 a 400 personas que vivían de la caza, la pesca y la recolección (plantas salvajes, miel). Si las acciones reiteradas contra los enemigos eran, en principio, para adquirir bienes de prestigio (caballos, prisioneros), tendían a adquirir una dimensión propiamente económica: no sólo procurarse bienes de equipo (armas), sino también de consumo (plantas cultivadas comestibles, algodón, tabaco, carne de vaca, etc.). En otras palabras, y sin exagerar la envergadura de este corrimiento funcional de la guerra, las acciones se convirtieron también en empresas de pillaje: los indígenas pensaban que era más fácil procurarse los bienes que precisaban con las armas en la mano. Una práctica de este tipo podía, a la larga, determinar una doble relación de dependencia de carácter económico: dependencia externa de la sociedad global respecto de los lugares de producción de los bienes deseados (sobre todo, de las colonias españolas) y dependencia interna de la tribu en relación con el grupo que, al menos parcialmente, asegura su subsistencia, a saber, el grupo de guerreros. Así, no debe sorprendernos el significado exacto que tenía, entre los Guaicurú, el término que designaba a los guerreros como tales, y no solamente los cazadores: Niadagaguadi, aquellos gracias a los cuales comemos. Esta “perversión” económica de la guerra en las sociedades que se dedican plenamente a ella, más que un accidente local, ¿no será, el efecto de una lógica inmanente a la propia guerra? El guerrero, ¿no se transformará, fatalmente, en un asaltante? El caso de las sociedades primitivas que siguieron un camino análogo lleva a pensar esto. Los Apaches, por ejemplo, cuando abandonaron la agricultura dejaron que la guerra asumiera poco a poco una función económica: pillaban sistemáticamente los establecimientos mexicanos y americanos, bajo la conducción, entre otros, del famoso Gerónimo, cuya tribu sólo toleraba las acciones militares que le procuraban bastante botín. Tal vez haya sido la lógica de la guerra, pero poderosamente favorecida por la posesión del caballo. El análisis detallado de los elementos que componen el botín de guerra podría sugerir que basta para fundamentar el reconocimiento del guerrero como tal, que es la fuente esencial del prestigio buscado. Ahora bien, esto no es así, y la pertenencia al grupo de los Höchero o de los Kaanoklé no se determinaba de ninguna manera por el número de caballos o de prisioneros capturados: babia que traer el cuero cabelludo de un enemigo matado en combate. Generalmente se ignora que esta tradición es tan antigua en América del Sur como en América del Norte. Casi todas las tribus del Chaco la respetaban. Arrancar el cuero cabelludo del enemigo abatido significaba, explícitamente, el deseo del joven vencedor de ser admitido en el club de los guerreros. Ceremonias imponentes celebraban la entrada del nuevo miembro, reconociendo su derecho definitivo al título, ya que se trataba de un ennoblecimiento de guerrero. Es necesario, entonces, plantear esta doble ecuación: los guerreros ocupan la cima de la jerarquía social del prestigio; un guerrero es un hombre que, no contentándose con matar a sus enemigos, les arranca el cuerpo cabelludo. La consecuencia inmediata es que un hombre que mata a su enemigo sin arrancarle el cuero cabelludo no es un guerrero. Una bizarría que parecerá anodina pero que se revelará de extrema importancia. Existe una jerarquía de los cueros cabelludos. Las cabelleras españolas, sin ser despreciadas, no eran, de lejos, tan estimadas como las de los indios. Para los Chulupí, por ejemplo, nada valía más que un cuero cabelludo toba, sus enemigos de siempre. Antes y durante la guerra del Chaco, los guerreros chulupi opusieron una resistencia encarnizada al ejército boliviano que quería apoderarse del territorio y exterminar a sus ocupantes. Admirables conocedores del terreno, los indígenas acechaban y atacaban a los invasores en las proximidades de los escasos cursos de agua. Los indios me contaban esos combates. Las flechas silenciosas diezmaban las patrullas enloquecidas por la sed y el terror a un enemigo invisible. Los soldados bolivianos morían por centenares, tantos, me decían los antiguos guerreros, que los indios renunciaron a quitarles el cuero cabelludo a los simples soldados para quedarse solamente con la cabellera de los oficiales. Todos estos trofeos son conservados por sus propietarios, cuidadosamente colocados en estuches de cuero o de cestería, y cuando los guerreros mueran, sus parientes los quemarán sobre la tumba a fin de que el humo proporcione al alma del difunto un acceso fácil al paraíso de los Kaanoklé. Pero no hay humo más noble que el proveniente de la cabellera de un guerrero toba.6 Antes, los cueros cabelludos de los enemigos pendían del techo de las grutas o a anudados a las lanzas de guerra, rodeados de una intensa actividad ritual (fiestas de celebración o de conmemoración) que denotaba la profundidad del lazo personal que unía al guerrero y su trofeo.
