APORTES A LA ANTROPOLOGÍA DEL MITO / Julio César Spota (Fragmentos)


 El mito como desafío docente en Antropología

En las clases de Antropología del Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires el estudio de los mitos compone un pilar fundamental en los objetivos de la materia. Ya sea como eje principal de una clase, nota alusiva en un texto o evocación humanística del docente, acontecimientos y personajes sobrenaturales se dan cita en explicaciones e interrogaciones. ¿Pero cómo distinguir un mito de un relato de otra índole? “Claude Lévi–Strauss pudo afirmar, por ser algo evidente, que un mito, independientemente de sus origen, se reconoce a primera vista como tal sin que haya peligro de confundirlo con otras formas de relato” (Vernant 2000: 12). Así́, el mito resulta una entidad discursiva caracterizada por su naturaleza palmaria. Las peculiaridades, variaciones y alternativas detectadas entre relatos míticos, ya sean de un mismo ciclo o pertenezcan a tradiciones culturales por completo diferenciadas (Eliade 2008), cuentan con el común denominador de la obviedad de su condición. Cuando escuchamos un mito (más adelante veremos que son de orden oral y por lo tanto la apropiación es necesariamente auditiva), las confusiones sobre las posibles naturalezas alternativas del cuerpo de enunciados se desvanecen. Un mito es un mito por peso específico de su propia entidad. Justificación recursiva pero adecuada. En las “consideraciones parciales” apreciaremos cuanto de verdad teórica habita en la aparente tautología.

Los griegos fueron vaciando progresivamente el mythos de todo valor religioso o metafísico. Opuesto tanto a logos como más tarde a historia, mythos terminó por significar todo “lo que no puede existir en la realidad”. Por su parte, el judeocristianismo relegaba al dominio de la “mentira” y de la “ilusión” todo aquello que no estaba justificado o declarado válido por uno de los dos Testamentos” (Eliade 1992: 08)

Grecia legó al mundo entero la discriminación entre mito e historia como parte de una oposición más abarcativa: mito y logos. Diferenciación con enorme impacto en la construcción de la mentalidad moderna y de especial repercusión en la Antropología argentina (Cordeu 1980, Cordeu y Siffredi 1988, Siffredi 1995). La distinción plantea un dispositivo de segregación categorial entre dos tipos de relaciones narrativas (Villagrán Mora 2010). Separa aquellos cuerpos de enunciados entreverados por la intervención de lo sobrenatural y de orientación cosmogónica, ejemplificadora, nomotética y/o apocalíptica, de aquellas instancias discursivas dictadas por la participación exclusiva de los seres humanos sin asomo o intromisión de lo preternatural. Es nuevamente Eliade quien estipula la forma estandarizada de la narración mítica como estructura recipiendaria de contenidos culturalmente mudables.

“El mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los “comienzos”. Dicho de otro modo: el mito cuenta cómo, gracias a las hazañas de los Seres Sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea ésta la realidad total, el Cosmos, o solamente un fragmento: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución. Es, pues, siempre el relato de una “creación”: se narra cómo algo ha sido producido, ha comenzado a ser” (Eliade 1992: 11)

A saber, la arquitectura genérica de lo que dice El Mito cuenta con una regularidad temática constatada de manera trans–cultural sin que ello implique que la edificación especifica de los mitos redunde en enunciados con contenidos idénticos. Fruto de la ligazón entre un basamento argumental de trama común y expresiones enunciativas de urdimbre siempre singular, el origen como relato arquetípico se proyecta históricamente en los relatos sobre los orígenes. La relación trabada entre la estructuración temática necesaria de El Mito y los mitos como repertorio de narraciones históricas contingentes (Lévi–Strauss 1997) refiere a la permanente tensión humana entablada entre los polos de la mismidad y la diferencia (Krotz 1994, Clastres 2007, Lévi–Strauss 2007, Lorandi 2017). Por ende el andamiaje mítico reporta la matriz uniforme desde la cual se pone en acto el mundo de las variabilidades mitológicas concretas puesto que lo puntualmente dicho en los mitos, en cada mito de cada grupo humano, cambia en sus peculiaridades al compás de los enfoques, trayectorias y contextos socioculturales particulares (Sahlins 1997, Cordeu 1999, Cordeu y et. al 2003, Wright y Cernádas 2007). Ergo, todos los mitos hablan de lo mismo. Pero cada mito dice una cosa distinta.

Todo mito retrata “el modelo ejemplar de toda especie de hacer no sólo porque el Cosmos es el arquetipo ideal (...) sino también porque el Cosmos es una obra divina (...) en una palabra: todo lo que está cosmificado, todo lo que se parece a un Cosmos, es sagrado” (Eliade 2000: 45). El circuito narrativo de exclusividad modélica sobre los orígenes de los parámetros, la moral, la legislación, la habitualidad y los destinos como recorte de “lo mítico” convive con su opuesto por el vértice: la esfera del análisis de los fenómenos históricos (naturales y humanos por igual). Entendidos los primeros como sucesos atados a racionalidades externas y permanentes, los segundos resisten su encuadre en diagramas de certidumbre normativa. Y si bien la imprevisibilidad de las veleidades humanas empapa la totalidad de los eventos mortales, los mismos al menos se hallan emancipados de la tiranía caprichosa de las disposiciones volitivas sobrenaturales.

Las bases de la reflexión racional como pentagrama intelectual de “lo humano” sienta sus reales en los primeros relatos históricos (Heródoto, Tucídides etc.) y los más tempranos esfuerzos especulativos sobre la naturaleza (Physis en griego). Esmero fundante de la filosofía este último cuyo rasgo principal desde Tales de Mileto en adelante consiste en haber manumitido la intelección de la realidad de cualquier asomo de intromisión divina (Lloyd 1973, Maffre 1991: 79–112). Dejando de lado el problema de lo natural por salirse del conjunto de nuestros intereses inmediatos, se observa que los hechos históricos también consiguieron ordenamiento autónomo al ser progresivamente eximidos de la intervención de lo portentoso. Pero a diferencia de los sucesos naturales gobernados por leyes inflexibles, la liberación del vaivén de los dioses equivalió a la sumisión del acontecer humano a los pies de los cambios imprevistos deparados por las personas. Por lo tanto, la historia es lo que hacen los hombres y mujeres de ella. Pero de ahí a que lo hecho sea sensato...

El sinuoso recorrido sintetizado con lineal apresuramiento en el paso del mito al logos asimismo describe a grandes rasgos los vericuetos de la concomitante historia universal de las ideas filosóficas y científicas. Cauce plagado de meandros que en 1883 desemboca en las aguas de la aserción nietzscheana “dios ha muerto” (Nietzsche 2009, Conway 2012, Llácer 2017). A poco andar, la irreversible premisa desmitificadora cruzó caminos con la observación de Weber sobre “el desencantamiento del mundo” (1966) y convergió con la difusión del socialismo en todas sus variantes. Y juntas, las tres vertientes marcan a brocha gorda la instancia de culminación de un periplo de secularización del pensar iniciado en los albores de la humanidad. La hegemonía de la terrena racionalidad, incluso en las ulteriores tendencias irracionalistas (Lilla 2004, Pringle 2008), expandió el campo de lo sistemático hasta englobar todos los ámbitos del existir; para finalmente caer de bruces frente al unánime sentimiento de horror desatado por la hecatombe humana que concluirá a sangre y fuego con el “largo siglo XIX”. Acertada frase con la que Eric Hobsbawm denominó el período histórico comprendido entre 1789 y 1914.

Pero incluso cuando experimentaba su época de máximo esplendor de la mano del triunfal positivismo decimonónico, la razón no consiguió condenar a la sinrazón al exilio. De hecho su envés, el romanticismo (Sweig 1997, Safranzky 2009, Berlín 2015), rescató como pulsiones históricas y biográficas a la emoción, el sentir, la afectividad, lo parcial, lo relativo y lo subjetivo. Más todavía, las promovió hasta el nivel de determinaciones grupales generales y dispositivos individuales de autoafirmación. Pero no serían los preciosismos, claroscuros e introspecciones románticos lo que derrumbaría el monoteísmo de la razón como esencia de una santísima trinidad cultural constituida junto al progreso y la ciencia. Su monumental desplome derivará de las inútiles carnicerías practicadas a escala industrial en el frente occidental de la Primera Guerra Mundial (Hernández 2007, Payne 2011).

