& LOS FORTINES / Facundo Gómez Romero


Facundo Gómez Romero

"O era sirviente, o era vago, y a los vagos se los enganchaba, por la fuerza, en los batallones de frontera. El criollo bravío, que había servido de carne de cañón en los ejércitos patrios quedaba convertido en paria, en peón miserable o milico de fortín”  
Eduardo Galeano. 
Las venas abiertas de América Latina.

Un segmento importante de las investigaciones de Arqueología histórica desarrollada con un impulso cada vez mayor en Argentina, ha tomado como objeto de estudio a los fortines. (Austral et al. 1997, Gómez Romero 1999 y 2003, Gómez Romero y Ramos 1994, Goñi 1998. Ormazabal Madrid. 1998 y 1999, Pedrotta y Gómez Romero 1998. y Roa y Saghessi 1998). Estos fueron estructuras militares fortificadas utilizadas en la guerra con el indio desde mediados del siglo XVIII, hasta las postrimerías del siglo siguiente. Sin embargo, ninguno de los trabajos precedentes ha reflexionado -incluyendo mis propias investigaciones- respecto de los fortines, como el ámbito en el cual fue implementada una particular tecnología de poder (sensu Foucault) perpetrada por parte de los sectores hegemónicos de la sociedad. Este trabajo, considerará la existencia de todo un encuadre de poder, escenificado en los fortines que presentaba un esquema disciplinario y que actuaba bajo la arbitrariedad del sistema de leva y recaía sobre las clases sociales pobres de la campaña.
El propósito de este articulo es explicitar las características esenciales que poseía en lo operativo, la tecnología de poder pergeñada por las clases dominantes en las zonas de luchas internas con el aborigen en la argentina del siglo XIX. A partir del análisis de las siguientes obras de Foucault. Vigilar y castigar, Microfísica del poder y La vida de los hombres infames se aplicarán algunos de los temas claves allí tratados, para intentar una caracterización de la tecnología de poder mencionada y su modo específico de implementación en el ámbito militar.
La búsqueda de ideas, conceptos y marcos analíticos en el pensamiento de Foucault, por parte de los arqueólogos, tiene su punto de partida en 1984, cuando Miller y Tilley editan su Ideology, Power and History. A lo largo de los años transcurridos desde ese momento, diversos y varios escritos arqueológicos han utilizado la producción teórica de Foucault en aplicaciones tan diversas como planteamientos teóricos, cárceles de mujeres, plantaciones de esclavos o contextos urbanos del siglo XIX (una recopilación detallada de trabajos arqueológicos que discuten y aplican conceptos desde esta filosofía puede verse en Gómez Romero. 2002)
En este artículo, se realizará una síntesis de las características principales del contexto histórico en el que actúan los fortines durante el siglo XIX, Y a continuación se analizará el funcionamiento de una tecnología de poder a partir de los siguientes indicadores:

             a) la disciplina en el método de leva;
b) el fortín como prisión;
c) los suplicios corporales y
d) la deserción como método de resistencia.

Se discutirá también, la coexistencia de las formas de disciplina y vigilancia, junto con las anteriores prácticas de castigos corporales.


SÍNTESIS HISTÓRICA
"El desierto, Sr. Presidente, es uno de los enemigos más terribles que tienen nuestras instituciones, nuestro progreso y nuestro tesoro público. Es el desierto el semillero donde el montonero, la barbarie y la ignorancia tienen su asiento".
 Diputado Gallo. 
Cámara de Diputados de la Nación. 1872.

Durante la mayor parte del siglo XIX, a la planicie pampeana argentina se la conoció como el Desierto, concepto que es factible tildar de metafórico básicamente por dos razones: primero, porque buena parte del mismo era un territorio fértil, una extensa llanura de gramíneas, apto para la agricultura y la ganadería; y segundo porque estaba mayoritariamente poblado por aborígenes de diversos grupos étnicos y por los llamados gauchos. Según Garavaglia estos últimos eran jornaleros solteros que se conchababan en las estancias para trabajar con el ganado vacuno y que migraban constantemente, pero solos (Garavaglia 1993). Así, desierto para la clase política argentina, estigmatizaba una imagen de vacío, de espacio potencialmente ocupable. conquistable, imagen que negaba a sus habitantes por no aptos y por lo tanto prescindibles, en la conformación de un país que crecía mirando a Europa. En su concepción de desierto el poder delineaba una geografía de ausencias.
La imagen pergeñada sobre este territorio poseía su propia construcción histórica según explica Navarro Floria:
"En el marco del proceso moderno de expansión europea y particularmente en el de las expediciones científico- políticas de la época de la ilustración, los territorios que resultaban particularmente inhóspitos para los viajeros fueron conceptualizados como desiertos, ya fueran páramos, estepas o travesías sin una gota de agua, ya fueran selvas o ciénagas impenetrables. El paradigma cultural europeo occidental asignó la categoría de desierto no a los territorios deshabitados ni estériles sino a los no apropiados ni trabajados según las pautas capitalistas".
                                                                                                                                        Navarro Floria. 2002:140.

En su exhaustivo análisis acerca de la concepción de desierto para la clase política argentina, este autor expresa que hubo un viraje manifiesto que fue desde el desinterés al interés, por lo que aquel espacio geográfico "inmenso, infinito, inaudito, despoblado, incierto, inseguro, indefenso, inculto, ilimitado" (Lojo 1994, citado en Navarro Floria 2002) se tornó en imperiosamente ocupable. Perspectiva que se delinea durante la década de 1860. se concretiza en el papel mediante la sanción de la ley de fronteras en 1867, y se efectiviza a partir de la conquista militar definitiva de 1879, Este territorio dividido entre Pampa Húmeda y Pampa Seca, se extendía de Este a Oeste, desde el Océano Atlántico hasta la cordillera de los Andes, mientras que el límite sur estaba surcado por una frontera que comenzaba en Buenos Aires, terminaba en Mendoza y constituía los confines del Estado argentino en formación (durante la mayor parte del siglo XIX, el país era sólo un conjunto de provincias soberanas e independientes') Más allá de la marca fronteriza se extendía lo que se denominaba tierra adentro, un vasto territorio de llanuras verdes, sierras, salinas, médanos de arena: surcado por ríos, riachos y lagunas, con manchones de bosques: talas en la pampa húmeda, algarrobos y caldenes en la pampa seca, y araucarias en los faldeos de los Andes.
Esta región fue el epicentro donde se articularon complejas relaciones interétnicas desarrolladas entre indios, gauchos, estancieros, militares, comerciantes criollos, europeos inmigrantes y negros descendientes de esclavos africanos. Este espacio territorial puede ser considerado una típica zona borderland en el sentido de Cusick (2000).
Estas características se manifestaban en el caso argentino, a partir de la inmigración llegada de ultramar durante todo el siglo XIX y su contacto con elementos locales, a su vez interconectados por un flujo y reflujo de mercancías y grupos humanos que se producía, sobre todo entre Argentina y Chile, a través de lo que se llamaba "el desierto". Este fenómeno era marcadamente intenso en las provincias argentinas de Mendoza, Neuquén, San Luis, La Pampa y Buenos Aires, fundamentalmente.
El factor que articulaba este fenómeno era el comercio de ganado en pie, ya que desde que fuera traído y abandonado por los españoles durante la primera fundación de Buenos Aires en 1536 el ganado, fundamentalmente vacuno y caballar, constituyó la riqueza de las pampas. La posesión y control del mismo, también fue la causa principal de los conflictos entre aborígenes y criollos. Ya para comienzos del siglo XVIII los aborígenes habían organizado un intenso comercio de ganado con Chile lo que permitió la fusión étnica entre indios araucanos que atravesaban la cordillera y los indígenas bonaerenses locales, denominados genéricamente "'pampas", proceso denominado "la araucanización de la pampa"' (Crivelli Montero 1994, Mandrini 1996)
Por su parte, los estancieros del interior del país (Córdoba. San Luis, San Juan, etc.) organizaban las llamadas vaquerías, contrataban a oficiales del ejército quienes reclutaban gauchos y les daban lo que se llamaba el avío que consistía en pagos en ropas, armas y a veces - las menos- en dinero. Para que recolectaran vacas y las arriaran a los centros poblados o a las estancias consolidadas para engrosar los rodeos. A su vez, los gauchos subsistían cazando este ganado cimarrón, con la finalidad de extraerles ei cuero y el sebo para la venta y consumir algo de su carne. Estas cacerías y principalmente la intromisión de elementos ajenos que transportaban los vacunos a otras zonas, diezmaron las manadas en la campaña bonaerense y obligaron a la incipiente burguesía comercial de Buenos Aires a intentar apropiarse de la tierra, para controlar de esta manera el flujo y reflujo de ganado. No obstante, el proceso de apropiación de la tierra situada al sur de la ciudad de Buenos Aires, no alcanzó dimensiones geográficamente significativas durante el período de dominación española (Martínez Sarasola 1992, Walther 1964)
Posteriormente, una vez ocurrida la independencia de España en 1816. el estado argentino consideró que el progreso material de la nación dependía de la conquista y colonización del desierto, ya que el esquema económico mundial determinaba que la inserción argentina en los mercados internacionales debía basarse necesariamente en la venta de materias primas agropecuarias a las naciones industrializadas. Este proyecto estaba acompañado con la idea de terminar con la "barbarie" de gauchos e indios, para poder poblar las pampas con inmigrantes europeos enfáticamente considerados "civilizados". Así, esta mecánica de dominación basaba su modus operandi en una adscripción sin fisuras a la antinomia "civilización o barbarie", médula ideológica que explicaba y justificaba la esencia misma de ese poder. Estamos de acuerdo con Susana Rotker (1999) quien manifiesta la idea de que la esencia de la pretendida modernidad argentina durante el siglo XIX, se inscribía en esa dicotomía tan simple como arbitraria, señalando que "la historia deja de ser un proceso complejísimo de negociaciones sociales, para quedar simplificada en un binomio moralizador de prácticas políticas: civilización o barbarie" (Rotker 1999: 24). El desarrollo de este proceso se denominó en la historiografía argentina "La Conquista del Desierto" y culminaría definitivamente durante la década de 1880.
La conquista y colonización de la tierra adentro se efectivizó a partir del establecimiento de estructuras militares de campaña, ubicadas conformando cordones defensivos, denominados lineas de fronteras con el indio. Dichas construcciones fueron los fortines, defendidos por escuadrones de caballería gaucha (llamados durante el periodo español blandengues y luego en el período independiente, guardias nacionales). Estas unidades de caballería, conformaban un ejército que no era ni profesional, ni voluntario, ya que las tropas que lo conformaban eran enviadas por la fuerza a los fortines, mediante la efectivización del método de la "leva". Esta particular tecnología de poder, cuya función principal era constituirse en el instrumento de dominación de una clase, descansaba en la reciprocidad existente entre la clase propietaria y el poder político; apoyo mutuo que determinaba que la tierra que paulatinamente se le arrebataba al "salvaje" aborigen, se convirtiera rápidamente en latifundios en manos de la élite dominante.