Estos son, esencialmente, el contexto etnográfico en el que se despliega la vida de las sociedades con guerreros, y el horizonte sobre el que se diseña la trama más secreta de las relaciones entre el guerrero y la tribu. Anotemos ahora que si estas relaciones fueran de carácter estático, si la relación entre el grupo particular de los guerreros y la sociedad global fuera estable, inerte o estéril, nuestra reflexión debería concluir aquí. En esta hipótesis tendríamos una minoría de hombres jóvenes –los guerreros–emprendiendo por cuenta propia –búsqueda de prestigio– una guerra permanente; y una sociedad que no tendría más que felicitarse a la vista de los beneficios primarios y secundarios que le procurarían los guerreros: seguridad colectiva adquirida por el debilitamiento constante de los enemigos, presas de guerra y botín resultante del pillaje de sus establecimientos. Una situación semejante podría reproducirse y repetirse indefinidamente, sin innovación alguna que viniera a alterar el ser del cuerpo social y el funcionamiento tradicional de la sociedad. Deberíamos concluir entonces, como Marcel Duchamp, que no hay solución porque no hay problema.
La cuestión reside en esto: ¿hay problema? ¿Cómo podría enunciarse? Se trata de saber si la sociedad primitiva no corre ningún riesgo al dejar crecer en su seno un grupo social particular, el de los guerreros. Tenemos fundamento para preguntarnos esto respecto de ellos y respecto de otros grupos, ya que la existencia de un conjunto de cantores o de una cofradía de danzarines, por ejemplo, no afecta en nada al orden social establecido. Pero aquí se trata de los guerreros, hombres que detentan un casi–monopolio de la capacidad militar de la sociedad, de alguna manera el monopolio de la violencia organizada. Esta violencia es ejercida sobre los enemigos, pero ¿podría ocurrir que fuera ejercida también sobre la propia sociedad? No la violencia en su realidad física (“guerra civil” de los guerreros contra la sociedad) sino en tanto podría dar lugar a una toma de poder por el grupo de guerreros que la ejercerían, desde ese momento, y según sus necesidades, contra la sociedad. ¿Podría el grupo de guerreros, como órgano especializado del cuerpo social, convertirse en un órgano de poder político independiente? En otras palabras, ¿resiente la guerra la posibilidad de aquello a que toda sociedad primitiva se dedica por esencia, o sea a conjurar la división del cuerpo social en Señores (la minoría guerrera) y Súbditos (el resto de la sociedad)? Hemos visto cómo, en las tribus del Chaco o entre los Apaches, la dinámica de la guerra podía transformar la búsqueda de botín prestigioso en pillaje de recursos. Si dentro del abanico de sus fuentes de aprovisionamiento de bienes materiales, la sociedad dejara crecer la parte proveniente de los botines de guerra, permitiría también que a la larga se estableciera una relación de dependencia creciente respecto de sus proveedores, los guerreros, que podrían así orientar a su antojo la vida política de la tribu. Estos efectos económicos de la guerra son menores provisorios en los casos citados, pero muestran que la sociedad no está al amparo de una evolución como la mencionada. Pero más que a las situaciones locales y coyunturales conviene interrogar a la lógica inmanente en la existencia de un cuerpo de guerreros y a la ética propia de ese grupo. Lo que nos lleva a plantearnos la pregunta: ¿qué es un guerrero? Es un hombre que coloca su pasión guerrera al servicio de su deseo de prestigio. Este deseo se realiza cuando el joven combatiente puede reclamar su integración a la cofradía de guerreros en sentido estricto) y su “titularización” como guerrero (Kaanoklé, Höchero, etc.): cuando presenta el cuero cabelludo de un enemigo. Podría suponerse que la acción llevada a cabo garantiza al nuevo guerrero un status irrevocable y un prestigio definitivo que no tendrá más que saborear apaciblemente. Nada de eso. Lejos de estar terminada, su carrera recién comienza. El primer cuero cabelludo no es la coronación sino el punto de partida. De la misma manera que en esta sociedades el hijo no hereda la gloria adquirida por el padre, tampoco el joven guerrero se libera de otras hazañas mediante su proeza inaugural: debe recomenzar a cada instante, ya que cada acción realizada es a la vez fuente de prestigio y cuestionamiento del mismo. El guerrero está, por esencia, condenado a una buida hacia adelante. La gloria conquistada jamás es suficiente, necesita ser comprobada, y toda hazaña rápidamente reclama la realización de otra. Así, el guerrero es el hombre de la insatisfacción permanente. La personalidad de esta inquieta figura resulta de una convergencia entre el deseo individual de prestigio y el reconocimiento social que se le confiere.