El colapso del imaginario erigido con la idea del progreso infinito como clave de bóveda acontece de manera súbita en un lapso menor a un lustro: 1914–1918. El espanto causado por las matanzas sin sentido en las trincheras tendidas sin interrupción entre los Países Bajos y Suiza trituró la certeza de la razón en cuanto infalible vector de perfeccionamiento socio–cultural. La puesta en entredicho de la racionalidad descerrajó un maremoto de cuestionamientos en todos, absolutamente todos los órdenes del conocimiento y dimensiones de análisis. Desde lo sociológico y político, o sea viendo a lo humano en su conjunto, las andanadas irracionalistas enderezadas contra el fenecido positivismo provinieron de la revolución conservadora alemana, el vitalismo filosófico francés y el fascismo italiano como matriz de los fascismos de toda cepa (Massot 1986, Gentile 1991, Calvo Albero 2001, Jünger 2003, 2008, Blumemberg 2010, Vassallo 2011, Dopazo Gallego 2015, Cuasnicú 2014, Payne 2014).

En las antípodas de lo grupal, la psicología, por definición interesada en lo individual, incluyó lo irracional dentro de sus premisas. O acaso sería más apropiado sostener que lo posicionó como viga maestra de lo profundo de la mente. Tanto es así que la irrupción de la temática del inconsciente transformó a Freud en el epítome de una era. El auge intelectual de lo reñido con la razón también incursionó en el campo artístico. Su predicamento preliminar impactó en la gestación de las vanguardias estéticas aparecidas antes de la Gran Guerra (Marinetti 1909, Croce 1971), para contundir el orbe de la expresión con potencia abrumadora después del armisticio. La pintura, poesía, escultura, música y literatura renovaron sus lineamientos al calor del incendio cultural propagado por el colosal derrumbe del positivismo (Zatonyi 2000, 2007). Podríamos insistir hasta lo innecesario con ejemplos ampliatorios de lo ya considerado. Pero en lugar de abundar en lo inteligible con lo ya expuesto apostemos por abreviar la diversidad fenoménica del despliegue de la irracionalidad en generalidades sintetizadas a fines operativos. Atentos a la puesta en entredicho de la racionalidad como diacrítico principal del ser humano urge mencionar que el pensamiento no claudicó en la apuesta a la razón. Sólo la despojó del velo de pretendida invulnerabilidad.

La confección de paradigmas de pensamiento científico de raigambre racional –pero no de espaldas a lo irracional– acompaña las etapas más recientes de la expansión global del sistema capitalista. Ambos procesos deben pensarse como co–constitutivos antes que en términos lineales o secuenciales si hemos de esquivar las consuetudinarias simplificaciones teóricas de lo complejo. Las lecturas mecánicas donde las condiciones de vida explican el perfil del ser social comportan modelizaciones monocausales desacopladas de la multi–dimensionalidad e interdependencia de lo humano. Liberales y marxistas por igual caen en la trampa emplazada por la idea axiomática del homo–œconómicus (idea criticada por Aron 1981: 18, Bourdieu 2006, Mauss 2009), reducen lo cultural a lo material (premisa impugnada por Sahlins 2006) y fallan al unísono en sus elucubraciones proféticas (expectativa anticipatoria invalidada por Popper 1992 y Ortega y Gasset 1995). La literatura científica y filosófica cuestionadora de la banalización materialista no sólo denuncia los desbordes de criminalidad totalitaria que se esconden detrás (Rojas Mullor 2012). Descuella por la pluralidad ideológica e importancia académica de las voces que la proclaman (Camus 2003, Hayek 2011).

Tras su fugaz ocaso la razón reapareció como dispositivo de conocimiento clave en un mundo donde la calculabilidad, la eficiencia y la eficacia funcionan como cimientos de los asuntos cotidianos. En la cosmovisión moderna la teleología (el “para qué”) de las acciones y los anhelos constituye la fibra íntima de las inquietudes. En nuestro mirar socio–cultural todo tiene un fin y por lo tanto todo obedece a disposiciones de acopio y maximización. Incluso el tiempo. Expresiones tan habituales como “ganar o perder tiempo” hablan de una lógica acumulativa en pendencia con la escurridiza naturaleza ontológica del discurrir. El tiempo no se extravía. Tampoco se recoge y guarda. A lo sumo se abrevia o amplía el período demandado por una tarea o en el recorrido de una distancia. Pero la noción de “capitalizar el tiempo”, que como idea de “empleo feliz” es por demás aconsejable, resulta solidaria con otro tipo de expresiones caras al imaginario académico.

Parecería que el discurso intelectual en sentido lato fue silenciosamente colonizado por la economía. Expresiones tan discutibles como “capital simbólico”,“mercado electoral”,“devaluación de la imagen”, “demanda ciudadana”,“oferta partidaria”,“proceso de producción de un texto” y “consumo cultural”, revisten a una publicación con una pátina precisión conceptual. Cuando en rigor las dicciones listadas consisten en opciones tan arbitrarias como sus posibles alternativas: “peso simbólico”, “deterioro de la palabra”, “creación de un texto” y “espesor cultural”. Se sobreentiende que la recusación terminológica no se apresta contra la conceptualización de Bourdieu sobre “capital simbólico” (2012: 279–302) sino que dirige sus miras contra la utilización laxa de acuñaciones que, con excepción de la categoría remarcada, suelen carecer de cualquier género de elucidación. Además cuando cuentan con él, como en el caso de marras, los conceptos son empleados como mero significante de ribetes eruditos. Y tengan o no contenido teórico, por lo usual los términos valen a nivel del discurso académico sólo por el peso de sus reminiscencias economicistas y no en base a su posible definición conceptual.

Imaginemos por un momento la indignación experimentada por un especialista si en lugar de leer en una publicación científica “universo de datos” encontrara la categoría “cosmos de datos”. No existe diferencia conceptual alguna entre una y otra expresión dado que ambas son de orden metafórico (Reynoso 2009). Pero la primera cuenta con convalidación y la segunda sufriría impugnación por motivos atados a lo arbitrario. No obstante su evidente discrecionalidad, el lenguaje de prosapia económica proporciona un soporte narrativo casi invulnerable para el sentir erudito actual. ¿Por qué razón? Porque en el fondo las ideologías políticas imperantes, sea derecha o izquierda, republicanismo o populismo, o cualquier oposición binaria (sensu Lévi–Strauss) con que se ordene la arena del poder, fincan lo principal de sus plataformas en basamentos de orden económico. Y la academia se hace eco, quiéralo o no, de lo que ocurre en la política.

Como en El corazón delator de Poe, en la hegemonía del homo–œconomicus la inquietud teleológica de la practicidad late en los subsuelos de las psicologías individuales y emerge con asiduidad en los encuentros universitarios. Un marxista podría decir que las Fuerzas Armadas y de Seguridad representan la parte más brutal del dispositivo de represión creado por las clases dominantes a fin de controlar a los explotados. Un liberal a ultranza aduciría funciones normativas “homeostáticas” (Reynoso 1998: 277–352) de los estados–nacionales al momento de teorizar los mismos referentes empíricos. Ambos encontrarán un “para qué” de orden racional. Por encima del tipo de explicación que cautive nuestro entendimiento, todos los enigmas parecerían exigir idéntica resolución racional. Aunque el motivo de la elucidación ancle en la más absoluta irracionalidad (complejo de Edipo) la disquisición exige un montaje lógico. Desescalemos el problema del rango de lo general hasta emplazarlo en el modesto orden de lo particular para así tomar nota testimonial de las singularidades de la cuestión.

Los modernos mitos sobre sexualidad y la sexualidad en los mitos antiguos

Desde el punto de vista más general, la prohibición del incesto expresa el pasaje del hecho natural de la consanguinidad al hecho cultural de la alianza” (Lévi–Strauss 1993: 66). La originalísima mirada estructuralista señala la aparición de la inhibición del acceso carnal a una determinada parte del grupo de adscripción como punto de inflexión entre el estado de naturaleza, o sea de indiferenciación conductual, y el de cultura, donde impera la diferenciación entre comportamientos aceptados y vedados. Enarbolando la idea que la humanidad es tal luego de haber cruzado el “Rubicón cultural”, Lévi–Strauss plantea que dicha transición partió desde un mundo animal carente de reglas donde sexualmente “vale todo”, porque las prohibiciones simplemente no existen, para arribar a la esfera de normatividad exclusiva de los seres humanos. Instancia donde a nivel carnal “todo no vale” porque los vetos sí tienen entidad. Por lo tanto la prohibición del incesto, que es lo mismo que hablar de la prescripción de la sexualidad indiscriminada sin explayarse sobre a quién se objeta como partenaire de andanzas sicalípticas, se da cita como institución creadora de lo cultural.