LEVA — DISCIPLINA

"Probó el cuchillo en una mata; para que no le estorbaran en la de a pie. se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda: malhirió a los más bravas de la partida. Cuando la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca, hacia el alba, mareado por la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal; Cruz fue destinado o un fortín de la frontera"
Jorge Luis Borges. Biografía de Tadeo Isidoro Cruz.
(1829- 1874).

Como se ha mencionado en el párrafo precedente, el procedimiento técnico de aplicación de este sistema de poder en la frontera, era la leva del paisanaje pobre (una de las maneras como se denominaba en la época a loa gauchos nómades). Establecida mediante un decreto Ley que consideraba que el poder político-judicial, podía reclutar a cualquier gaucho que no tuviera trabajo fijo, denominándolo en el lenguaje de la época con la pintoresca expresión "vago y mal entretenido") Según Salvatore (1992: 41): "El ejército impuso el gravamen del servicio forzoso sobre una sola clase social, la del peón de campo" Estas levas no fueron procesos que involucraran únicamente a pequeños segmentos de la población masculina de las zonas de fronteras, sino todo lo contrario. Como ejemplo basta con mencionar que para 1847. a un observador sagaz como el escocés Mac Cann, no se le escapó que muchos de los pueblos de la Provincia de Buenos Aires que visitó se encontraban desprovistos de hombres, debido a que los mismos se encontraban sirviendo en el ejercito (Mac Cann 1947: 5, 28 y 43).
La norma era que se ejerciera sobre ellos, lo que determinaba su ajuste y su inserción en un aparato de producción en franca expansión. Esto suponía la aplicación de un andamiaje jurídico bastante peculiar, destinado a la incipiente proletarización de la mano de obra masculina de la pampa, condición sine qua non para la conformación de una economía capitalista en Argentina, plegando así al gaucho a una voluntad de dominación (un estudio en detalle de este particular puede verse en Garavaglia 1987. Mayo 1987, 1999, Rodríguez Molas 1968 y Slatta 1983, a su vez un análisis pormenorizado acerca del génesis y el desarrollo del capitalismo agrario pampeano en el siglo XIX puede verse en Barsky y Djenderdjian 2003).
El término proletarización considera la transformación de un trabajador independiente campesino, artesano, pequeño propietario- en trabajador asalariado, dependiente por lo tanto de la venta de su fuerza de trabajo para obtener la subsistencia En definitiva, el habitante de la campaña o trabajaba bajo las órdenes de un terrateniente, en los establecimientos ganaderos llamados estancias —hecho que debía quedar constatado por escrito en un papel garabateado por el patrón debido a que los gauchos eran analfabetos, en su gran mayoría— o de lo contrario se determinaba que era un vago y se lo mandaba a los fortines de las fronteras Este papel testimonio del contrato entre empleador y empleado, se lo conocía popularmente como la papeleta, y allí figuraba el plazo del compromiso (generalmente días o unos pocos meses) Una vez cumplido dicho plazo, de acuerdo con el Registro Oficial de 1823 el peón que se hallare fuera de la Estancia. Chacra o Establecimiento del patrón será́ tenido por vago y forzado a contratarse por dos años en el Servicio de las Armas.
El sistema de la papeleta ya había sido ideado por el virrey Sobremonte en 1804. Este mecanismo fue reconsiderado en 1815 por el gobernador de Buenos Aires Luís de Oliden quien decretó: Articulo 2*: Todo sirviente de la clase que fuere, deberá tener una papeleta de su patrón. visado por el juez del partido, sin cuya precisa calidad será inválida. Articulo 3°: las papeletas de estos peones deben renovarse cada tres meses, teniendo cuidado los vecinos propietarios que sostienen esta clase de hombres de remitirlas hechas al juez del partido para que ponga su visto bueno. Articulo 4º: Todo individuo de la clase de peón que no conserve este documento será reputado por vago. Articulo 5°: Todo individuo, aunque tenga la papeleta, que transite la campaña sin licencia del juez territorial, o refrendada por él. siendo de otra parte será reputado por vago. Articulo 6º: Los vagos serán remitidos a esta capital, y se destinarán al servicio de las armas por cinco años en la primera vez en los cuerpos veteranos.
Este procedimiento era usualmente efectivizado de una manera despótica, arbitraría que nada tenia de sutil, aderezado con la vieja arrogancia de la justicia real nunca independiente de las relaciones de propiedad En efecto, el embrión de la categoría "vago y mal entretenido" como elemento a disciplinar por el poder legal, data de mediados del siglo XVII, plena época de dominación colonial española (Rodríguez Molas 1968) y se relaciona con las leyes existentes en la misma época en Europa aplicadas contra los mendigos, los vagabundos y los ociosos, dirigidas en palabras de Foucault (1992: 61) "(...) a los elementos más nómadas" Las fuertes similitudes que surgen entre este último caso y los gauchos no son mera coincidencia.
El encargado de llevar a cabo esta política disciplinaría era el Juez de Paz, cargo creado en 1821 con la finalidad de llenar el vacío que había dejado la falta de la institución colonial del cabildo El juez de Paz, era el representante administrativo y judicial del estado y muchas veces también ejercía funciones de jefe de policía y recaudador de impuestos. Salvatore en un trabajo reciente cuestiona la imagen de los jueces de paz como "pequeños tiranos locales" (Salvatore 1998: 344) pese a que si bien era cierto que concentraban en sus manos las facultades absolutas para impartir justicia, este autor aduce que éstos siempre estaban bajo el estricto control del poder (sobre todo en lapsos de fuerte control central), como en el período de hegemonía de Rosas en la provincia de Buenos Aires). No obstante reconoce que las atribuciones de los mismos en la campaña eran enormes (respecto de las actividades detalladas del Juez de Paz, (ver Díaz 1959 y el mismo Salvatore 1998) Éstos eran elegidos a partir de ternas elevadas al poder Ejecutivo Nacional, aunque sí bien los funcionarios de la Justicia Letrada, que eran de carrera y los comisarios, fueran designados y 'provistos' desde la ciudad, los jueces de paz y funcionarios policiales menores eran vecinos, propietarios que se mantuvieron con bastante regularidad en sus cargos y sobre ellos recayó fundamentalmente el dictado de la justicia. El siguiente documento ejemplifica como actuaban los jueces de paz en connivencia con las fuerzas del orden, aprovechando las reuniones festivas que realizaban los habitantes de las pampas —bailes, carreras de caballos, riñas de gallos, etc— para efectuar sus razzias y capturar voluntades díscolas:

"En virtud de orden superior he (Sic) mandado un Capitán con treinta hombres a recorrer todos los Dptos del sud, con el obgeto (Sic) de que en armonía con los jueces de paz sean capturados todos los individuos comprendidos en el (Sic) Superior Orden del 23 de Enero. Ppdo. Y los bagos (Sic) y malentretenidos. Como este Cap se halla en este momento como a secenta (Sic) y tantas leguas de aquí, me dirijo a Ud. Para que con su acreditado celo y patriot. Me preste su aquiescencia y coperación (Sic) áfin de embiar (Sic) una partida del Regimiento á (Sic) Cachan, donde deben tener lugar unas grandes carreras el 11 del que rige (donde habrá entre trescientos y cuatrocientos) paisanos en los que habrá muchos de los comprendidos en el citado decreto del 23 de Enero".
      (Nota del jefe de la Frontera del Sud, Benito Villar, al Juez de Paz        Ramón Vitón. Fechada el 10 de marzo de 1855 en Fuerte Azul).