Ante cada hecho de armas, cl guerrero y la sociedad pronuncian el mismo juicio: está bien, pero puedo hacer más, adquirir más gloria, dice el guerrero; está bien, pero debes hacer más; obtener de nosotros el reconocimiento de un prestigio superior, dice la sociedad. Dicho de otra manera, tanto por su personalidad (la gloria. antes que nada) como por su total dependencia de la tribu (a quién sino podría conferirle la gloria?), el guerrero se encuentra, volens nolens, prisionero de una lógica, que lo lleva implacablemente a querer hacer siempre un poco más. De lo contrario, la sociedad perdería rápidamente la memoria de sus hazañas pasadas y de la gloria que le valieron. El guerrero sólo existe en la guerra, está condenado al activismo: el relato de sus proezas, declamadas con ocasión de las fiestas, es un llamado a otras hazañas. Cuanto más combata el guerrero más prestigio le conferirá la sociedad.
De esto se sigue que si la sociedad es la única capaz de acordar o negar la gloria, el guerrero está dominado, alienado por la sociedad. ¿Pero acaso esta relación de subordinación no podría revertirse en beneficio del guerrero, en detrimento de la tribu? En efecto, esta posibilidad está inscrita en la lógica misma de la guerra que aliena al guerrero en una espiral ascendente de hazañas cada vez más gloriosas. Esta dinámica de la guerra que, originariamente, es una empresa individual del guerrero, podría muy bien ir convirtiéndose poco a poco en empresa colectiva de la sociedad: el guerrero bien puede alienar a la tribu en la guerra. El órgano (el conjunto de los guerreros) puede desarrollar la función (la actividad guerrera). ¿De qué manera? En primer lugar hay que tener en cuenta que, aunque por naturaleza deben cumplir individualmente su vocación, los guerreros constituyen en conjunto un grupo determinado por la identidad de sus intereses; organizar expediciones sin cesar para acrecentar su prestigio. Por otta parte, ellos no hacen la guerra a los a enemigos personales sino los enemigos de la tribu. En otras palabras, su interés es no dejar nunca en paz a estos enemigos, hostigarlos siempre, no darles respiro. De esto resulta que, en una sociedad cualquiera, la existencia de un grupo organizado de guerreros “profesionales” tiende a transformar el estado de guerra permanente (situación general de la sociedad primitiva) en guerra efectiva permanente (situación particular de las sociedades con guerreros). Ahora bien, tal transformación, llevada su término, acarrearía consecuencias sociológicas considerables, por cuanto alteraría la estructura misma de la sociedad, su ser indiviso. El poder de decisión de guerra o paz (poder absolutamente esencial) no pertenecería ya, en efecto, a la sociedad, sino colocarían su interés privado por la cofradía de guerreros, que encima del interés colectivo de la sociedad, que convertirían su punto de vista particular en el punto de vista general de la tribu. EI guerrero empujaría a la sociedad a un ciclo de guerras no deseado, La política exterior de la tribu ya no estaría determinada por ella misma sino por una minoría que la llevaría a una situación imposible: la guerra' permanente contra todas las naciones vecinas. Aquello que en un comienzo era grupo de adquisición de prestigio, la comunidad guerrera, se transformaría luego en grupo de presión con vistas a llevar a la sociedad a aceptar la intensificación de la guerra, por último en grupo de poder que decidiría por sí solo la paz y la guerra. Una vez recorrida esta trayectoria, inscrita de antemano en la lógica de la guerra, el grupo de guerreros detentaría el poder y lo ejercería sobre la sociedad para obligarla a perseguir su objetivo: se habría instituido, así, como órgano de poder político independiente, la sociedad global presentaría una figura radicalmente nueva, la de la división entre dominadores y dominados. Por lo tanto, la guerra acarrea el peligro de la división del cuerpo social homogéneo de la sociedad primitiva.
Una paradoja sorprendente: por un lado la guerra permite que la comunidad primitiva persevere en su ser indiviso; por otra parte, se revela como el posible fundamento de la división en Señores y Súbditos. La sociedad primitiva como tal obedece a una lógica de la indivisión que la guerra tiende a sustituir por la lógica de la división. Vemos entonces que la sociedad primitiva no permanece al margen del conflicto dinámico, de la innovación social o, para decirlo de otro modo, de la contradicción interna: el conflicto entre el deseo social del grupo (mantener el cuerpo social como totalidad una) y el deseo individual del guerrero (todos los medios son buenos para acrecentar la gloria), contradicción entre dos lógicas opuestas de tal manera que cada una debe triunfar mediante una exclusión radical de la otra. O bien la lógica sociológica anula al guerrero, o bien la lógica guerrera destruye la sociedad como cuerpo indiviso. No hay soluciones intermedias. ¿Cómo se plantea entonces la cuestión de la relación entre la sociedad y los guerreros? Se trata de saber si la sociedad está en condiciones de poner en juego los mecanismos de defensa adecuados para protegerse de la mortal división a la que, fatalmente, la conduce el guerrero. Para la sociedad es un problema de sobrevivencia; o la tribu o el guerrero. ¿Quién de los dos será más fuerte? ¿Cuál es la solución que se da a este problema en la realidad social concreta de estas sociedades? Para saberlo es necesario interrogar nuevamente a la etnografía de estas tribus.