El interesado en el tema descubre súbitamente que las pseudo–teorías de imaginaria sustancia genetista como “no nos casamos con nuestras hermanas para que los hijos no nazcan con tres brazos” resultan fantasías infundadas en su falaz aspecto racional, eugenésico y eficientista. Aunque el error fue cometido como explicación teórica de la prohibición del incesto desde tiempos de Morgan (Maine 1870: 181–202), tras los aportes de Lévi–Strauss sabemos que la respuesta al problema no proviene de alegatos biologicistas sino de su contraparte: los argumentos culturalistas. Ahora bien, por supuesto que la endogamia prolongada entre sujetos de estrecha cercanía genética conduce a la instalación de condiciones de salud perjudiciales entre la descendencia. Que los Zares Romanoff con frecuencia fuesen hemofílicos a causa de la afición a desposarse entre primos–hermanos generación tras generación replica a escala puntual una realidad constatada en un sinfín de circunstancias análogas entre redes sociales nobiliarias y reales.

El hecho que la endogamia institucionalizada amenaza con desatar perjuicios genéticos recurrentes u esporádicas en grupos reducidos como el nobiliario se concluye con facilidad. Basta calcular que en el siglo XVIII sus integrantes nunca superaron el 2% de la población europea (Palmer 1968). Una demografía de proporciones escuetas, contorno de clase, esquemas matrimoniales inter–clase nobles/plebeyos con ribetes semi–impermeables y, enfatizando la deriva aislacionista, segmentación intra–clase en estratos de potenciales emparejamientos. La mención postrera amerita escolio. Puertas adentro del minúsculo estamento señorial la costumbre feudal consagraba circuitos de desposo segregados por criterios de estirpe y, en consecuencia, progresivamente más pequeños. La racionalidad de exclusión entre aparentes pares derramaba desde la cumbre de la jerarquía y empapaba a todos sus miembros.

Enquistadas en el escaño superior de las gradas de la sangre azul las poquísimas familias reales, principescas o investidas con las dignidades heráldicas más provectas porfiaban por impedir el ingreso conyugal de una mayoría que percibían como advenedizos de baja estofa. Por fuerza de lógicas de status intensificadas con la consolidación del poder político de las monarquías, la diminuta élite situada en el pináculo de una estructura social donde la legitimidad de la autoridad se transmitía de forma hereditaria, cerraba sus filas nupciales como estrategia de auto–preservación frente a los nobles con blasones de menor catadura. Estos a su vez reproducían entre ellos la misma discriminación verticalista y se segregaban en atención a clivajes de alcurnia genealógica. Todo lo cual ratificaba la vigencia de pautas endogámicas con perímetros de longitud decreciente a medida que se ascendiera en la importancia dinástica de los posibles prometidos. Por consiguiente, los pocos nobles que existían se casaban dentro de retículos cada vez más restringidos conforme se incrementase la importancia del título ostentado por los eventuales novios.

Por supuesto los comerciantes exitosos ingresaron a las familias nobiliarias en número cada vez mayor como correlato marital del advenimiento del poder económico de la burguesía (Romero 2008). La dote en metálico como testimonio de un patrimonio asentado en el dinero más que en la tierra llegó a ganar tanto atractivo que desplazó con paulatinidad la importancia del abolengo. ¿Con cuanta celeridad sucedió la sustitución? Con el ritmo en que los principios monetaristas incoados desde los comienzos del capitalismo terminaron por reemplazar la lógica económica centrada en la posesión del suelo (Pirenne 1983, Wade Labarge 1992). Si bien la inserción burguesa en los rangos nobiliarios designa un fenómeno en constante ampliación, a fines prácticos el esquema explicativo previo sirve a su propósito didáctico: los nobles eran pocos y se casaban entre sí dentro de sub–grupos divididos según un orden dictado por la importancia del linaje. Hecho que no ratifica desde lo empírico la ensoñación que asocia la prohibición del incesto con una precaución social frente al peligro de engendrar hijos deformes. Pero sin duda el tema encuadra el problema de las dolencias crónicas corroboradas en circuitos matrimoniales diminutos y ultra–endogámicos.

La teoría estructuralista señala que la decisión de “a quien desposar” depende casi en su totalidad de los esquemas de alianzas pensados como óptimos entre grupos parentales y poco o nada de los deseos individuales de las personas a enlazar. Mucho menos del amor como idealización sentimental del encuentro fortuito entre almas destinadas a reunirse. Fenómeno este que recién comienza a ser narrado con profusión a finales siglo XVIII en obras como Hiperión o el eremita de Grecia de Höldering, Las desventuras del Joven Werther de Goethe y, poco después, en Los Novios de Manzoni. El poder del sentimiento como móvil exclusivo y excluyente hacia el tálamo también llevó a los poetas a cantar epitalamios sobre la fusión de corazones en el anteúltimo cambio de siglo (Darío 2013). Y ya a principios de la centuria pasada Rainer María Rilke supo exponer el asunto en palabras tan impactantes en su lírica como modernas en su sentido sociológico: “El amor consiste en que dos soledades se protejan, se limiten y se reverencien, una a la otra” (Rilke 2000: 43).

La historia social ha explicado de manera irrebatible que la idea de “amor” como la conocemos en la actualidad expresa una creación por demás reciente asociada a la diagramación de la categoría fundamental de la modernidad: “el individuo” (Romero 2008: 88–96, Terán 2008: 45–46). Certeza que no implica que la gente no se amara de forma genuina hasta el amanecer de la revolución industrial. Ni que fueran inexistentes los emparejamientos motivados por causas sentimentales con anterioridad a la aparición filosófica y jurídica del “individuo” en tiempos de la ilustración. Al respecto el planteo modulado en su versión estructuralista (Lévi–Strauss 1993) entra en contradicción con las visiones teóricas que centran sus razonamientos en la agencia del individuo. O al menos los confina en su validez a una etapa reciente, optando por apuntalar la mirada opuesta. En lugar de privilegiar el punto de vista subjetivo como motor del proceso de toma de decisión, Lévi–Strauss invita a pensar la cultura de manera solidaria con la Historia Social.

La conjunción de los razonamientos historiográfico y antropológico autoriza a postular que los sustratos de los esquemas maritales preveían la asociación entre “marido y mujer” por amor de intereses grupales. La disposición de quién iba a encontrarse con quién en el ara se desprendía de cálculos relativos al establecimiento de alianzas convenientes para los grupos de adscripción de los prometidos. El ejemplo todavía vigente en varias partes del mundo de los “matrimonios arreglados” entre futuros suegros plasma el perfil de los lazos conyugales convenidos como estrategia guiada por especulaciones parentales. El entendimiento entre potenciales familiares políticos sobre asuntos del atrio, y reiteremos: todavía en uso en vastas regiones del planeta, consta como precedente directo de los casamientos como opción decidida pura y exclusivamente por los sentimientos de lo implicados en los esponsales. Algo que a nivel discursivo sedimenta en la objetivación de las personas. Lévi–Strauss repasa ejemplos recuperados de distintas lenguas donde los “juegos del lenguaje” (Wittgenstein 2009) relativos a los matrimonios tienden a equiparar las uniones entre personas con transacciones comerciales de un modo bastante explícito.

Para admitir la identificación de las mujeres con bienes, por una parte escasos y por la otra esenciales para la vida del grupo, no se necesita, pues, recordar el vocabulario matrimonial de la gran Rusia, en el que al novio se lo llama “el mercader” y a la novia “la mercadería” (...) No hace mucho en nuestra sociedad existía la costumbre de pedir a una muchacha en matrimonio y el padre de la novia daba a su hija en casamiento; en inglés siempre se dice to give up the bride [la noción de “renunciar a” en español se expresa en la instancia de consagración de la alianza, cuando el padre “entrega a la novia en el altar”]. Y de la mujer que toma un amante se dice que se entrega. El término gift en las lenguas germánicas siempre posee el doble sentido de “regalo” y de noviazgo; de la misma manera, en árabe, sadaqa significa al mismo tiempo limosna, el precio de la novia, la justicia y el impuesto” (Lévi–Strauss 1993: 73, 103).

Sin pasar por alto la coincidencia lexical entre “alianza” como pacto entre bandos que suman fuerzas en un proyecto común y mote del anillo ubicado en el dedo anular izquierdo que identifica al portador como “casado”, asistimos al trazado de un patrón tentativo. Los juegos del lenguaje casamentero que en principio remiten a la ventura de los novios, denotan la cosificación de los núbiles e incluyen asociaciones sobre la tortura de los desposados. Junto al sentido mercantilizante auscultado por  Lévi–Strauss en los entresijos del discurso nupcial, la polisemia de los signos pivotea entre polaridades de alegría y calvario como lo expone el siguiente trío de observaciones: 

1–por filología latina “cónyuges” significa “uncidos por el mismo yugo”, 

2–la equivalencia castellana entre “esposa” en cuanto mujer casada y “esposa” como adminículo policial que aprisiona las manos de un detenido y 

3–la dualidad de “esposo” como hombre desposado y conjugación del verbo “esposar” en primera persona del presente del indicativo.