El documento precedente deja de manifiesto cuál era el criterio de selección de guardias nacionales para enviar a los contingentes de frontera, en el mismo se observa que el elemento a seleccionar era el gaucho que no tuviera trabajo fijo asalariado. Ese constituía muchas veces, su único delito, mientras que a veces algunos individuos que cometían delitos graves no eran perseguidos con el mismo ahínco por las autoridades, debido a que su captura era intrascendente en términos de beneficios para el estado. Por el contrario, el obtener más y más gente para engrosar los ejércitos fronterizos indudablemente constituía una prioridad.
El ejército tuvo un papel preponderante en el esquema disciplinador; el historiador Salvatore afirma: "El desarrollo de tecnologías de poder en áreas exteriores a la producción refuerza la discipline del cuerpo social y confiere legitimidad al cuerpo político (...) El ejército, tal como la prisión o el hospital, presenta una idea de disciplina a inculcar sobre el cuerpo y la mente de los reclutas (...) Por medio del confinamiento, la vigilancia y la jerarquía se intenta producir sujetos obedientes, activos, calificados y patrióticos" (Salvatore 1992:28-29). De todas maneras, este mismo autor considera que el ejército, tuvo un funcionamiento imperfecto como institución disciplinadora, debido a falencias organizativas, corrupción interna y a la existencia de diversos mecanismos de "resistencia" ejercidos por los gauchos enganchados a servir en el mismo (coincidimos con esta idea desarrollada por Salvatore en su artículo de 1992 y consideramos como "resistencias" de los soldados al modelo que se les pretendía imponer, diversas prácticas —como la deserción— que se detallarán en el presente trabajo).
Tal sistema basado en la coerción y en la injusticia, no se encontraba exento de criticas y recibía la condena de cierta parte de la sociedad. La obra "El gaucho Martín Fierro" (1872), escrita por el periodista y legislador José Hernández, testimonia el abuso de poder perpetrado por los sectores hegemónicos para con el declarado "vago y mal entretenido". En el mismo tenor, una carta publicada el 3 de junio de 1857 en el periódico La Reforma Pacifica de Buenos Aires, denuncia crudamente la arbitrariedad del proceder de la Ley de Leva en cuanto a la consideración especial que ésta tenia para con los propietarios y la clase dirigente, recalcando que: "(...) no es dable a los paisanos pobres que no tienen nada vayan a derramar su sangre en la frontera, mientras los hombres hacendados quedan disfrutando en sus casas como si fueran duques o marqueses, esto es un contrasentido pues somos republicanos". Apunta Foucault: "Ley y justicia no vacilan en proclamar su necesaria asimetría de clase" (Foucault 1976:281).

Coincidimos en este aspecto con Ricardo Salvatore cuando afirma que los historiadores han prestado poca atención a la violencia que se ejercía en la milicia contra los gauchos (quizá él constituya como historiador la excepción a la norma). En contraposición a este fenómeno observado en la historia, ha sido la literatura quien se ha ocupado en forma más detenida de este hecho, buen ejemplo de esto lo constituye el propio "Martín Fierro". Salvatore considera a la militarización forzosa como la expresión más extendida de coerción estatal durante el siglo XIX (Salvatore 2000:411). Para la época de gobierno de Rosas este autor enumera las diversas formas de reclutamiento de tropas.
Aunque además de la coerción como método de reclutamiento, el ejercito utilizaba también diversas formas de incentivos para servir en la milicia, como el pago de un salario y el recibo de lo que se llamaba los vicios, un conjunto de bienes como carne vacuna, sal, tabaco y yerba, que eran entregados a los soldados con una estudiada irregularidad (la mayoría de la bibliografía sobre el servicio en las milicias del estado dan cuenta de las carencias crónicas de los regimientos de fronteras y por lo tamo sería engorroso enumerarlas aquí).
En definitiva, quedaba poco espacio para el gaucho semi-nómada o para el pequeño propietario, en un régimen de acceso a la tierra que propiciaba la conformación de latifundios (para 1830. solo 60 terratenientes poseían el 76 % de Ja tierra disponible, mientras que en el año 1836, el 77% de las estancias eran de más de 5000 has, Carretero 1972:241). 33 años más tarde, este cuadro situacional no se había modificado sustancialmente, sino que resultaba muy similar al descripto, al respecto Vedoya, analiza como era en 1869 el régimen de parcelamiento de la tierra en 15 partidos de la Provincia de Buenos Aires 4.936.000 hectáreas. "De éstas, sólo 296.000, un 6 % pertenecían al Estado; 2.912.500, un 57 %, estaban en mano de 379 propietarios —una media de 7.680 hectáreas cada uno—; el resto, 1.727.500, un 37 %, pertenecían a 12 familias —una media de 144. 000 hectáreas cada una—“ (citado en Vázquez—Rial, 1999: 317-318). En fin, los números hablan por sí solos.
No obstante, resulta necesario explicar que no es nuestra idea atomizar un complejo régimen de tenencia de tierra (como era el de la región pampeana en el siglo que va de 1775 a 1875) en una dicotomía simple y acaso falaz de latifundistas y/o gauchos nómades o semi—nómades. Por el contrarío, la complejidad de formas que éste contiene esta demostrado en trabajos como el de Barsky y Djenderedjian, Garavaglia o Gelman, entre otros. En dichos análisis encontramos la presencia de pequeños propietarios, arrendatarios y ocupantes diversos, quienes explotan porciones de terreno pequeñas y medianas. Pese a que lo anterior es cierto, también lo es que el latifundio existía y su existencia auspiciada por la política económica del estado, determinaba que sus representantes no conformaran el grueso de las fuerzas de los ejércitos de fronteras internas, siendo este un privilegio casi exclusivo de los habitantes de los segmentos sociales más bajos de la campaña rural.
Sin embargo, el ejercicio práctico de esta tecnología de poder no era propiedad exclusiva de la clase dominante propietaria de los latifundios, ya que si bien impactaba fuertemente sobre un sector social, su accionar cotidiano trascendía las distinciones de clases y se movía a lo largo y a lo ancho de todo el entramado social. Debemos considerar aquí lo que Foucault llamó "microfísica del poder", es decir la existencia de micropoderes ejercidos en el orden individual, independientes de, por ejemplo, el aparato del estado, pequeñas instancias personales de poder diseminadas en la sociedad y que actúan a través de ésta capa por capa, pliegue por pliegue. Poniendo de manifiesto una de las características fundamentales que posee el poder para este autor, quien señala: "...cuando pienso en ¡a mecánica del poder, pienso en su forma capilar de existencia, en el punto en el que el poder encuentra el núcleo mismo de los individuos, alcanza su cuerpo, se inserta en sus gestos, sus actitudes, sus discursos, su lugar a la clásica oposición binaria entre dominadores y dominados, porque cada individuo aquí es tanto receptáculo como vehículo de relaciones de poder, cada sujeto es a la vez agente y producto del poder”. Lo antedicho resalta el permanente estado plurifacético del poder que posibilita que el mismo se encuentre en todas partes, que lo atraviese todo y que sea accesible a todos, hecho que determina que las relaciones que lo conforman resulten inestables, reversibles, ambiguas. Estas cualidades las diferencian de las relaciones de dominación, en tanto estas últimas se observan como esencialmente asimétricas y que necesiten para hacer eclosión de encuadres jerárquicos bien definidos, de ejes operativos que condicionen estructuras rígidas de subordinación; carentes por lo tanto de las inestabilidades constantes y de las posibilidades de resistencias que caracterizan a las relaciones de poder. En definitiva, las primeras lo auscultan todo, mientras que las segundas se desarrollan únicamente en esquemas intrínsecamente jerárquicos.
En nuestro caso de estudio, la microfísica del poder queda evidenciada en el mismo sistema de leva, ya que este esquema cobijaba en lo operativo, un cúmulo de imperfecciones, de ambigüedades, de inobservancias que se tornaban visibles en la práctica cotidiana. Entre estas se podrían mencionar, un cierto ilegalismo tolerado del que gozaban parientes, amigos y "favorecidos" del Juez de Paz, cuyo accionar conjunto conformaba la existencia de un complejo cóctel que incluía: corrupción, malversaciones, delaciones, compra y venta de favores políticos, etc. Ya lo expresaba con su aguardentosa voz el viejo Vizcacha: "hacete amigo del juez". La dinámica de implementación de esta norma estaba viciada de arbitrariedad desde el núcleo jurídico mismo de su concepción, ya que, según explicitaba el Código Rural de la Provincia de Buenos Aires (redactado en 1865) bastaba con el testimonio verbal del Juez de Paz para disciplinar a un habitante de la campaña considerándolo 'Vago y mal entretenido' y por ende, susceptible de ser enviado a la frontera al servicio de las armas por el término de tres años. El artículo N° 289 del citado Código establecía los requisitos para ser considerado vago: "Será declarado vago todo aquel que careciendo de domicilio fijo y de medios conocidos de subsistencia, perjudique a la moral por su mala conducta y vicios habituales". Estas disposiciones permitían la ejecución, muchas veces descaradamente injusta, de procedimientos sospechosamente turbios, teñidos de una borrosa y superficial pátina de justicia. Como observa Foucault (1976:224, 225) "Bajo la forma jurídica general que garantizaba un sistema de derechos en principio igualitarios había, subyacentes esos mecanismos menudos, cotidianos y todos esos sistemas de micropoder esencialmente inigualitarios y disimétricos que constituyen las disciplinas''.
Pero, existía otro poderoso motivo para levar al gaucho y éste se relacionaba con una estrategia definida en la operativa militar. Debido a que dadas las características de la guerra de fronteras, con presencia de ejércitos compuestos casi enteramente por escuadrones de caballería de alta movilidad y resistencia, unida a la necesidad de contar con efectivos que tuvieran un conocimiento preciso del terreno y del enemigo, hacían que el soldado ideal no fuera otro que el gaucho. Esta realidad se encuentra claramente reflejada en una carta que el coronel Aguilar de la frontera Norte le dirigió en 1857 a Mitre, en ese entonces ministro de guerra, ultimando detalles acerca de una futura campaña contra el aborigen: "… Pero estos hombres que compongan nuestra columna expedicionaria a escarmentar a los salvajes que están engreídos, deben de ser guardias nacionales de la campaña, gauchos todos de a caballo: para esta expedición no se precisan batallones de línea, compuestos de negros o blancos, afeitados a la francesa, ni menos recortado el pelo a la misma moda; precisamos hombres gauchos de a caballo, de bola y lazo, para cuanto se ofrezca y entonces tendremos el triunfo(Archivo Mitre Tomo XV, el subrayado es mío).
El esquema disciplinador dentro del ejército como institución lógicamente tuvo sus vaivenes de carácter histórico. Algunos de los momentos más álgidos de aplicación del mismo, ocurrieron durante la expedición de Martín Rodríguez al sur de la provincia en 1823, a consecuencia de la cual se funda el Fuerte Independencia, enclave originario de la actual ciudad de Tandil. En esta campaña se establece un reglamento severísimo que castigaba "con pena de muerte a los desertores o a cualquiera que por cualquier motivo se separara cierto número de cuadras de la línea" (citado en Walther 1964: 161) Asimismo, durante la llamada "Expedición al Desierto'" efectuada por Juan Manuel de Rosas en 1833. Algunas de las normas dictadas por éste para controlar a los gauchos soldados eran las siguientes:
El que maltratase de obra, con arma de fuego, blanca, palo, piedra o golpe de mano a los sacerdotes, religiosos o cualquier ministro de Dios, que hubiesen recibido ordenes sagradas, hallándose éstos en el traje propio de su estado, se hacia acreedor al castigo de la última pena.
Por delito de robo comprobado, el reo se hace acreedor de la pena capital (en dicha expedición por ejemplo, el soldado Simón Duarte fue pasado por las armas el 29 de noviembre de 1833, por tal causa).
El que tomare mujer casada, viuda o soltera tenia pena de la vida pero cuando no le asistía intención deliberada y extrema para conseguirla, se le penaba a 10 años de presidio.
Al que se probare haber extraído armas o municiones de sus camaradas, almacén, parque o depósito se le aplicaba la pena de muerte.