En primer lugar reparemos en los límites asignados al grupo de guerreros como organización autónoma. De hecho, este grupo no está instituido y socialmente reconocido como tal más que en el plano del prestigio adquirido: los guerreros son los hombres que han conquistado el derecho a ciertos privilegios (título, nombre, peinado y pinturas especiales, etc.), sin contar los efectos eróticos de su prestigio en las mujeres. La naturaleza misma de su objetivo vital –el prestigio– les impide precisamente constituirse como conjunto capaz de elaborar una política y una estrategia unitaria, como parte del cuerpo social apto para promover y alcanzar objetivos colectivos que les sean propios. En efecto, el individualismo obligado de cada guerrero impide al conjunto de guerreros aparecer como colectividad homogénea. El guerrero deseoso de adquirir prestigio no puede y no quiere contar más que con sus propias fuerzas: no desea una eventual solidaridad de sus compañeros de armas con los que debería compartir el beneficio de la expedición. Una banda de guerreros no actúa como un equipo: cada uno por sí mismo, es, llevada al extremo, la divisa del guerrero salvaje. Gozar del prestigio es un puro asunto personal, adquirirlo también.
Pero vemos también que en virtud de la misma lógica, el prestigio adquirido (la hazaña realizada) no asegura al guerrero más que una satisfacción provisoria, un placer efímero. Cada hecho de armas y saludado y celebrado por la tribu lo coloca, de hecho, en la obligación de apuntar más alto, de mirar más allá, de volver al punto cero renovando la fuente de su prestigio, extendiendo siempre la serie de sus hazañas. En otras palabras, la tarea del guerrero es infinita, siempre inacabada, jamás alcanza el objetivo que queda siempre fuera de sus posibilidades: no hay reposo para el guerrero en su búsqueda infinita. Su empresa es, pues, individual,
La vida guerrera es un perpetuo combate y además no genera rentas. Pero esto no es todo. Para responder a esta exigencia, personal y social a la vez, de reconquistar el prestigio reiterando las hazañas no le es suficiente al guerrero con renovar el mismo hecho de armas, instalándose apaciblemente en la repetición de traer nuevamente al campamento el cuero cabelludo de un enemigo: ni él ni la tribu se contentarían con esta solución tan fácil (si puede decirse). Es necesario que la proeza sea cada vez más difícil, el peligro enfrentado más terrible, mayor el riesgo que se corre. ¿Pero por qué ha de ser así? Porque es el único medio que tiene el guerrero de mantener su diferencia individual en relación con sus compañeros, porque entre los guerreros hay competencia por el prestigio. Toda proeza de uno de ellos, justamente porque es reconocida como tal, es un desafío pata los otros: tienen que hacerlo mejor. EI debutante busca igualarse al veterano, obligando así a este último a mantener la diferencia de prestigio demostrando más valentía. El amor propio individual, la presión social de la tribu y la competencia en el interior del grupo acumulan sus efectos para lanzar al guerrero en una escalada de temeridad.
¿Cómo se traduce concretamente, en el terreno, esta escalada?
Para el guerrero se trata de buscar la máxima dificultad que acreditará su victoria con un valor igualmente grande. Así, por ejemplo, realizarán expediciones cada vez más largas, penetrando cada vez más en terreno enemigo. y renunciando a la seguridad que ofrece la proximidad de su propio territorio. O bien irán a enfrentar a un grupo adversario reputado por su particular coraje o ferocidad, cuyos cueros cabelludos son, por esto, más apreciados que los otros. Incluso se arriesgarán, a pesar del redoblamiento del peligro producido por las almas, los espíritus y los fantasmas, a llevar a cabo sus acciones por la noche, cosa que los indios no hacen jamás. De igual manera, cuando se organiza un ataque en conjunto, los guerreros se separan mucho de la vanguardia de las tropas para lanzar el primer asalto en un pequeño número. Se cubre de mucha gloria quien abate un enemigo en su campamento o su poblado, galopando en medio de las flechas o los arcabuzazos. Los testimonios de los exploradores, las crónicas de los misioneros, los informes de los militares, contienen una gran cantidad de relatos que ilustran la bravura de los guerreros salvajes, admirables a veces y, más frecuentemente, insensatos. Su bravura es innegable, pero les viene más de la lógica propia de la guerra, la guerra para adquirir prestigio, que de la personalidad individual del guerrero. Desde el punto de vista de los europeos (tanto en América del Norte como en América del Sur), ciegos a esta lógica de la gloria, la temeridad indígena nO podía parecer sino insensata, anormal. Pero desde el punto de vista indígena correspondía, simplemente, a la norma común de los guerreros. Guerra para ganar prestigio, lógica de la gloria; ¿a qué grado último de bravura podían conducir al guerrero? ¿Cuál es la hazaña que procura la mayor gloria porque es insuperable? Es la hazaña individual, la acción del guerrero que, solo, atacará el campo adversario, que se iguala, en ese desafío máximo en el que se inscribe la desigualdad más absoluta, a toda la potencia de sus compañeros, que reivindica y afirma su superioridad sobre el conjunto de los enemigos. Sólo contra todos: ése es el punto culminante de la escalada, en la proeza. Aquí no vale para nada el saber del guerrero experimentado, de poco le sirve su astucia cuando se encuentra en un frente a frente al que sólo ayuda la aplastante sorpresa de su presencia solitaria. Champlain cuenta, por ejemplo, que cuando intentó convencer d un valiente guerrero algonquino de no atacar en solitario los Iroqueses, escuchó la siguiente respuesta:
… que le era imposible vivir sino mataba a sus enemigos, así obtenía venganza, y que su corazón le decía que debía partir lo antes posible, lo que estaba decidido a hacer. (Pág. 165.)