¿Cabría encapsular los anteriores ejemplos bajo el rótulo de “excéntricas acepciones antimaritales sólo registradas en el ominoso empeño del decir ibérico contra las felices uniones del corazón” ya que, por caso, en inglés no encuentran contrapunto? El reparo, por muy bienintencionado que fuera, no haría diana. Pese a todos los matices, paralelismos y desencuentros gramaticales, lexicales y metafóricos que separan la lengua de Cervantes de la de Shakespeare, al mundo expresivo del Quijote y de Hamlet los comunican otros varios cruces semánticos de género afín a la inquietante ambigüedad de dicha y desdicha que a nivel discursivo tiñe las bodas. Convergencias de sentido con absoluta reciprocidad significativa bi–lingüística anticipadas pasajes de la cita tomada de la obra de Lévi–Strauss. A continuación revisemos una última duplicidad inteligible en ambas direcciones, capaz de recrear la anfibología irónica –y no tanto–constatada entre casamiento y padecimiento.

La voz engaged –en castellano “comprometido”–presagia en igual medida campanas de himeneos y ruidos de trifulcas. ¿Cómo se funde enlace con beligerancia? Ocurre que la dicción anglo–sajona puede aludir alternativamente a la idea de “novio/novia en vías de casarse” y al acto de “inmiscuirse en una pelea” (engage in a fight). La segunda interpretación dictamina el involucramiento del sujeto en un nivel puntual de agresividad dentro de un espiral de violencia que, con dependencia del contexto de enunciación (Geertz 2003: 19–40), puede ir desde una riña a puñetazos hasta el choque entre fuerzas armadas. Yendo de Iberia a Albión a una fiesta de casamiento podríamos decir que el novio dará el sí luego de que “empeñó su palabra”, como reverso hispano–parlante del engagement en cuanto acto verbal de comprometerse.

Regresando de Londres a Madrid luego de visitar un cuartel militar advertiríamos que en jerga castrense las rules of engagement, en español ”reglas de empeñamiento”, denotan los parámetros impuestos a la propia tropa para el momento del combate. Así, el vaivén de empeñamiento/engagement puede expresar un acuerdo de unión entre sujetos, que a nuestros ojos no son bienes de intercambio aunque los juegos del lenguaje sugieran otra cosa como muestra Lévi–Strauss, y sin solución de continuidad entroncar la idea de matrimonio con la de batalla. Cosa que en nuestro sencillo entendimiento de lo mundano cuenta con ratificación global, validez perenne y rigor lindante con lo matemático.

Los criterios de pudor e intimidad implícitos en las conductas cotidianas dentro de la conformación familiar nuclear asimismo establecen una realidad flamante. En La Gran Matanza de Gatos (Darnton 1987) descubrimos que hasta bien entrado el siglo XIX las familias francesas humildes, y europeas todas cabría decir, compartían un único lecho. Padres e hijos no sólo reposaban en el mismo ambiente confinado y estrecho sino incluso en la misma cama. Ergo, los hijos mayores asistían –uno puede imaginar que con desagrado–a los coitos de los progenitores. Y los hijos únicos también. A menos que pensemos que la sexualidad humana dependa de la vocación reproductiva. Semejantes extravíos socio–biológicos (Wilson 1980) pelean marquesina con desvaríos tales como que la homosexualidad representa un dispositivo de generosidad individual orientada al beneficio gregario. La ridiculez del último razonamiento se inscribe en el itinerario de esta controversial escuela, de acuerdo a la cual la atracción sexual por el mismo género exteriorizaría una conducta genéticamente programada de solidaridad del sujeto para con el conjunto.

¿De qué modo? El homosexual contaría con un armado genético tal que lo llevaría a prescindir del deseo de tener descendencia en aras de asistir al resto de las familias en la crianza de los infantes. Si esta idea sorprende por su inconsistencia (Baravalle 2013: 114) piénsese que para la perspectiva en cuestión el heroísmo también respondería a variables fijadas en el ADN. Arrojarse al agua a salvar gente en un naufragio o ingresar a una casa en llamas para rescatar un bebé exhibiría la posesión del “gen altruista” que determinaría el patrón caritativo de la conducta audaz. Una suerte de predisposición hacia la conservación del grupo aún a costa de la propia integridad que en lugar de la consorcial postergación homosexual se plasmaría en una bizarría hiper–masculinizada. Todas estas explicaciones sin fundamento lógico o empírico pero de persistente pervivencia en las mentes actuales acuden a montar su argumentación sobre falaces comparaciones etológicas entre animales y seres humanos (Castro Nogueira y Toro Ibánez 2015).

Capciosas reflexiones de tenor genetista imbricadas con impropias equiparaciones biológicas entre especies. Como si el origen del baile de las abejas (que no es un baile sino una conducta impresa en el instinto de dichos insectos) explicara el origen del ballet. O dicho al revés, como si los bailes campiranos del sur de EE.UU. celebrados entre grupos de danzantes obedeciera a una determinada configuración genética asimilable al vuelo en bandada de las gaviotas o al desplazamiento de los cardúmenes de peces. 

(…) 

Sexo y reproducción presentan una secuencia biológica necesaria. Pero en el día a día humano, demoliendo los extravíos socio–biológicos y contraviniendo los preceptos religiosos, los encuentros sexuales no suelen tener por meta la creación de vida. Tampoco la prohibición del incesto se origina en el problema potencial de la descendencia aquejada por disformidades o disfuncionalidades. Atiende el principio más elemental de la organización social estableciendo con qué parte del grupo una persona tiene vedada la participación sexual y sentenciando por concomitancia la potencialidad de emparejamiento con todo el resto. Con quien no se puede y con quien sí se puede, lo dictamina la costumbre y la ley de cada sociedad. Pero que no podemos con todos sino con algunos, es una regla universal.

Mito y Matrimonio

No existen las sociedades de sexualidad indiscriminada. Aunque las hay con licencias que pueden escandalizar la moralidad actual. Por caso Levi–Straus explica que en Japón medieval casarse con la hermana mayor era viable pero hacerlo con la menor suponía una asquerosidad inadmisible (Lévi–Strauss 1993: 43). También las hay con severos controles exogámicos. En Argentina el matrimonio entre primos terceros denota un enlace susceptible de suspicacias por la imaginaria amenaza larvada de una descendencia mutante. Tal vez la exogamia en grado máximo la reporte los casamientos realizados con individuos secuestrados a otros grupos. El ejemplo prototípico lo depara el Rapto de las Sabinas. Una versión prosaica pero documentada con profusión la ofrece el fenómeno del cautiverio en las fronteras latinoamericanas durante el período comprendido entre la llegada de Colón y los estertores del siglo XIX (Avendaño 2000, 2004, Operé 2001, Villar y Jiménez 2001, Zeballos 2001). La bibliografía en la materia resulta demasiado copiosa como para siquiera ensayar una lista representativa. Como alternativa expositiva recurramos a una evocación personal relatada por Borges en uno de sus tantos cuentos: La historia del guerrero y la cautiva (Borges 2009: 55–62).

Quien quizás fuera el mayor literato de habla hispana del siglo XX retrata un trozo de memoria familiar en un fragmento literario inmortal. Cuando su abuelo Francisco Borges oficiaba de jefe de fronteras con el indio a principios de la década de 1870 en los límites de la Provincia de Buenos Aires (Argentina), su abuela británica, que comentaba con tono dramático su “destino de inglesa desterrada a ese fin del mundo”, tomó conocimiento sobre una joven indígena que solía acercarse a los asentamientos “blancos”. Escuchó que su propia condición de europea en los lindes del territorio indio no la hacía demasiado peculiar. Mucho menos única. Otras “blancas” habitaban por allí desde antaño. Incluso del otro lado de la invisible demarcación territorial esbozada por los fortines. En el profundo “desierto” (Halperín Donghi 1982).

Un día cualquiera, los encuentros más asombrosos suceden en los bemoles de la más absoluta nimiedad cotidiana, la inglesa acriollada fijó sus ojos en una inusual aborigen proveniente de “tierra adentro” que presentaba rasgos fenotípicos y socio–culturales de carácter mestizado: “Vestía dos mantas coloradas e iba  descalza; sus crenchas eran rubias.(...) En la cobriza cara, pintarrajeada de colores feroces, los ojos eran de ese azul desganado que los ingleses llaman gris (...) Venía del desierto, de Tierra Adentro”. Vidas de destierro reunidas por el azar en un contexto insólito. Emigrante una. Cautiva la otra. Ninguna en su tierra de origen. Ambas en un ámbito que a fuerza de las circunstancias terminarían llamando “hogar”. Misteriosos paralelismos las hermanaban. Biografías casi calcadas. Sólo diferenciadas por un secuestro. La  cautiva  “Dijo que era de Yorkshire [con lo cual también era inglesa], que sus padres emigraron a Buenos Aires, que los había perdido en un malón, que la habían llevado los indios y que ahora era mujer de un capitanejo, a quien ya había dado dos hijos y que era muy valiente. Eso lo fue diciendo en un inglés rústico, entreverado de araucano o de pampa, y detrás del relato se vislumbraba una vida feral: los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes, desnudos,  la poligamia, la hediondez y la magia”.