           El que por cobardía fuese el primero en volver la espalda sobre la acción de guerra, bien sea empeñada ésta o si a la vista del enemigo marchando a buscarla, o bien esperándole a la defensiva, era pasado por las armas en el mismo acto y en presencia de las tropas, (citado en CGE "Política seguida con el aborigen" 1976: 418,419) .

Un aspecto clave para comprender el accionar de esta disciplina, refiere a que la misma pugna por lograr la sujeción del soldado-gaucho al fortín, busca atenazarlo al lugar, para que marque presencia, para que amojone el territorio que pronto caerá en manos de la clase dirigente (los que se autodenominan “civilizados”). Se trata de un esquema de disciplina que crea su propio campo de escenificación y que exige la adscripción a un ámbito determinado: el fortín, como estructura cercada y cerrada por una empalizada de postes, que defiende y contiene, aísla y somete, divide y encierra. El fortín que es en parte, una prisión.
Sin embargo, esta disciplina era en muchos otros aspectos flexible y dócil. Por ejemplo, no existía ninguna norma o disposición escrita que especificara que se debía hacer con los desperdicios que diariamente se generaban en los fortines. De esta manera, la basura se descartaba tanto en el interior como en el exterior de los mismos, sin observar ninguna distinción respecto de los ítems descartados -vidrio, loza, restos faunísticos- salvo la precaución de no desechar elementos cortantes en zonas de tránsito con caballos (aspectos que fueron constatados en trabajos arqueológicos en el Fortín Miñana (Gómez Romero 1999 y 2003) y en el Fuerte San Martín (Langiano et al. 2000). Otro de los ejemplos en los que se hace casi inexistente la disciplina, refiere a los hábitos de consumo de las guarniciones acantonadas en los fortines. En este caso investigaciones arqueológicas efectuadas en los fortines mencionados, así como en el Fortín La Parva y el Cantón Tapalqué Viejo, han permitido detectar la presencia de recipientes de ginebra, cerveza, vino y otras bebidas alcohólicas (Gómez Romero y Bogazzi 1998, Guerci y Mugueta 2003, Langiano et al. 2000).
Es posible que esta disciplina débil, laxa, ecléctica de tono improvisado, se haya manifestado de esta manera porque la misma no presentaba todavía el carácter omnipresente que poseerá bajo condiciones de funcionamiento de un capitalismo pleno, aspectos que se tornan claramente observables en el trabajo de Gaudemar (1981) quien enfatiza la importancia absoluta que ésta adquiere dentro del proceso capitalista del trabajo. Este autor demuestra que la disciplina es una forma históricamente determinada, que actúa de manera dependiente de la formación económico social de su tiempo, concepto al que adscribimos y que podría -en nuestro caso de estudio- estar explicando las flexibilidades del esquema disciplinario de los fortines, donde no existió sino hasta 1876 -tres años antes de la conquista definitiva del desierto y en momentos en que las relaciones de producción eran mayoritariamente del tipo capitalista- una reglamentación que codificara en forma estricta las actividades que se desarrollaban en el interior de éstos.
Este carácter histórico, este componente dinámico de la disciplina es enfatizado por Nievas, quien reflexiona sobre “las disciplinas como técnicas de ejercitar el poder, y, por lo tanto, como resultante de relaciones de fuerza dadas para determinados períodos y situaciones concretas, es preciso que las veamos en su despliegue; no como una forma esclerosada de poder, sino como una ciencia política aplicada, evolutiva, continua, ininterrumpida” (Nievas 1999:76).
El análisis anterior en su totalidad, evidencia que históricamente nos encontramos en los albores del capitalismo, la apropiación de la persona del gaucho y la manipulación brutal de sus cuerpos confirma esta hipótesis. En estos momentos el capital toma lo que tiene a mano y comienza a parasitarlo, porque “La producción capitalista no surge por generación espontánea, de la nada, ni existe desde siempre. Por el contrario, la organización capitalista del trabajo se apoya en antiguas formas de trabajo” (Nievas 1999: 107). Esta capacidad del capitalismo de actuar sobre estructuras características de modos de producción anteriores, ya fue considerada por Marx en El Capital (Marx 1988-1990).
En suma, consideremos la existencia de un poder legal que actúa para disciplinar la fuerza de trabajo masculina disponible en la frontera, en donde no pasa inadvertida la voluntad de diversos sectores hegemónicos por establecer una singular tecnología de poder. El gaucho libre es un cuerpo inútil y la ley y el estado necesitan cuerpos útiles, manipulables; aspecto que se logra con disciplina —a veces no muy estricta-, control y vigilancia, estigmatizada a través de la coerción de la leva y fundamentada en la sujeción al fortín-prisión. Así, se puede considerar que uno de los principales objetivos de esta disciplina fue terminar con el nomadismo aparentemente improductivo de las clases bajas de las pampas. La concreción de los objetivos de las clases dirigentes demandaba mano de obra estable, en la estancia o en los fortines, entonces es factible afirmar que en este contexto, la disciplina operó como un claro procedimiento de anti nomadismo.



FORTÍN-PRISIÓN

Esta casa de penitencia podría llamarse Panóptico para expresar con una sola palabra su utilidad esencial, que es “la facultad de ver con una mirada todo cuanto se hace en ella”.
(Jeremy Bentham “El Panóptico”).