Lo mismo hacen los Iroqueses, de lo que se sorprenden los jesuitas franceses instalados entre los Hurones:
...y aún algunas veces un enemigo tendrá el coraje, desnudo y tan sólo con un hacha en la mano, de entrar por la noche a sólo a las cabañas de un pueblo, y luego de haber matado los que se encontraban durmiendo emprender la huida, sin defensa frente a los centenares de personas que lo perseguirán días enteros (III, año 1642, pág. 55).
Se sabe que Gerónimo, incapaz de arrastrar a los Apaches a la guerra constante que deseaba, no dudaba en atacar los poblados mexicanos acompañado tan sólo de dos o tres guerreros. En su hermoso libro de memorias, el sioux Impulso Negro recuerda cómo un guerrero Crow fue muerto cuando, en solitario durante la noche, intentaba robar los caballos de los Sioux. Impulso Negro cuenta también que en un famoso combate contra el ejército norteamericano, un caballero cheyenne cargó solo, delante de sus hermanos, en medio de los disparos de los fusiles: lo mataron. Entre los Yanomami amazónicos más de un guerrero muere, como el famoso Fusiwe, en un combate librado en solitario contra un grupo enemigo. Los Chulupf aún conmemoran el fin de uno de los suyos, Kaanoklé de gran renombre. En la cumbre de la gloria, no tenía elección posible: montado en su mejor caballo de guerra, solo, se internó varias jornadas de marcha en territorio Toba, atacó uno de sus campamentos y murió en el combate. En el recuerdo de los Chulupf permanece viva la figura de Kalali'in, célebre jefe de guerra Toba. Ellos me contaron cómo, a principios de siglo, venía por la noche, solo, a los campamentos de los Chulupi dormidos, degollando y quitando y el cuero cabelludo a uno o dos hombres en cada visita; siempre escapaba ileso. Algunos guerreros chulupi decidieron capturarlo y lo lograron, tendiéndole una emboscada. Las hazañas de Kalali'in son evocadas con odio, su muerte con admiración: murió en la tortura sin dejar escuchar el sonido de su voz. ¿Para qué multiplicar los ejemplos? Basta leer los textos en los que pululan las anécdotas que muestran que, en el guerrero, el desprecio por el peligro viene acompañado siempre del deseo de gloria. Esta conjunción explica, por otra parte, un comportamiento de los guerreros que dejaba perplejos los europeos, a saber, que un combatiente capturado por sus enemigos jamás intentaba evadirse. Por lo tanto, la mayoría de las veces, el porvenir del prisionero de guerra estaba trazado: en el mejor de los casos sobrevivía a las terribles torturas que le infligían sus captores, en el peor (el destino más frecuente), era muerto. Pero escuchemos a Champlain relatar las consecuencias de un combate que, aliado con los Algonquinos, lleva a cabo en 1609 contra los Iroqueses, capturando a una docena de ellos:
Entonces los nuestros encendieron un fuego y cuando se hicieron las brasas cada uno cogió un tizón y quemaron a ese pobre miserable, poco a poco, para torturarlo. Lo dejaron algunas veces, arrojándole agua sobre la espalda, luego le arrancaron las uñas y le pusieron fuego en los extremos de los dedos y en su miembro. Más tarde le taparon la cabeza y le echaron encima una goma hirviendo. Luego le cortaron los brazos cerca de los puños y con bastones tiraron de los nervios y los arrancaron la fuerza, y como vieron que no lo conseguían los cortaron (pág. 145).