En la indígena la abuela de Borges vio, reconoció, experimentó algo más que un simple “otro” distanciado por un plano de alteridad cuya vastedad alcanzase magnitud radical. Semejantes esencialismos son extraños a la verdadera vivencia humana. En lugar de vislumbrar una congénere envuelta en la más completa diferencia, la inglesa argentinizada se percibió a sí misma en condiciones tan similares y a la vez tan diferentes de la india británica que la tensión la arrojó al vértigo del pasmo. La otra, que alguna vez también fue inglesa, era ella misma a una abducción de distancia. Sendas esposas de guerreros. La enemistad de sus respectivos trababa una relación especular de animadversión conyugal donde los rasgos y lealtades se invertían con vigor de equivalencias. Las dos nacieron en la lejana Albión para terminar habitando los antagónicos bordes inter–étnicos de un “desierto” disputado.

Una y otra compartían lechos con hombres de armas que se tipificaban como enemigos. Ninguna había elegido su destino de ruptura con el origen ni habían optado por coincidir sus experiencias en un crisol de violencia, convivencia y momentaneidad (las fronteras son todo eso y más). La cercanía rayana en la mismidad movió a la inglesa acriollada a ofrecer santuario a la india que hacía más de 15 años fue británica. con una familia allí constituida que la mueve a permanecer voluntariamente donde arribó bajo coacción?

Reformulemos. En la que nosotros denominamos cautiva y que desde antaño probablemente se auto–percibiera como –y en efecto fuera–parte integrante y de pleno derecho de la parcialidad indígena a la que pertenecía, la abuela de Borges entrevió un misterioso sino dual y a la vez único. “Pudo percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino...”. Entre el horror frente a la disparidad radical, la perplejidad por el entendimiento íntimo de una paradójica discontinuidad que las separaba y reunía, y la angustia por la propia existencia sumida en un solitario entorno representado por la distancia (el desierto está lejos de todo) mediaban extrañas resignificaciones que, acaso, tendían puentes de entendimiento erigidos sobre pilares de intuición etnológica. Una y otra eran la misma y a la vez se distinguían con nitidez. ¿Qué nos dice eso sobre  los procesos de conformación de la identidad?

 El mito de la identidad pura y la pureza identitaria de lo mixturado

 “Movida por la lástima y el escándalo,  mi abuela la exhortó a no volver. Juró ampararla, juró rescatar a sus hijos”. Su apuesta por socorrerla aspiraba a salvarla para salvarse. Solidaridad no muy diferente a la que Frodo practica con Gollum en El Señor de los Anillos. Una moción de resarcimiento metafísico donde remediar en parte la tragedia ajena con objeto de  amenizar, también en parte, los pesares propios.

 Su interlocutora la desconcertó con una devolución inesperada y a la vez tan similar a la decisión que ella misma había tomado al dejar su terruño inglés, que la estrecha coincidencia obrada en el choque con la alteridad la contundió con la fuerza del auto–reconocimiento en la otredad. “Le contestó que era feliz y volvió, esa  noche, al desierto”.

La réplica la trastocó. Pero no demasiado. Porque en el fondo pulsaba un hálito bi–direccional de comprensión y empatía. Al fin y al cabo las palabras de su “otra” verbalizaban con reminiscencias de toldería el sentir fortinero no enunciado de la ancestra del Gran ciego. En la cautiva... Un momento ¿Cabe insistir en tal tipificación luego de tres lustros entre los indios y

Vamos a preguntarnos quiénes éramos cuando nos llamaron americanos, y quiénes somos cuando argentinos nos llamamos. ¿Somos europeos? (...) ¿Somos indígenas? (...) ¿Somos Nación? (...) ¿Argentinos? Hasta donde y desde cuando, bueno es darse cuenta de ello”. En los Prolegómenos de su último libro, Conflicto y Armonías... (1883: 14), Sarmiento planteaba la fisonomía de una duda fundamental para las nacientes comunidades latinoamericanas surgidas del turbulento siglo XIX. Con la sabiduría proverbial de quien fuera el cerebro más poderoso de su época, el padre de la educación argentina daba en la tecla en una cuestión que todavía demorará casi un siglo en ser sistematizada: la identidad representa una relación interactiva donde participan al menos dos componentes. “Nos llamaron americanos [y] argentinos nos llamamos”. La definición de los contornos identitarios presume un interjuego desarrollado entre la percepción ajena o hetero–percepción (nos llamaron) y la contemplación referenciada con nosotros mismos o auto–percepción (nos llamamos).

Somos el resultado incierto y siempre mudable de una tensión entablada entre miradas intercambiadas. Lo que los nacionalistas reaccionarios y ultra–religiosos erróneamente clamaron por definir como “el ser nacional” (Terán 2008: 127–154, Sábato 2012) con la falsa expectativa de hallar esencias donde sólo existen circunstancias, en verdad constituye un proceso de permanente actualización. Durar es hacernos presentes de manera ininterrumpida incorporando modificaciones, abandonando atributos y en el tránsito del continuo cambiar, permanecer como nosotros mismos. Baste pensar en Argentina. ¿Es hoy el mismo país que en 1853, 1916, 1946, 1976 y 1983? Sí y no. ¿En qué consiste la paradoja shakespeariana, sutilmente modificada por la variación del conector, de “ser y no ser” al mismo tiempo? En que los seres humanos construimos nuestra identidad a lo largo del discurrir temporal perdiendo algunas características, adquiriendo otros marcadores y re–significando sin cesar los rasgos que con su presencia –de extensión siempre transitoria–nos dan entidad (Lévi–Strauss 1981).

Con la suprema inspiración poética que triunfa sobre las insuficiencias comprensivas padecidas por los corsés teóricos, Borges resolvió la complejidad de la disquisición al decir “La Patria, amigos, es un acto perpetuo” (1966: 109). En su incontenible sapiencia el sucinto verso descifra el enigma entrañado por una trascendencia laica. La identidad (Patria) como sustancia socio–cultural recubre la entidad humana con una película de significados en perenne modificación (acto perpetuo). Así cada acción, aún la llana repetición, acarrea un cambio para sí y en el entorno (Sahlins 1997: 14–21, Bourdieu 2012). Esa es la clave. Lo inestable de los significados que reivindicamos como propios comporta la condición de posibilidad de la duración identitaria: Ser es cambiar.

Las ciencias sociales interrogaron el problema de la conformación de las identidades durante toda su historia reciente (Gellner 1991, Anderson 1993) basculando entre las ensoñaciones telúricas del romanticismo alemán (una comunidad, una lengua y un suelo), hasta las tendencias pos–modernas donde la misma idea de identidad entra en crisis (Foucault incluso dirá que la pregunta ¿quién eres? resulta autoritaria). La inquietud consiguió especial relevancia en el campo de la Antropología y fue esta disciplina la que ofreció la intelección más lograda al respecto. En apretada síntesis cabe destacar que la identidad –el “nosotros”–adquiere consistencia y despliegue al trabar una relación opositiva con “otros” (Barth 1976: 9–49). Exactamente lo que Sarmiento intuyó al articular el “nos llamaron” con “nos llamamos”. Surgimos como individualidad y grupo en la diferenciación dialogada con otros sujetos o colectivos próximos y similares.

Los náufragos eventualmente caen en la locura porque la situación de absoluta soledad des–personaliza. El peor castigo penitenciario consiste en el confinamiento solitario justo por esa razón. Robinson Crusoe escapa a la insania al contar con un compañero rescatado de una tribu de caníbales. En lo tocante al personaje que representa el aislamiento por antonomasia, su supuesta falta de compañía consiste en un malentendido literario. La creación de Dafoe sobrevive en compañía de un “otro” que le permite ser sí mismo. La figura de Viernes cobra valor salvífico: sin su concurso el náufrago arquetípico habría terminado enajenado. Justamente lo que mencionaba Rilke con las “dos soledades que se limitan”. Prescindir de un “otro” impide la emergencia del “yo”. Es la oposición con un congénere lo que habilita el establecimiento del perímetro (Rilke diría “límite”) donde la individualidad, o “la propia soledad” (parafraseando una vez más a Rilke), emerge por fuerza de negar/obstruir la llaneza del entorno.