La consideración del espacio físico resulta esencial para comprender el modus operandi de cualquier tecnología de poder, para Foucault el espacio es fundamental en cualquier ejercicio del poder. En este sentido, un arqueólogo que trabaja en la llamada Arqueología histórica ha afirmado que “the interrelation between space and power provides a key to the archaeological study of the past” (Orser 1988: 320). Aunque este autor también considera que, “Years of research are needed before a firm understanding of the relationship between power and archaeological remains will be attained. Nonetheless, plantations seem to provide a perfect arena in which to begin the search” (Orser 1988:321).
En nuestro caso de estudio dicho espacio social y físico son los fortines. La idea del fortín como prisión. se articula en relación a dos aspectos. 
1) arquitectónico, evidenciado en la presencia de estructuras como la aislante empalizada, el ancho foso y el mangrullo, desde el cual no solo se vigila el exterior sino también el interior (las descripciones de diferentes fortines son coincidentes respecto de la existencia de estos rasgos arquitectónicos básicos, ver por ejemplo: Ebelot 1968, Memorias del Ministerio de Guerra 1873, Racedo 1965, Raone 1969, Walther 1964, etc., pudiendo presentar algunas variaciones en la morfología general de las plantas, cuadradas, redondas, rectangulares, etc.) y 
2) funcional, a partir de la sujeción de los gauchos obligados a vivir en estas estructuras militares privados de su libertad y llevados allí contra su voluntad, a ser considerados “vagos y mal entretenidos” por el poder y por lo tanto, culpables de ese delito.
También se observa aquí el funcionamiento de esta muy especial tecnología de poder, porque el que vigila desde el mangrullo, también es el compañero, el camarada, quien puede llegar a pasar por alto los preparativos de una deserción nocturna, porque él puede ser cl próximo que lo intente, aquí no hay guardiacárcel. Es lícito preguntarse entonces: ¿Era el fortín una especie de panóptico funcionalmente imperfecto? El panóptico de Bentham, descrito por Foucault (1976:203) presenta una construcción periférica dividida en celdas, en forma de anillo y en el centro una torre que lo domina todo y desde la cual es posible dominarlo todo. Así, según el autor, se logra “El efecto mayor del panóptico: inducir en el detenido un estado consciente y permanente de visibilidad que garantiza el funcionamiento automático del poder. Hacer que la vigilancia sea permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su acción” (Ibidem: 204). De esta manera, el esquema del panóptico es aplicable “bajo reserva de las modificaciones necesarias” agrega Foucault, “a todos los establecimientos donde, en los limites de un espacio que no es demasiado amplio, haya que mantener bajo vigilancia a cierto número de personas” (Foucault 1976: 209) cualidad que evidentemente poseía un fortín.
No obstante, antes de considerar la aplicación de la idea del panóptico a los fortines del desierto, es lícito mencionar que algunos autores —entre los que sobresale Semple— han cuestionado la interpretación que el propio Foucault hace del panóptico como el símbolo del totalitarismo moderno, como el ojo ciclópeo del poder disciplinario o como el enclave físico sobre el cual giraba toda una tecnología de poder. Éstos sostienen que en realidad el proyecto del panóptico fue un intento de mejorar la caótica situación de las cárceles del siglo XVIII, en donde se internaban reos hacinados en confusa mezcla sin distinción de sexo, edad o estado de salud.
La caótica situación requería una reforma, y es en la segunda mitad del citado siglo cuando ocurre el surgimiento de cierto espíritu crítico de un grupo de juristas de la Ilustración entre quienes resaltan los nombres de Cesare Beccaria, John Howard y Jeremy Bentham. Este último perteneciente al Utilitarismo y en palabras de Stuart Mill, quien fuera el máximo exponente de esta corriente filosófica, una de las mentes más importantes de la Inglaterra de su tiempo. Un análisis exhaustivo de la figura de Bentham como auténtico filántropo y de la defensa de la idea de una interpretación errónea efectuada por Foucault del panóptico, puede verse en los trabajos de la mencionada Janet Semple (1992 y 1993) y en la mayoría de los artículos publicados en el Journal of Bentham Studies. La discusión precedente excede los limites de este trabajo, sin embargo consideramos válida la postura de Foucault con relación al panóptico, aspecto que no ensombrece en absoluto la figura de Bentham como auténtico reformador de las prisiones del periodo histórico en el que le tocó vivir.
Retomando su probable aplicación al contexto de la frontera indígena pampeana del siglo XIX, creemos que es posible pensar en el fortín como panóptico imperfecto, porque el que vigila es el propio compañero, que no es el poder, sino que es un vehículo momentáneo, circunstancial, y por lo tanto imperfecto del poder. Escudriñando acciones presumiblemente “delictivas” que él mismo está o puede estar incitado a cometer, intersticio a través del cual se diluye la aparente homogeneidad monolítica del poder, artificio que permite la tan común evasión: la deserción.
En los fortines, al estar el ejercicio de la vigilancia vchiculizado por agentes no profesionales del poder, ¿permitía la existencia de un poder que en la praxis resultara poco rígido, poco monolítico, poco brutal? La respuesta estaría nuevamente en lo que Foucault llamó “microfísica del poder”. concepto que ya se ha mencionado anteriormente y que hace referencia a las relaciones de poder que se establecen entre las personas y que son relativamente independientes del poder ejercido por el estado. Poseen una configuración propia y una cierta autonomía, desenvolviendo así una serie de condiciones que permiten el funcionamiento de estos micropoderes. Micropoderes que tienen un sabor a manufactura casera, familiar, resultan oscuros, ambiguos, fugaces, a veces torpes, a veces sutiles, a veces voraces, muchas veces inobservables, pero inexorablemente presentes. Ponen en evidencia que no todos los dispositivos de poder pasan por el estado, ni que son privativos de éste, aspecto que a partir de esta condición, garantiza una distribución infinitesimal de las relaciones de poder. Aunque, es posible considerar que sus efectos estuvieran dotados de cierta intermitencia, que resultaran discontinuos, irregulares porque en su aplicación estaban inextricablemente mezcladas pasiones individuales, heterogeneidades personales, conductas a todas luces coyunturales a la hora de ejercer el poder.
Esta “microfísica del poder” impregnó con singular fuerza, todos los segmentos de la sociedad, fenómeno posibilitado a partir del medio en el que le tocó actuar: las zonas de fronteras. Espacios en donde es factible —como hemos visto- observar laxitudes en el accionar del poder, aspecto que determina instancias propensas para el ejercicio de los micropoderes. Así lo explican Guy y Sheridan, refiriéndose a las fronteras y. Antonio Austral, Ana María Rocchietti y equipo,  que manifestaron una idea similar al considerar que en las estructuras militares de campaña utilizadas en las fronteras internas, se establecieron a partir de un cuadriculado de relaciones de dominación y poder  Los fuertes y fortines se vuelven, fundamentalmente, una antropología cuyo tema es la 'dominación' apoyada en un sistema de autoridad y propiedad que adquiere leyes y dinámica propias por tratarse de una sociedad de confín. Representan, en primer lugar, la sujeción de los indios (por negociación asimétrica y por confrontación militar), en segundo término la sujeción de los 'levados' y en tercero, la sujeción de la población mestiza arrinconada en el 'borde' por pobreza o por carencia de pasaporte de conchabo” (Austral el al. 1997)
No obstante, el peso del —todavía rudimentario- Estado Argentino como agente de poder, se hacía sentir sobre los gauchos-soldados. Así, por ejemplo el castigo impuesto a los centinelas por no cumplir con ciertas reglas disciplinarias era impiadoso; Rosas estableció para la expedición de 1833:

             * Todo centinela que abandonase su puesto sin orden, sería pasado por las armas;
* El centinela no conversaría con nadie mientras se desempeñase como tal, dedicando todo su cuidado a la vigilancia de su puesto. No podía fumar, sentarse, dormir, comer ni beber.
* El centinela que viese escalar o saltar por la muralla, pared, foso o estacada tanto para salir o entrar a la plaza, fuerte o recinto cerrado y no hiciere fuego o diere parte, sería pasado por las armas. (citado en CGE “Política seguida con el aborigen” 1976: 416).

La idea de panóptico imperfecto, de prisión de singulares características sujeta a leyes particulares de funcionamiento, se afianza en el hecho de que en diversos fortines se permitía la presencia de mujeres viviendo en su interior. De esta manera, las mujeres en calidad de compañeras de los soldados entraban “voluntariamente” a formar parte de esta tecnología de poder, desarrollando tareas de limpieza, cocina, zurcido de uniformes, recolección de alimentos.
Algunas también pelearon en diversos combates, habiendo recibido por ello cargos militares.
Desde la investigación histórica, una serie de trabajos recientes, entre los que podemos citar los de: Malosseti Costa 2000; Rotker 1999; Socolow 1998 y Vera Pichel 1994, instauran justicia sobre este tema revalorizando la importancia histórica de las mujeres como actores sociales significativos de un proceso histórico que para muchos, parece haber sido protagonizado exclusivamente por hombres. Esta inclusión constituye todavía un tema pendiente en la arqueología de fronteras, y creo que ya es hora de comenzar a idear las herramientas conceptuales necesarias para visualizar la presencia de las mujeres en la evidencia arqueológica recuperada en los fortines.
La relación entre poder y registro arqueológico explicitada por Orser (1988) y que se ha mencionado en el comienzo de este apartado, es considerada por Baugher, quien ha excavado un hospicio del siglo XVI en Nueva York. Esta autora encuentra que en dicho siglo, a los internos de la institución no se les obligaba a usar uniforme, hecho que infiere a partir de que los botones hallados en las excavaciones son todos de diversas clases, incluso muchos de ellos, manufacturados por los propios internos (Baugher 2001:189). Baugher, considera que el uniforme es en sí mismo, un elemento de control y dominación, por lo tanto, la ausencia de éstos entre el vestuario de los reclusos es interpretada por la autora como un signo de libertad de elección del que éstos gozaban permitido por el sistema de poder de entonces, aspecto que cambia irreversiblemente desde comienzos del siglo XIX, en momentos de advenimiento de los regímenes disciplinarios del tipo capitalista. Sorpresivamente en Fortín Miñana (1860-1869) ninguno de los botones recuperados en las tareas arqueológicas (n=12) corresponde a uniformes militares. Este hecho podría evidenciar una cierta laxitud en el esquema disciplinario, aunque quizás manifieste más probablemente el accionar de un ejército conformado por soldados enganchados no profesionales, muchas veces carente de los recursos elementales de supervivencia. Por lo tanto. a los soldados no se les concedía el vestuario adecuado para su función.