Treinta años después nada ha cambiado, como lo comprueban los jesuitas en 1642:
... como uno de los prisioneros no mostraba signo de dolor en 1o más fuerte de sus tormentos y suplicios, los Iroqueses, enardecidos por la constancia que veían en él, tomáronla como una señal de mal augurio, pues creen que las almas de los guerreros que desprecian su rabia les hacen pagar bien caro la muerte de sus cuerpos; viendo, digo, esta constancia, le preguntaron por qué no gritaba: Yo hago, respondió, aquello que vosotros no haríais si os trataran con el mismo furor con que vosotros me tratáis; el fuego y el hierro que aplicáis sobre mi cuerpo os harían gritar bien alto y llorar como niños, y yo no me inmuto. Al oír esto, estos tigres se lanzan sobre su víctima a medio quemar, le levantan la piel de la cabeza y arrojan sobre su cráneo sangrante arena roja y quemante de fuego: lo bajan de la hoguera lo pasean alrededor de las cabañas (III, año 1642, pág. 48).
Se sabe que entre los Tupf–Guaranf un prisionero de guerra podía permanecer años sano y salvo, aún libre, en el poblado de los vencedores, pero tarde o temprano era inevitablemente ejecutado y comido. El lo sabía y no intentaba huir. ¿Dónde encontraría refugio, por otra parte? Ciertamente no entre los suyos, puesto que para ellos el guerrero capturado no pertenece más a la tribu, está definitivamente excluido de la comunidad que sólo espera enterarse de su muerte para vengarlo inmediatamente. Si intentara escapar, la gente de su poblado se negaría a acogerlo: es un prisionero y debe cumplir su destino. Tanto es así que, como escriben los jesuitas a propósito de los indios canadienses, la huida de un prisionero de guerra “es un crimen entre ellos que no perdonan” (III, año 1644, pág. 42).
He aquí que por todas partes se precisa esta afinidad irreductible, esta vecindad trágica entre el guerrero y la muerte. Si es vencedor, le es preciso volver a partir para la guerra en seguida con el fin de asegurar su gloria con una hazaña aún mayor. Pero al extender sin cesar el límite del riesgo enfrentado, termina casi siempre por encontrar el término mecánico de su huida hacia adelante en busca del prestigio: la muerte solitaria frente a los enemigos. Si es vencido, o sea, capturado, deja por ello mismo de existir socialmente a los ojos de los suyos: nómade ambiguo, erra a partir de ese momento entre la vida y la muerte, aún si no se lo mata (es el caso de las tribus del Chaco, en las que los prisioneros raramente eran ejecutados). No hay alternativa para el guerrero, tiene una sola salida: la muerte. Su tarea, decía yo, es infinita. Lo que queda probado aquí, en suma, es que el guerrero jamás es un guerrero sino es en lo infinito de su tarea, cuando, realizando la hazaña suprema gana, junto con la gloria absoluta, la muerte. El guerrero es, en su ser, ser–para–la–muerte. Por esto, Dobrizhoffer se equivoca, al menos parcialmente, cuando escribe sobre este punto:
Los Abipones buscan la gloria, pero jamás la muerte (II, página 360).
Los guerreros, ya sean los Abipones u otros, tal vez no busquen la muerte por sí misma, pero les sobreviene inevitablemente al final del camino que han elegido: buscando la gloria encuentran la muerte. Por lo tanto, no debe sorprendernos que la tasa de mortalidad entre los guerreros sea muy elevada. Las antiguas crónicas recuerdan sobre todo la figura y el nombre de los mejores guerreros, los jefes de guerra, y casi todos murieron, tarde o temprano, en combate. Hay que tener en cuenta también. que estas pérdidas diezmaban una clase de edad determinada: los hombres de veinte a cuarenta y cinco años, o sea, de alguna manera la flor y nata de esta caballería salvaje. Tanta perseverancia en este ser–para–la–muerte sugiere, tal vez, que la pasión por la gloria estaba al servicio de otra pasión más profunda, aquella que llamamos el instinto de muerte, instinto que no solamente recorría el grupo de los guerreros sino que también contaminaba al conjunto de la sociedad. En efecto, ¿acaso no se negaban las mujeres a tener a niños; condenando así a las tribus a una a rápida desaparición? Un querer morir colectivo de una sociedad que aspira a no reproducirse más...