Lo mismo vale para la escala grupal. El arco de “otredades” humanas, el término puede parecer exótico pero resulta cotidiano en Antropología, denota el conjunto de superficies en las cuales nos reflejarnos. Los demás fungen de espejos donde mirarnos y al detectar nuestra imagen, reconocernos. Recordemos a la abuela de Borges anonadada frente a una “otra” intensamente distinta pero en quien se encontraba paradójicamente representada a sí misma a través de un complejo juego de parecidos invertidos y diferencias lineales. Tal la capital importancia ontológica del prójimo. Ocupa el lugar de pieza fundamental en nuestra génesis. Sin alguien con quien contrastar simplemente no existiríamos como realidad diferenciada. Con los demás como referencia indispensable, somos lo que el resto no son. El “nosotros” es un “no–los–otros”, ante, con y gracias a la existencia del prójimo como petición de principio.

El proceso de identificación, esa fatigosa senda de construcción de uno mismo y de un “nosotros” como apuesta de convivencia y futuro, proclama en simultáneo una dinámica de tipificación dirigida hacia un repertorio de alteridades externas e internas. Argentina o cualquier otro país surge en la diferenciación con otros países (alteridades externas) y contempla la totalidad de clivajes, matices, gradientes, sub–divisiones y enfrentamientos domésticos (alteridades internas) verificados en la progresión de lo social. Las tensiones “puertas adentro” administradas con arreglo a las leyes plantean discusiones enriquecedoras donde decantar puntos medios proyectados al largo plazo. El porvenir demanda consensos entre emplazamientos discrepantes levantados sobre cimientos patrióticos. De allí que en los versos finales de su antes citada Oda (1966: 110) Borges cantara: “Nadie es la patria/ pero todos lo somos/arda en mi pecho y el vuestro, incesante/ese límpido fuego misterioso”. La Patria, ese fragor enigmático, nos contiene a todos y ningún miembro puede reclamar su monopolio. Distintos, encontrados, en pugna, acordando. Todos somos La Patria, porque el país surge en un “nosotros” repleto de otredades.

La conformación identitaria como proceso siempre compartido y por definición entablado al participar en un universo poblado de “otros” captó la atención de un sinfín de pensadores. En filosofía política el problema recibió un tratamiento controversial pero todavía, en gran medida, vigente. El caso amerita comentario no sólo a la luz de su trascendencia teórica autónoma sino por su impacto en Antropología. Carl Schmitt determinó en El concepto de lo político que “lo político” (no la política como campo, sino en cuanto fenómeno) aparece en el acto de introducir una diferenciación entre “amigos y enemigos” (Schmitt 2002). La categorización merece glosa. La magnitud que separa la enemistad en el plano fenomenológico (Lo Político) de la realidad (La política) implica la distancia oceánica que media entre el complejo de Edipo como condición universal del inconsciente (Freud) y el hecho de consumar un acto sexual con nuestra progenitora (Sergio Schoklender). O con nuestra hijastra (Woody Allen). Abandonemos los ejemplos que causan horror y volvamos la mirada hacia la genial creación del recientemente fallecido Quino. Cuatro viñetas de Mafalda retratan el proceso de conformación identitario a nivel familiar con la fulgurante brevedad de un destello de genialidad humorística:

Cuando el arte trepa hasta las cumbres de la sofisticación la simplicidad supera las complejidades teóricas. Mafalda sintetiza la totalidad de la discusión antropológica sobre la identidad. Mafalda (hija) subraya el necesario ordenamiento relacional que la une con su progenitora: “nos graduamos el mismo día. ¿No?”. Madre e hija pasan a ocupar tales loci en el momento en que adquieren existencia diferenciada al interior de una relación opositiva. De igual modo que la hija/Mafalda erige a su Madre como tal, el regreso de Odiseo recompone la red de relaciones de parentesco alteradas por la ausencia del “ego” que las ordena (Vernant 2000: 199–298. Eco 2013: 158–169, Homero 2015).

Laertes reasume su status paternal al recuperar a su hijo. Telémaco finalmente adquiere posición filial cuando reencuentra a su padre. Con el regreso de su marido, Penélope consolida su hasta entonces “liminal” situación conyugal (Turner 1988: 101–136, Van Gennep 2008). E Ítaca como estado acéfalo obtiene una vez más el debido volumen político de reino merced al retorno de su añorado rey. De manera simétrica Odiseo asimila los roles reunidos de hijo, padre, marido y rey al reinsertarse en el tejido de relaciones parentales que convergen en él como “ego”. La tensión bi–direccional se despliega en simultáneo. El “ego” oficia de punto desde el cual se irradia identificación (Odiseo le otorga roles a los demás) y sin solución de continuidad obra de eje de reunión de proyecciones de significación identitaria (los demás le otorgan roles a Odiseo). Mafalda tenía razón. Madre e Hija se reciben en la misma jornada. Homero lo demuestra.

La ontología identitaria emerge en la reciprocidad relacional de sujetos que se confieren mutuamente una determinada condición parental en virtud de hallarse en el locus exactamente opuesto al que crean. El “otro” crea al “yo” y en igualdad de condiciones el “yo” crea al “otro”. Principio extensible al “nosotros” y los “otros”. Padre/hijo, marido/mujer, hermano/hermana, abuelo/nieto, etc. Lo mismo corre para el resto de los nexos familiares en particular e identitarios en general. Mafalda muestra de forma incontrovertible que Madre e hija lo son en virtud de la relación que se crea entre ambas porque la identidad es una relación. Odiseo y sus parientes ingresan en la estructura de parentesco a condición de participar al unísono en un sistema que, como tal, existe en los vínculos establecidos entre los componentes y no en la naturaleza o atributos de los componentes que le dan carnadura (Reynoso 2006: 48–103). Principio válido para cualquier otra relación y que opera como vector heurístico en la indagación sobre la otredad en cuanto campo de interés intelectual de la Antropología.

La detección/creación de inquietudes a causa del encuentro con la otredad (sexualidades diferentes, costumbres distintas, concepciones alternativas), no cancela sino que impulsa el conocimiento de “lo otro”. La expresión recupera el sentido fenomenológico de Carl Schmitt. ¿Qué es “lo otro” sino lo desconocido hecho humanidad? El ímpetu hacia lo socio–culturalmente ignoto gesta la aventura antropológica. Los adelantos conseguidos durante el recorrido son factótums del desmoronamiento de narrativas falaces por vía de la exploración etnográfica y la reflexión etnológica (Guber 2001). Encuadrada en la deconstrucción de certezas equivocadas erigidas con dosis parejas de explicaciones pseudo–racionales y “sentido común”, las clases de Antropología del CBC suelen deparar en algún tramo de la cursada cuatrimestral la materialización de un interrogante investido de sumo interés disciplinario. Indefectiblemente, o casi, alguien entre los asistentes levantará su mano y preguntará “¿Profe (sic), para qué sirven los mitos?”. Con base en los comentarios previos, de aquí en más intentaremos hacer la adecuada “mostración” (Palti 2001) que los mitos no sirven para nada. Absolutamente para nada. Pero que esos relatos dotan de sentido a todo.

Conclusiones Parciales

El recorrido reflexivo que por el momento concluye persiguió un afán introductorio como meta intermedia de una aspiración más ambiciosa. En el tránsito de las páginas anteriores aparecieron diferentes observaciones aunadas merced a un hilo conductor heurístico y desprendidas de una recurrente pregunta de clase en la asignatura Antropología del Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires: “¿Profe (sic), para qué sirven los mitos?”. Como fuera estipulado en la inauguración del escrito, las devoluciones ofrecidas en el contexto áulico jamás gozaron de orden ni concierto. Carentes de sentido unitario, las explicaciones contingentes acudían a resolver una circunstancia puntual. Siempre en auxilio de la tramitación didáctica de una tesitura accesoria, las respuestas adolecían la falta de basamento argumental integral. Por tal motivo el presente trabajo concurre a imprimirle sistematicidad a fragmentos de disertaciones hasta ahora no enhebrados.

El tejido de la presentación nace de una inquietud permanente en el sentir estudiantil. Verbalizada por un sinfín de personas a lo largo de la experiencia docente del autor, llama la atención que la recurrencia estribe en una enunciación replicada de forma casi idéntica. Y podríamos omitir el “casi” sin incurrir en un error estadísticamente significativo. La verbalización verbatim del interrogante, en el sentido de la literalidad que Malinowski le reclama al etnógrafo al momento de transcribir los mitos como indicación de método al final de su ya mítica introducción a Los Argonautas..., dice mucho de la pregnancia de una curiosidad puntual como reflejo del imaginario socio–cultural al que adscriben los alumnos. En la actualidad el problema de la funcionalidad prima en el sentido común. La duda teleológica precede a la inquietud ontológica y la cavilación hermenéutica. Que la pregunta “¿para qué sirve?” subordine las opciones “¿qué es?” y “¿qué significa?” habla de un mundo donde la utilidad desplazó a la identidad y al significado como horizontes de pensamiento fundamentales.