SUPLICIOS CORPORALES

“Aquí el outlaw se llama bárbaro, infiel, matrero, salvaje o salonero y a medida que la valorización de las haciendas y de los campos de pastoreo va marcando una línea ascendente, su culpabilidad es mayor. “Malévolo”, malevo, su malevolencia es directamente proporcional al despojo de su propia tierra. Y las condenas que padece se agravan, consiguientemente, desde el cepo, la estaqueada, los azotes, hasta incurrir en la servidumbre permanente, el confinamiento solitario o en “ser pasado por las armas” sin juicio previo” (David ViñasIndios, ejército y frontera”).

En un trabajo reciente, Famsworth expresa que en casos de análisis arqueológico de contextos sociales en los que haya estado involucrado el uso sistemático de Ja violencia física, ésta debe ser considerada aunque la evidencia de la misma sea débil y difícilmente “observable” en el registro arqueológico, dado que, “artifacts that speak directly to violence and punishment are rare in the archaeological record (...) Skeletal material may not demonstrate the kinds of Physical abuse most commonly employed” (Farnsworth 2000:154). Al no considerar esta posibilidad, no se tendría en cuenta uno de los elementos claves para entender la lógica de funcionamiento de estos contextos en el pasado, si bien el autor citado se refiere específicamente a las plantaciones de esclavos del sur de los Estados Unidos; esta reflexión, resulta perfectamente aplicable a los fortines argentinos de la conquista del desierto, como se explicitará en esta sección.
La dificultad se acentúa cuando sea necesario certificar que determinados rastros de violencia son resultantes de ajusticiamientos, suplicios, torturas o flagelaciones infringidas sobre los cuerpos de los individuos y considerar además, su visualización en el registro arqueológico.
Si bien lo anterior es cierto, algunas investigaciones efectuadas en el campo de la Paleoantropología humana refieren a evidencias concretas de castigos físicos y mutilaciones que dejan sus huellas en los esqueletos. El volumen 6 correspondiente al año 1996 del International Journal of Ostearchaeology documenta diversos ejemplos de esta temática, que por falta de espacio no citaremos aquí.
Las formas de castigo físico violento se imparten a través de objetos concretos, Castro et al. (2002:2) mencionan esta clase de artefactos utilizados para causar dolor: “los objetos pueden causar sufrimientos a quien los usa, cosa que sucede cuando el propio objeto está impregnado de poder coercitivo, de forma que el padecimiento resulta beneficioso para algunos miembros del grupo social, tal como ocurre, por ejemplo, con unos grilletes o con la utilización de símbolos humillantes como la burka y otros signos de exclusión social” (un estudio pormenorizado de los suplicios y mecanismos de tortura implementados en la América española y en la Argentina independiente es el de Rodríguez Molas 1983).
Al tratar el tema del castigo corporal como práctica castrense, Foucault considera que “En el ámbito militar es una manera muy explícita de ejercer justicia, muy militar, es una justicia armada, una manifestación de fuerza física. La ceremonia del suplicio pone de manifiesto a la luz del día la relación de fuerzas que da su poder a la ley” (Foucault 1976: 55), así como enfatiza más adelante que “La desimetría, el irreversible desequilibrio de fuerzas, forman parte de las funciones del suplicio” (Ibidem: 56) En el caso de los fortines, esta mecánica estaba implementada de una manera particular, equiparable al ejemplo anterior del camarada-vigia en el mangrullo, porque el que infringía el castigo era el propio compañero o superior, pero en definitiva, un camarada de armas, no un agente que ejerce exclusivamente esa función y al que el estado le paga por ello (como era el verdugo); el brazo del poder en los dos casos citados, refiere a quien puede estar mañana codo a codo en una batalla y comparte la vida diaria del campamento.
Pese a lo anterior, la brutalidad de los castigos parecía estar garantizada, hecho que probablemente se explique a partir del funcionamiento de esos micropoderes desarrollados por el ser humano común, a los que se ha hecho ya referencia y a la existencia de un “poder represivo” (sensu Shanks y Tilley).
Las menciones a suplicios y castigos corporales abundan en las referencias al ejército de fronteras. Dos ingenieros franceses que recorrieron las pampas en momentos diferentes, efectuaron comentarios casi idénticos al respecto: Parchappe, para los años 1827 y 1828 manifiesta que “los castigos son corporales y muy crueles” (citado en Grau 1975: 54) Cincuenta años más tarde, Ebelot afirmaba “la disciplina es cruel...mil, dos mil azotes no eran nada” (Ebelot 1968: 91) Rodriguez Molas (1982: 170) menciona que a unos desertores detenidos en 1836, se les aplicaron trescientos latigazos, se fusiló a dos de ellos y al resto, se los mandó a servir a la frontera por tres años más. En su interesante libro “Rozas, ensayo histórico-psicológico”, el multifacético Lucio Mansilla observa que los suplicios que sufrían los soldados eran habituales en la milicia y refiere haber escuchado, en un cuartel de Buenos Aires la siguiente orden: “que se les apliquen dos mil palos” ante lo cual él preguntó “¿a quiénes?” y le respondieron “a unos pobres gauchos destinados al servicio de las armas” (Mansilla 1994:32-33). Otros testimonios resultan igualmente elocuentes, como el de Gutiérrez que señala refiriéndose al soldado de los fortines “sufre las estacas, el cepo colombiano y los palos” (Gutiérrez 1956:241). A su vez, Salvatore (1992:30) afirma que “Un tiempo prolongado en el cepo o suficiente número de azotes podían convertir a reclutas rebeldes en obedientes soldados —al menos esto era la creencia generalizada—".
En un libro reciente sobre la vida de los gauchos durante el siglo XIX, Figueroa explica detalladamente como eran los métodos de suplicio que éstos sufrían en el ejército: “La estaca o estaqueada, consistía en hacer tender al acusado en el suelo con las extremidades abiertas, y atarlo por cada una de ellas a estacas o bayonetas clavadas en la tierra, produciendo gran dolor en las articulaciones” (Figueroa 1999:151). A su vez el cepo, continúa describiendo Figueroa (1999: 147) “tenía dos tablas unidas por una bisagra, con tres cavidades semicirculares cada una. Se cerraban a candado y al juntarse se formaban tres círculos huecos que aprisionaban al inculpado, por el cuello y los tobillos o el cuello y las muñecas". El cepo colombiano era una variante que, según este autor, se utilizaba en pleno campo en donde “se hacía sentar al prisionero con las rodillas dobladas, detrás de las cuales se le colocaba cualquier palo o fusil. Luego se le hacía pasar los brazos por debajo de los extremos sobrantes y se le ataban las muñecas entre sí por delante de las canillas. Esto lo dejaba en una posición forzada que producía un intenso agotamiento, pudiendo llegar al desmayo” (Ibidem: 148).
Saubidet, en su completa obra Vocabulario y refranero criollo, informa de la existencia de un tercer tipo de cepo, el de lazo con el cual “se ataba el lazo a una planta, bayoneta enterrada en el suelo, palo o estaca, a cierta distancia del reo; entonces con el lazo se le hacían a éste dos medios bozales en los tobillos y, luego, estirando la otra extremidad del lazo, no mucho, se sujetaba en cualquier parte. El preso asi asegurado no podía escaparse ni cortar el lazo con los dientes” (Saubidet 1952: 61). A su vez, D'amico, quien fuera gobernador de la provincia de Buenos Aires a fines del XIX recuerda: “el cepo siempre estaba cubierto de manchas rojas de sangre, gastado, liso, reluciente, bruñido por la frecuencia del martirio” (citado en Rodríguez Molas 1983: 32).Una vez más, Martín Fierro denuncia:

Y el lomo le hinchan a golpes,
y les rompen la cabeza,
y luego con ligereza
ansí lastimao y todo,
lo amarran codo con codo
y pa el cepo lo enderiezan.