Se aclara aquí un último punto. Yo decía más arriba que entre las tribus del Chaco sólo una parte de los hombres deseaban ser guerreros, es decir, ser designados como tales después de haber traído un cuero cabelludo enemigo. En otras palabras, el resto de los hombres se dedicaba a la a guerra pero mataba a sus enemigos sin quitarles la cabellera, o sea, no aspiraba al título de guerrero. Deliberadamente renunciaban a la gloria. Pero no anticipemos los motivos de esta decisión un tanto inesperada, dejemos, que se expliquen los propios indios. Podremos observar así, en su discurso, la absoluta libertad de su pensamiento y su acción, tanto como la fría lucidez de su análisis político. Los hombres de estas sociedades hacen lo que quieren saben perfectamente por qué lo hacen. Durante mi estancia en el Chaco tuve en varias oportunidades ocasión de conversar con antiguos combatientes chulupí. Algunos de ellos eran guerreros “institucionales”, Kaanoklés: poseían las cabelleras de los enemigos que habían matado. En cuanto a los otros, no se trataba de verdaderos guerreros porque jamás le habían atrancado el cuero cabelludo a un enemigo. Dentro del grupo de antiguos combatientes, los Kaanoklé eran escasos, porque la mayor parte de sus compañeros hacía mucho tiempo que habían muerto en batalla, lo que está inscrito en el orden guerrero. Por lo tanto, fueron los no–guerreros quienes me explicaron la verdad del guerrero. Si ellos no eran Kaanoklé era porque no habían querido. ¿Por qué razón unos combatientes valerosos no deseaban ser Kaanoklés? Tal es el caso, entre ottos, de Aklamatsé, un reputado chamán, 0 de Tanu'uh, un hombre de un saber mitológico inmenso. Ambos tenían aproximadamente sesenta años y, sobre todo el segundo, habían librado muchos combates contra los bolivianos,. los argentinos y los tobas, pero ninguno de ellos era Kaanoklé. El cuerpo de Tanu'uh, lleno de cicatrices (heridas de arma blanca, flechas y balas), indicaba claramente que había rozado la muerte más de una vez. Tanu'uh, sin duda, mató una o dos decenas de hombres. “¿Por qué no eres. Kaanoklé? ¿Por qué nunca has arrancado el cuero cabelludo de tus enemigos?”. La respuesta fue, por lo contradictoria, casi cómica: “Porque era muy peligroso y yo no quería morir”. En síntesis, este hombre que se había arriesgado a morir diez veces no quería convertirse en guerrero por miedo a la muerte.
Para él, no cabía duda de que el Kaanoklé está condenado a muerte. Reivindicar la gloria que lleva el título de guerrero significa aceptar tarde 0 temprano el precio: la muerte. Tanu'uh y sus amigos describían muy bien el movimiento que anima al guerrero. Para ser Kaanoklé, decían, es preciso traer un cuero cabelludo. Pero una vez que se ha dado este primer paso, el hombre debe volver a la guerra para traer otros, porque si no se le olvidaría. Es por esto que los Kaanoklé mueren pronto, El análisis de la relación que liga a la sociedad con sus guerreros no podría ser más claro. La tribu acepta que se constituya en su seno un grupo autónomo de hombres de guerra, cuya vocación anima mediante un generoso reconocimiento de prestigio. Pero este grupo de prestigio, ¿no puede convertirse en grupo de presión, y luego en grupo de poder? Ahora bien, es demasiado tarde para el guerrero: si no renuncia a serlo, perdiendo vergonzosamente su prestigio, se encuentra entrampado sin remedio en su propia vocación, prisionero de su deseo de gloria que le conduce directamente hacia la muerte. La sociedad intercambia con el guerrero el prestigio por la hazaña. Poro en este frente a frente es la sociedad quien, dueña de las reglas del juego, tiene la última palabra: el postrer intercambio es el de la gloria eterna contra la eternidad de la muerte. El guerrero está condenado a muerte de antemano por la sociedad, sólo tiene la certeza de su desgracia. ¿Pero por qué es esto así? Porque el guerrero podía acarrear la desgracia de la sociedad introduciendo en ella el germen de la división, convirtiéndose en órgano de poder independiente. Este es el mecanismo de defensa que la sociedad primitiva pone en juego para conjurar el riesgo del que es portador el guerrero: la vida del cuerpo social indiviso contra la muerte del guerrero. Se hace más preciso, así, el texto de la ley tribal: la sociedad primitiva es, en su ser, sociedad–para–la–guerra y, al mismo tiempo, y por las mismas razones, sociedad contra el guerrero.