El imperio de la practicidad no debe aquilatarse en términos morales sino inteligirse en registro socio–cultural. La disquisición axiológica resulta foránea a nuestros anhelos por el simple hecho de entender, Nietzsche mediante, que todo valor es una apreciación arbitraria. Lo cual no invita a diluirnos en la indistinción del relativismo radical donde nazis y Médicos sin Fronteras son moralmente iguales porque cada uno abona su propio orden de prelación de prioridades. Muy por el contrario, el soporte moral de la tolerancia y el respeto a la diversidad afinca en el repudio a la intolerancia y al avasallamiento (sensu Boas). El límite de la pluralidad es la vulneración de la pluralidad. Caso contrario, Estado Islámico representaría una opción de vida tan válida como el estado de derecho liberal. Que en la primera tiren desde los edificios a los homosexuales, esclavicen a las minorías, torturen y asesinen según el parecer del jefe circunstante, entrenen niños con síndrome de Down para portar explosivos e inmolarse cuando logren abrazar a los enemigos y confinen a las mujeres al orden de bien mueble, no denotaría diferencia alguna con una institucionalidad republicana y representativa donde las garantías y libertades constitucionales protegen a los individuos del poder.

A salvo de las sandeces provocadas por el relativismo extremo y en la responsabilidad de defender los valores que creemos ecuménicos, la ciencia y las humanidades reconocen la parcialidad de cualquier enfoque como petición de principio para la expectativa de universalidad. Quien discrepe con lo dicho y suponga que la relatividad de cualquier principio amerita la equiparación de todos los principios corre el riesgo de renegar de los Derechos Humanos. Y de hacerlo, aún tras tomar conciencia del derrape nihilista, queda invitado a tirar a la basura el presente escrito y en libertad de afiliarse a la franquicia local o digital de Al–Qaeda o adscribir alegremente a los grupos supremacistas. Que los hay para todos los gustos. Desde las bandas alucinadas por el delirio ario que engrosan el siempre creciente abanico neo–nazi norteamericano y europeo, al sinnúmero de “movimientos de liberación” que en África utilizan niños–soldados y masacran poblaciones de otras etnias con vocación genocida e implacabilidad racista. La lista podría prolongarse hasta el infinito del odio irracional.

Dejando de lado la apreciación moral de lo utilitario como norte cultural, sin compartirlo pero tampoco denostándolo, desde el enfoque antropológico asoma una veta cogitativa. La disciplina deconstruye certezas y visibiliza los andamiajes de lo obvio (acaso lo más invisible de una cultura sea el costado arbitrario de su sentido común). En esos patrones de convicción no verbalizada anida el origen de la pregunta de clase motivadora del presente escrito. Que distintas personas sin relación entre sí a lo largo de muchos años recalen en la misma incógnita resulta casi tan llamativo como que el resto de los presentes en el momento de la pregunta reconozcan dudas análogas. Entonces gracias a una inquietud reiterativa que se hace eco de una pregunta latente en toda una cohorte, la consulta sobre el “para qué” de los mitos aparece como indicio de una certidumbre cultural respecto de la centralidad de la funcionalidad en la vida en sociedad.

Nadie, al menos en la experiencia del autor, hesitó sobre qué es el mito. Lévi–Strauss, citado por Vernant, tenía razón: el mito es autoevidente. No nos confundimos en su identificación. Caso contrario la pregunta “¿qué es?” debería haber antecedido a su correlativa “para qué es?” ya que la interrogación teleológica presupone una certidumbre ontológica previa. Lo que equivale a decir que el cuestionamiento sobre el fin de algo da por sentado que se conoce, al menos de manera tentativa, la existencia de lo que genera la duda sobre su uso. Distinto es el caso sobre el significado del mito. Pero con una salvedad. Las preguntas al respecto se orientaban a la comprensión particular más nunca a lo general. Los alumnos vacilaban sobre “qué significa el mito X”. Pero nunca, nuevamente en mi modesta experiencia, zaherían el problema de la interpretación de “lo mítico”, dicho en los términos que Carl Schmitt utiliza al elucidar “lo político”.

Aquí es Eliade quien lleva la voz cantante. El mito siempre habla de lo mismo: los orígenes. La legislación, las instituciones, las historias e incluso los destinos son parte del abanico que se despliega desde el punto del origen, porque el mito relata la génesis de cada cosa. Plantea imágenes prototípicas de lo ocurrido por fuera del tiempo profano y dentro del tiempo sacro. In illo tempore –en aquel tiempo–como dirá con acierto Eliade. La aparente coordenada cronológica no es tal sino una locación atemporal ubicada por fuera de lo calendárico. El “Había una vez” de los cuentos de hadas ameniza para un público infantil la radicación fuera del tiempo de los elementos ejemplares sobre los cuales los humanos construimos nuestras costumbres, jurisprudencia, cánones, etc. El mito explica cómo fueron las cosas en su instancia ideal, suprema y sobrenatural y en base a ese conocimiento conducimos nuestras acciones reales, cotidianas y terrenales.

¿Pero ese enfoque no recuperaría un tácito “para qué”? ¿Asociar conductas modélicas con conductas empíricas desarrolladas en apego –variable–con el esquema de referencia no infiere una teleología? De ningún modo. Porque la relación no es de causalidad sino de consecuencia epifenoménica. El mito habla de los orígenes de todo. Incluso el origen de los finales como en el caso del Apocalipsis. Y en relación a las instituciones, en el sentido malinowskiano de “unidad mínima de organización humana”, cada mito habla del origen de cada institución. Pero en su condición de relato oral, mnemónico y transgeneracional el cuerpo de enunciados no sanciona lo que debemos hacer, sino que su presencia produce el efecto de inducirnos a hacer las cosas de determinada forma. Ergo, no debemos confundir el efecto generado con la idea de un fin perseguido. Con el perdón de Lévi–Strauss, valga un ejemplo natural como contrapunto explicativo sobre un tema cultural. Así como el sol no tiene por función alumbrarnos sino que ese es el efecto que produce sobre nosotros, el mito no tiene la función de mostrarnos los modelos ideales a seguir sino que produce tal efecto edificante por fuerza de su condición ejemplar.

La pregunta por la función de los mitos conforma un interrogante moderno recortado contra un fondo cultural de predominancia utilitarista. Al sostener que no tienen función porque su naturaleza no es instrumental y que son relatos que colman de sentido la realidad pero que no están creados para eso, accedemos a una perspectiva reñida con nuestro leal saber y entender cotidiano. Urge otro comentario: no es lo mismo el mito en su etapa oral que grafa. El mito como lo discutimos aquí, o sea de acuerdo a lo que dice Vernant, es de orden oral, ancla en la memoria y se proyecta a nivel trans–generacional. De más está decir que lo mítico funda tradiciones de pensamiento. Pero como bien sabemos desde que Hobsbawm publicara La invención de la tradición, las mismas dependen principalmente de los convenientes olvidos que las hacen posibles.

En este punto necesitamos evocar las enseñanzas de Durkheim con objeto de aplicarlas al mito y recordar que es de orden grupal. Nadie lo creó. Y como nadie lo creó, la pregunta por la intención (el “para qué”) se descubre como inapropiada. Los mitos se conformaron a través de las generaciones en el plano de la oralidad y recién después de siglos o milenios alguien los fijó en la escritura. Pero el mito no fue confeccionado para cubrir una necesidad. Esa es una mirada extemporánea y utilitarista. El proceso de formación mítica obedece a dinámicas propias y exclusivas de las comunidades humanas. Como nadie lo inventó sino que nace de sucesivas generaciones que le cuentan a sus sucesores un relato, que al por no estar fijado en papel sino habitar en la memora va cambiando en cada reproducción, el mito tiene el efecto de construir sentidos culturales. Podrán ser profundos o someros. Pero de ninguna manera inamovibles. Muy por el contrario, los sentidos míticos van cambiando al compás de las sutiles o bruscas modificaciones operadas en la transmisión oral.

Hasta su anquilosamiento en la escritura el efecto del mito siempre es espontáneo. No guarda relación con una meta buscada por el simple hecho que no hay una voluntad singular detrás su gestación. Recordemos: la función del sol no es darnos luz. Ese es un efecto de su existencia. La idea de función presume una teleología. Un “para qué”. Los mitos no tienen eso. Simplemente existen como creación humana. Generan sentido al existir. Pero no fueron pensados adrede porque simplemente nadie los pensó. La autoría polifónica y trans–generacional prescribe canonización. En cada reiteración acontece una variación y la acumulación de modificaciones marca el ritmo de su evolución (dicho lo anterior sin asomo de darwinismo alguno). Al pervivir cambia, al cambiar permanece vigente y al mantenerse vigente continúa produciendo un efecto no buscado pero estandarizado: genera sentido. ¿Pero qué sentido genera? Depende del momento del mito y de quien lo escuche.