Asimismo Mansilla, en “Una excursión a los indios ranqueles” explica como el gaucho Miguelito, un refugiado en los toldos del cacique Mariano Rosas, le confiesa su historia particular que refiere a una injusta acusación de asesinato de un juez. En el relato de Miguelito aparece el cepo con toda su carga de cruda arbitrariedad y lóbrego dolor, “—Al día siguiente —prosiguió— me desperté en el cuerpo de la guardia de la partida. No podía ver bien, porque la sangre cuajada me tapaba los ojos. Quise levantarme; no pude. Me limpié la cara; poco a poco fui viendo la luz. Me habían puesto en el cepo del pescuezo y de los pies. Ya sabe cómo son los de la partida de policía, mi coronel; los más pícaros de todos los pícaros, y los más malos (...) Pasé una noche malísima; ¡cuando no me despertaban los dolores, me despertaban los ratones o los murciélagos!” (Mansilla 1969).
La arbitrariedad con la que se aplicaban estos castigos se evidencia en un comentario de Santiago Avendaño, quien en 1851 sirvió en el acantonamiento de Palermo, cerca de Buenos Aires, lugar donde iban a parar los soldados desertores capturados: “(...) descargaron pues los azotes más atroces sobre los infelices. El Coronel que miraba la escena desde un extremo, creyó que el cabo Vieytes, un negro, no descargaba sus latigazos con todas sus fuerzas. Se acercó y mandó interrumpir el castigo y señalando al negro Vieytes le dijo: Este pícaro parece que les está teniendo lástima ¡Denle 25 azotes bien fuertes para que sepa como ha de castigar! Terminado el castigo del cabo Vieytes, le dijo el Coronel: ¿te gusta ahora? ¡Andá otra vez a tener misericordia y verás!” (Hux 1999:302). De esta manera, el momento del castigo público genera una representación en absoluto morigerada o atenuada sino brutalmente ejecutada de una auténtica ritualización del poder que persigue un impacto ejemplificador entre los que observan.
La fuerza implacable de un ritual que considera que “el ejemplo debe inscribirse necesariamente en el corazón de los hombres” (Foucault 1976:54), convirtiendo al suplicio corporal en “una de las ceremonias por las cuales se manifiesta el poder” (Ibidem: 52) Produciendo asi la reafirmación cruda y sangrienta del poder a través de un ritual aparatosamente simbólico.
En el fuente del Azul, donde se situaba la jefatura de la comandancia de fronteras de la sección Sud, se redactó un decreto militar el 7 de Julio de 1857 que ponía de manifiesto lo inhumano de los castigos que se imponían entre las tropas que guarnecían las fronteras. Dicho documento refiere a “los efectos perniciosos del uso del cuchillo en el interior de los fortines, dada las peleas que se evidencian entre los hombres”. Debido a esta razón el decreto ordenaba:
Desde hoy en adelante todo individuo de tropa a quien se le encontrase con cuchillo cargado al cinto...será castigado con doscientos azotes al frente de todo el cuerpo”, agregando que si el infractor de la ley fuera sargento, “se le quitará su rango, pero sin aplicarle el castigo”. En el artículo siguiente se disponía que a “Todo individuo de tropa que en riña hiriese a otro del ejército con cuchillo, piedra o palo...se le impondrá irremisiblemente el castigo de ochocientos azotes al frente de su regimiento”. Y finalmente, el último artículo del decreto establecía que “Si de la herida resultare muerte el agresor sufrirá en lugar de pena de azotes, la de ser pasado por las armas al frente de todo el ejército” (citado en Luna 1996: 122).
Este ejemplo evidencia la crueldad de los suplicios ejercidos sobre el cuerpo de las víctimas, además del carácter ritual y ejemplificador de los mismos, ya que éstos se ejecutan en público y era la representación pública lo que necesitaba esta mecánica de poder, “(...) un poder que no sólo no disimula que se ejerce directamente sobre los cuerpos, sino que se exalta y se refuerza con sus manifestaciones físicas; de un poder que se afirma como poder armado, y cuyas funciones de orden, en todo caso no están enteramente separadas de las funciones de guerra; de un poder que se vale de las reglas y de las obligaciones como de vínculos personales cuya ruptura constituye una ofensa y pide una venganza; de un poder para el cual la desobediencia es un acto de hostilidad, un comienzo de sublevación” (Foucault 1976: 62)
En el suplicio corporal, el terror era el soporte del ejemplo: miedo físico, espanto colectivo, imágenes que deben grabarse en la memoria de los espectadores”. Así ejemplifica Foucault (1976:113) esta fiesta del poder, a cara descubierta, confiando profundamente en el poder coercitivo de la exhibición. En el caso de las penas aplicadas por el uso de cuchillo, el castigo es un ritual también político, que no omite una honda significación social, ya que impacta fuertemente sobre una determinada clase, al valorizar la jerarquía. Al suboficial (el documento de 1857 habla de los sargentos) se le castigará de forma diferente que al soldado, en general en las tropas de los fortines, generalmente los oficiales pertenecían a las familias burguesas de las ciudades, preferentemente Buenos Aires. Los oficiales, generalmente no dudaban en ejercer despóticamente la condición de superioridad que les daba el cargo y su condición de blancos, al imponer brutales castigos sobre los soldados mestizos en reiteradas oportunidades. Salvatore (2000:425) se refiere a la utilización de palos y otros castigos corporales, como elementos usados por los oficiales para instaurar entre los reclutas nociones de obediencia y respeto a la jerarquía. Confirma esta práctica el diputado por la provincia de Santa Fe, Joaquín Granel: “La pena de azotes sólo se aplica a soldados, pero en ningún caso se hace extensiva a los jefes u oficiales, aunque se hubiesen hecho reos del mismo delito” (citado en Rodríguez Molas 1983: 30) De esta manera, la ritualización de estos suplicios corporales ponía de manifiesto la relación desigual de fuerzas que dan su poder a la ley; ley que está siempre atenta, en la praxis, de lograr la consolidación y la supervivencia de ciertos privilegios.
El citado diputado junto con su par correntino Torrent, presentaron en la legislatura un proyecto para suprimir los castigos corporales en las Fuerzas Armadas. La mayoría de las opiniones que se suscitaron al respecto entre los diputados condenaron esta iniciativa, aduciendo que la indisciplina se adueñaría de todo el ejército, haciendo imposible su normal funcionamiento.
Como dijera Roland Barthes (2003) “La autoridad, incluso en sus manifestaciones más sangrientas, no era más que un decorado; bastaba con pasear por en medio de esa mecánica la mirada de un hombre, para que se derrumbara”. Pero para mirar, había que hacerlo con las dioptrías adecuadas. Tuvieron que pasar 17 años para corregir la mirada miope de la mayoría de los representantes de la clase dirigente del país y que, como consecuencia el cepo fuera —al menos oficialmente— prohibido en noviembre de 1881.
De esta manera Foucault demuestra cómo la ceremonia del suplicio físico le es útil al poder. En nuestro caso de estudio, el Estado Nacional re-afirmaba su poder (por otra parte, escasamente consolidado durante casi todo el siglo XIX en la mayor parte del país) actuando sobre el dolor de la carne condenada. Un poder que se preocupaba menos por cl castigo de una infracción, que por la ostentación pura y dura de su propia fuerza, ejerciendo así un modelo de penalización que ya para esa época resultaba bastante anacrónico. Además, y para completar el cuadro analítico, es posible observar que la microfísica tampoco se encuentra ausente de esta resonante ritualización.
Un ejemplo excelente que corrobora esta aseveración es el caso mencionado anteriormente del negro Vieytes, en donde el coronel jactándose de su propia prepotencia, ordena azotar, al hasta ese momento, azotador. Diagrama en un instante, un extraño artilugio punitivo que no constaba en ninguna ley militar. Activando así el mecanismo de un micropoder cuya característica fundamental es conformarse como casi autodidacta, debido a que corrompe la arbitrariedad de la norma por ser incluso más caprichoso y más injusto que ésta. Habitualmente la norma escrita, se reviste de cierto carácter moral que disimula en el fondo que la realidad se compone de una multiplicidad de pequeños actos, y que éstos resultan ingobernables, anárquicos y por ende, en absoluto normatizables. En el enjambre de contradicciones internas en donde estos poderes liliputienses actúan, reside tanto su independencia como su propia fuerza, como en la orden sui generis del coronel. Dicha orden, además  —resulta doloroso decirlo— se revestía de cierta coherencia, porque debido al peso de la tradición, algunos habitantes de ciertas sociedades se encuentran propensos a considerar como más habitual que el castigo físico recaiga sobre ciertos segmentos sociales o grupos étnicos, como el caso de los negros en la Argentina del siglo XIX. Ya que la esclavitud de éstos era un recuerdo cercano, con lo cual el hecho del castigo se amolda, se condiciona respecto de sobre quien se ejerce, aspecto que fundamenta y refuerza en este caso, la arbitrariedad del micropoder. No obstante, más allá de estos componentes constitutivos intrínsecos del poder en si, resta aún por considerar un aspecto esencial de los dispositivos de poder: las resistencias. Porque las relaciones de poder no se establecen entre autómatas incapaces de ejercerlas, veamos pues, entonces cuáles eran las resistencias ofrecidas por los gauchos al sistema de fortines panópticos.