Dejemos el caso particular de las sociedades con guerreros para volver a la situación general de las sociedades primitivas. Las reflexiones precedentes proporcionan, en efecto, algunos elementos de respuesta al problema de las relaciones entre hombres y mujeres y en este tipo de sociedad, o mejor dicho, permiten detectar en qué puntos se trata de un falso problema. Los promotores de la "antropología marxista” –los afanosos fabricantes de ese catecismo indigente que no tiene nada que ver con el pensamiento marxista ni con la realidad social primitiva–, al no poder encontrar la lucha de clases en la sociedad primitiva descubren que, al fin de cuentas, el conflicto social es la lucha de sexos, lucha que pierden las mujeres: en esta sociedad, la mujer está alienada, explotada, oprimida por el hombre. Curiosamente, cierto discurso feminista se hace eco de este piadoso credo: las sostenedoras de esta idea quieren mordicus [obstinadamente] que la sociedad primitiva sea sexista, que la mujer sea víctima de la dominación masculina. No se trataría, entonces, de ninguna manera, de una sociedad igualitaria. Las relaciones, reales y simbólicas, conscientes e inconscientes, entre hombres mujeres en las sociedades primitivas constituyen un campo de reflexión apasionante para el etnólogo. ¿Por qué? Porque la vida social interna de la comunidad reposa en lo esencial no tanto sobre las relaciones entre hombres y mujeres –perogrullada sin interés sino más bien en el modo muy particular según el cual estas culturas aprehenden y piensan la diferencia sexual en sus mitos y, todavía mejor, en sus ritos. Para decirlo más claramente: en las sociedades primitivas, muchas veces signadas de masculinidad en ciertos aspectos, o sea, de culto a la virilidad, los hombres, sin embargo, están en una posición defensiva frente a las mujeres, porque reconocen –mitos, ritos y vida cotidiana lo prueban suficientemente– la superioridad femenina. Determinar la naturaleza de esta superioridad, medir su importancia, descubrir los medios utilizados por los hombres para protegerse de las mujeres, examinar la eficacia de estos medios, todo ello requeriría un largo y serio estudio. Yo me limitaré, por a el momento, a indicar cómo la relación estructural que une la guerra a la sociedad primitiva determina, al menos en parte, la relación entre los sexos. Esta sociedad es esencialmente guerrera. O sea que todo hombre es, por definición, un guerrero y la división sexual del trabajo hace de la actividad guerrera una función masculina. El hombre, por lo tanto, debe estar siempre disponible para la guerra y debe, de tiempo en tiempo, realizarla efectivamente. Sabemos que, en general, la guerra primitiva es poco asesina, salvo, claro está, el caso muy especial de las sociedades con guerreros. Como la posibilidad de la guerra está constantemente presente, la posibilidad del riesgo, la herida o la muerte está inscrita de antemano en el destino masculino. El hombre de la sociedad primitiva se encuentra, por lo tanto, marcado por su condición: con mayor o menor intensidad es un ser–para–la–muerte. Esta no alcanzará, en el momento del combate, más que a un número reducido de individuos, pero antes de la batalla amenaza igualmente a todos. Hay, por lo tanto, como consecuencia de la mediación de la guerra, una relación íntima, una proximidad esencial entre masculinidad y muerte. ¿Qué ocurre, en contrapartida, con las mujeres? Recordemos al pasar la idea, tan sumaria como expandida, de la mujer como “bien” preciado que los hombres intercambian todo el tiempo y hacen circular; igualmente, la idea elemental de la mujer como reposo del guerrero que, por otra parte, concuerda con la concepción precedente: la mujer como bien de intercambio y consumo. Más adelante tendremos tiempo de discutir las fallas y efectos del discurso estructuralista acerca de las mujeres. La propiedad esencial de las mujeres, la que define integralmente su ser, es asegurar la reproducción biológica y, aún más, social, de la comunidad: las mujeres traen al mundo los niños. Lejos de existir como objeto o consumido o sujeto explotado, son, por el contrario, productoras de aquello de lo que la sociedad no puede prescindir, salvo que haya decidido desaparecer, a saber, los a niños como futuro inmediato de la tribu, como su devenir lejano. Se trata de evidencias, sin duda, pero es necesario recordarlas muy bien. Las esposas de los guerreros lo sabían cuando, como vimos en el caso del Chaco, decidieron la muerte de las tribus negándose a tener niños. La femineidad es la maternidad, en principio como función biológica, pero sobre todo como dominio sociológico ejercido sobre la producción de niños: depende exclusivamente de las mujeres que haya 0 no haya niños. Y es esto lo que asegura sobre la sociedad. el dominio de las mujeres.
En otras palabras, se desvela aquí una proximidad inmediata entre vida y femineidad, ya que la mujer es, en su ser, ser–para–la–vida. Entonces estalla en la sociedad primitiva la diferencia entre hombre y mujer: como guerrero, el hombre es ser–para–la–muerte; como madre, la mujer es ser–para–la–vida. La relación respectiva con la vida y la muerte, sociales y biológicas, determina las relaciones entre hombres y mujeres. En el marco del inconsciente colectivo de la tribu (la cultura), el inconsciente masculino aprehende y reconoce la diferencia de sexos como una superioridad irreversible de las mujeres sobre los hombres. Los hombres, esclavos de la muerte, envidian y temen a las mujeres, señoras de la vida. Esta es la primordial verdad que revelaría un análisis serio de ciertos mitos y ritos. Los mitos intentan pensar, invirtiendo el orden real, el destino de la sociedad como destino masculino; los rituales, escenificaciones en las que los hombres representan su victoria, intentan conjurar, compensar, la verdad evidente de que ese destino es femenino. ¿Debilidad, desamparo, inferioridad de los hombres frente a las mujeres? Es lo que reconocen, en casi todas partes del mundo, los mitos que fantasean con la idea de una edad de oro o un paraíso perdido asexuado, de un mundo sin mujeres.
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