La interpretación corre por cuenta del hermeneuta. Hay tantas posibles como sujetos que se atengan a la tarea. Quienes interpretan al mito como una indicación para actuar lo vivencian en cuanto mandato. Algo difundido a lo largo y ancho de la tierra. Que también está iluminada de norte a sur y de este a oeste por el sol. Pero, una vez más, que eso sea así no implica que el sol tenga la función de arrojarnos luz sino solamente que su condición de gigantesca bola ígnea produce un efecto lumínico a nivel planetario. La pregunta por la función mítica no es antropológicamente acertada porque deriva de nuestra cosmovisión como axioma etnocéntrico no intelectualizado.

En términos antropológicos las consultas sobre la función son preguntas etic (hechas por el observador) y no manifestaciones emic (enunciados provenientes del nativo). Un griego del siglo VI A.C. jamás se preguntaría para qué sirve el mito de Antígona, qué utilidad reporta que a Odiseo el primero que lo reconoce al regresar a Ítaca sea su perro Argos, o cual es la función práctico–cotidiana de que a Orestes lo persigan las Erinias luego de haber ultimado a Clitemnestra y Egisto. Simplemente viviría dentro de una cosmovisión donde eso es así. ¿Por qué el mito como tema de interés erudito gana cuerpo al abrigo de un enfoque cultural que lo enajena con preguntas incompatibles con su condición? Porque la mirada utilitarista permeó todos y cada uno de los espacios del moderno vivir. Incluso, o sobre todo, al discurso académico como lo demuestran las expresiones “capital simbólico”, “consumo cultural”, “oferta/demanda política” y “mercado electoral”.

En occidente el análisis de los mitos se escindió de otro tipo de estudios hasta el nivel de la autonomía. Alcanzó un grado de profesionalización tal que devino espacio universitario de propio derecho inscrito en lo que Weber describió como tendencia a la racionalización. Nuestro paradigma establece que todo tiene que tener una función, cumplir un rol práctico, desempeñar un papel dentro de procesos productivos. Kuhn explica que el paradigma fija el tipo de preguntas y respuestas que pueden darse en su interior. El paradigma racionalista occidental obliga a preguntas sobre funciones. Tanto que decirle a una persona “eso existe pero carece de función práctica” genera anonadamiento. No se entiende la respuesta. Porque no está contemplada en el paradigma de lo cotidiano. La pregunta por la función mítica le parece lógica a todos. La respuesta, en primera instancia, no la entiende nadie ¿Por qué? Porque escapa al paradigma. Y como explica Víctor Turner al hablar sobre liminalidad, anti–estructura y communitas, sólo los poetas, los sabios y los místicos consiguen, a veces, salirse del paradigma. El problema es que en general semejante temeridad acarrea un costo tremendo: se vuelven locos. Hölderlin, Nietzsche y Van Gogh son ejemplos clásicos del precio a pagar por la máxima transgresión cultural.

Saltando de la explicación teleológica al universo de las interpretaciones caemos en la cuenta que estas últimas pueden articular enriquecimientos maravillosos de los mitos. Pero el esmero no deja de ser una interpretación entre otras. Tal vez una increíblemente erudita y a la vez amena. Pero los griegos de la Hélade no interpretaban el mito. Lo experimentaban. Es diferente. Tan diferente como que te cuenten una fábula de que te transmitan una historia. La interpretación consiste en extraer significados tensionando dos cuerpos de enunciados: el ajeno y el propio. Por su parte, la pregunta teleológica inquiere sobre el lugar que ocupa algo dentro de un mecanismo destinado a generar un resultado. La diferencia entre hermenéutica y teleología es la distancia entre barruntar sobre la significación o indagar sobre la función.

Racionalizar en términos cartesianos algo que, como los mitos, obedece a lógicas culturales trans–generacionales, orales y ancladas en la memoria colectiva prioriza el orden de lo propio y subvalora el rango de lo ajeno. Sería como volver a la Antropología de salón. Momento disciplinario donde los etnólogos conjeturaban sobre sus modelos explicativos sin jamás haber pisado el campo de los pueblos que colocaban dentro de una línea evolutiva ascendente de carácter comparativo. El constructo unidimensional comprendía a todas las manifestaciones humanas pasadas y presentes en una secuencia correlativa de estadios y sub–estadios ordenados por las diferencias que presentaban con lo que en aquel entonces concebían como la sublimación de la civilización: Londres del siglo XIX. Pero que los errores pretéritos no oculten yerros actuales. Nuestra propia anteojera socio–cultural nos conmina con la máxima fuerza coercitiva de los “hechos sociales” durkhemianos: buscamos función donde no existe y confundimos efecto con propósito.

El problema de fondo con la pregunta por la función mítica radica en el riesgo de sobreimprimirle explicaciones artificiales a un problema mal planteado. Si indagando en un ciclo mitológico hallamos sentidos, fantástico. De hecho toda la filosofía política occidental abreva una y otra vez en la mitología greco–romana como fuente de reflexión. Pero si preguntamos por la función de un mito genuino nos equivocamos en el tenor de la pregunta. Sería como querer determinar cuánto pesa el color rojo o estimar a qué huele una nota musical. Son preguntas impropias porque no sintonizan con la naturaleza del problema interrogado. Pero como el tema de lo funcional está marcado a fuego en nuestro sentido común, parece la pregunta más sensata del mundo. Empero, en el caso de los mitos no lo es.

Al asumir a priori la existencia de propósitos míticos el razonamiento instrumental se consolida como punto de partida fallido y se arrastra a lo largo del razonamiento como vicio de origen. De hecho, el mito ni siquiera tiene origen. Es de orden oral, arraiga en la memoria y se comunica a nivel trans–generacional. Por lo tanto no tiene origen en cuanto lugar y momento de aparición sino que su ontología obedece a un proceso de formación que contempla variaciones temporales y espaciales combinadas de todas las maneras imaginables. Mal que nos pese o bien que nos caiga, el mito es como es. Ante el temor de precipitarnos en las circularidades de la tautología recordemos lo que Calderón de la Barca hizo pronunciar a Segismundo en el monólogo tal vez más famoso de las letras hispanas.

¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.

Y los sueños, sueños son”. 

Cuanta razón tenía Calderón... Porque detrás de la aparente redundancia brota un mundo de reflexiones a condición de pronunciar las preguntas adecuadas. Que casualmente no son las que se le realizan al mito. Las correctas en el caso de Segismundo son aquellas que se plantea al principio de su soliloquio y que lo conducen a una respuesta única y, suprema paradoja, dual. “La vida es sueño”, aserción solvente en sí misma y umbral hacia una segunda afirmación enunciada como aparente pleonasmo: “los sueños, sueños son”. Porque por principio de transitividad lo dicho por el protagonista de La vida es sueño articula una respuesta que, paso a paso, termina por devolverlo al principio de las preguntas que abren la recitación. ¿Qué es el sueño? La vida. ¿Y qué es la vida? Frenesí, ilusión, sombra y ficción. Lo cual la equipara con el sueño, que no es ni más ni menos que eso. En consecuencia, la tautología no es tal en las palabras de Segismundo, como tampoco lo es en el caso del mito. Porque el mito es tal por ser lo que es: un fenómeno oral, ubicado en la memoria grupal y comunicado de manera trans–generacional, que no cumple función alguna, pero genera efectos culturales determinantes.

El acto de adosarle racionalizaciones responde a ansiedades nuestras antes que a elementos de la realidad mítica (valga el oxímoron). Sin extraviarnos en ensoñaciones fenomenológicas, no podemos dejar de observar que el tratamiento antropológico de un fenómeno debe bregar por aproximarse al fenómeno en sus propios términos. Por supuesto que la apropiación intelectual de “lo otro” da por descontada la implementación de un repertorio de herramientas propias, puesto que la Antropología representa una dialéctica entre mismidad y otredad. No un simple reflejo de lo distinto. Lo que denunciaría completa pasividad de parte de un investigador transformado en una suerte de fotógrafo cultural.

Mucho menos es un solipsismo intelectual donde el etnólogo de mentalidad autocontenida conoce todas las respuestas antes de formularse cualquiera de las preguntas. Pero si teorizamos de espalda al fenómeno por el simple hecho que es más fácil o cómodo para nuestro imaginario no estamos reflexionando. Sólo conformándonos con repetir de otro modo aquellas verdades que damos por sentadas. Por ejemplo, que todo cumple una función. Premisa falsa como bien lo demuestran los mitos.

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