RESISTENCIA - FUGA - DESERCIÓN

Comprendió que las jinetas y el uniforme ya le estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín Fierro.
Jorge Luis Borges Biografía de Tadeo Isidoro Cruz.
                                                      1829-1874

Imaginar una prisión implica imaginar un método para escapar de ella, la fuga es un componente esencialmente asociado a la prisión. Del fortín-prisión se escapaba desertando. La deserción fue quizás el proceder más importante de resistencia contra los mecanismos coercitivos de un estado autoritario que poseía el gaucho. Este como persona libre oponía resistencias al poder, y es ante todo, esa condición de libre la que le permitía las resistencias. Al respecto, es posible observar que en la concepción de poder que diagrama Foucault existe una estrecha relación entre poder y libertad, ya que resulta esencial para el funcionamiento del mismo que exista siempre un cierto grado de libertad en los individuos sobre los que se ejerce el poder y quienes a su vez, ejercen poder. Hyndess (1987: 101) lo explica de la siguiente manera:
El ejercicio efectivo del poder no tiene porqué implicar la eliminación de la libertad. Al contrario en opinión de Foucault, cuando no existe posibilidad de resistencia, no puede haber relaciones de poder”. Estas resistencias, en los fortines generalmente se tornaban operativas a partir de las deserciones.
La deserción constituyó un hecho constante y un problema permanente para el poder, de hecho, durante el período rosista (1829-1352) ésta constituyó el delito más frecuente (Salvatore 1998:346), además fue el tema de numerosos estudios que consideraron sus causas y buscaron una solución (por ejemplo, el informe del Ministro de Guerra Gelly y Obes a la Cámara de Diputados, de 1864, detalla en forma pormenorizada la magnitud dei problema). Una de las concesiones tradicionales, cuya finalidad era reducir las deserciones era permitir como ya se ha mencionado- que cada soldado tuviera su compañera, ésta podía si lo deseaba vivir en el fortín. Ebelot, uno de los ingenieros franceses que hemos citado anteriormente menciona: “Un regimiento sin mujeres, perece de aburrimiento y de suciedad y se aumenta notablemente el número de deserciones” (Ebelot 1968:184).
Otra de las probables “soluciones” al problema de la deserción, fue un recrudecimiento en la cantidad de penas, llegando a castigarse ésta con la muerte. Las referencias escritas resultan elocuentes, así Marcos Paz, coronel destinado a la frontera del Chaco, expone su queja “Los destinados me dan mucho trabajo. Son unos facinerosos sin igual, ya se me han desertado algunos (...) les he administrado una buena dosis de azotes, y he vuelto a encadenarlos; mañana fusilo a Benjamín Bradán y en lo sucesivo lo mismo haré con cuantos agarre de los que se me deserten” (citado en Rodríguez Molas 1982: 219). Daza, en su libro “Episodios militares”, consigna que el soldado Mardonio Leiva del fuerte Puán fue atrapado por sus propios compañeros, ordenándosele su fusilamiento, al ser enfocado éste por los remingtons, su grito desgarró la pampa: “¡Tiren compañeros que matan a un hombre!” (Daza 1975:51). Menciones similares se pueden encontrar en Barros (1957), Ebelot (1968), Mansilla (1969), Prado (1970), entre otros. También el soldado Martin Fierro fue apercibido por sus superiores, quienes le explicaron que le iba a pasar si se desertaba:

En la lista de la tarde
el gefe nos cantó el punto,
diciendo “quinientos juntos
llevará el que se resierte,
lo haremos pitar del juerte,
más bien dése por dijunto.

Cuando por alguna intermediación oportuna se lograba conmutar la pena de muerte, el caso llegaba a las altas esferas de gobierno, incluso la mismísima Presidencia de la Nación, como lo explicita el ejemplo siguiente relatado por Rodríguez Molas (1968:304) “En 1874 son juzgados cuatro desertores por un tribunal militar y a quienes aplican 'la pena de ser pasados por las armas, que establece la orden general del 17 de julio de 1872 para suerte de los gauchos, un buen abogado apela esta sentencia y con argumentos lógicos solicita su anulación, pues los soldados han entrado al servicio de las armas por orden del gobierno y sin ninguna causa. El caso, debido al interés que se coloca en él, llega hasta las más altas instancias: la Presidencia de la Nación. El presidente Sarmiento, luego de algunos meses de espera, conmuta la pena de muerte por cinco años de recargo en el mismo cuerpo”. Desgraciadamente, la suerte de estos soldados expresa la excepción y no la norma.
En este mismo tenor existe un curioso documento que es el pedido de clemencia para un sargento desertor. La causa de la deserción eran los malos tratos, léase castigos corporales, que le infligía el comandante del fortín. El personaje que escribe la carta, Manuel Andrade, alcalde del cuartel VII del partido de Azul, se dirige al juez de paz del partido, solicitando que se tenga piedad para con este individuo, dado que el jefe militar lo castigaba por una causa muy frívola —aunque no especifica cual es-. Sea como fuere, este funcionario judicial intercede en nombre del sargento, para que éste no sea azotado, ya que él mismo le aseguró al desertor que ello no ocurriría, empeñando su propia palabra. Sugiere que el castigo se reduzca a más tiempo en el ejército. Veamos pues este documento, que confirma la hipótesis de que los fortines eran espacios en donde se aplicaban diversos tipos de suplicios corporales:

El Infrascripto remite a Ud bajo segura custodia al Sargento desertor del Fortín Miñana Federico Vasquez, capturado aquí por el que firma. Si es cierto Señor Juez que éste hombre se desertó, como declara, por el mal trato que le daba el ComTe del Fortín, originado por una causa muy frívola, es digno de lastima (Sic); a esto se agrega que no hizo el menor movimiento de resistirse al tomarlo; ahunque (Sic) en ese instante carecía de armas el suscripto; por cuyo motibo (Sic) espera se dignará Ud interponer sus buenos oficios para con el Señor Comandante Gral, a fin de conseguir que el castigo de éste hombre se reduzca (si es posible) a un tiempo recargado de serbicio (Sic) en un Fortín; pero cuando muy menos espero que no será azotado; pues en ello le empeñé mi palabra, y no trepido en creher (Sic) que el Señor Coronel Rivas accederá a mi pedido. Dios guarde a Ud muchos años. Manuel Andrade”.
Fechada en San Florencio, el 5 de Octubre de 1863, El Alcalde Cuartel 7º, Manuel Andrade
 al Señor Juez de Paz del Partido de Azul, Don Pedro M. Lavas (AMEA Nº 1, 1863).

Los escribas burocráticos, secretarios de los Jueces de Paz al servicio de esta tecnología de poder, confeccionaban las denominadas relaciones. Descripciones limitadas, someras, a todas luces policiacas. En donde los cagatintas de turno clasificaban a los desertores capturados o que había que capturar. Algunas de ellas presentan, sin embargo, cierto carácter excepcional debido a que desoyeron el mandato de aridez que aparentemente debía tener un texto referido a lo militar. Permitámonos por un instante estancarnos en el detalle de un par de estas descripciones, en las que florecen semblanzas vividas, no exentas de cierto lirismo, de personas que tuvieron existencia real: gauchos anónimos cuyas vidas estaban destinadas a transcurrir al margen de cualquier discurso oficial. Sin embargo, al igual que “los hombres infames” magistralmente reseñados por Foucault, fueron circunstancialmente desmenuzados, superficialmente disecados por la pluma del poder. Ya que, como afirma el autor, en la citada obra, “Para que algo de estas vidas llegue hasta nosotros fue preciso por tanto que un haz de luz, durante al menos un instante, se posase sobre ellas, una luz que les venía de fuera: lo que las arrancó de la noche en las que habrían podido, y quizás debido, permanecer, fue su encuentro con el poder... que las marcó de un zarpazo” (Foucault 1996:124-125).

Fechada en Chascomús (Pcia de Buenos Aires) el 14/10/1846. Clasificación de Juan Aguirre, desertor. Edad 14 años, estado soltero. Domicilio partido de San Vicente, de campo, no sabe leer ni escribir. Color pardo, pelo mota, pertenece a la clase del peón de campo. Es de a caballo, aparente para caballeria. Viste pañuelo atado a la cabeza, camiseta de bayeta punzó vieja, no lleva divisa federal, chiripá de paño punzó, calzoncillos y descalzo. Marcas de azotes en torso y espalda, dice haberlas cobrado en el Fortín Melincué (Provincia de Santa Fe) de donde supuestamente se desertó
(AMEA, Documento N* 9, año 1846, el subrayado es mio)

La siguiente es una filiación fuera de lo común, pues el desertor escapó junto a una mujer que es también descripta. Fechada en Monte (Provincia de Buenos Aires) el 15/1/1847:
“Filiación del desertor Eugenio Galván, edad como 30 años. Estado casado, estatura regular regordetón. Color trigueño aindiado. Pelo negro y lacio. Barba lampiña sin bigote, ojos negros, naris (sic) regular, boca regular. Viste sombrero blanco de felpa, chaqueta de paño color café, chiripá calzoncillo largo y botas de potro. Señas de Romualda Acosta que acompaña a Galván, hija de Gregorio Acosta y de Petrona Gongora, domiciliada en Partido de Ranchos. Edad como 15 años. Color trigueña, pelo negro y lacio, ojos negros, naris (sic) ñata, labios un poco gruesos. Viste Bestido (sic) de chali morado con botones negros con florcitas punzó, lleva una colcha de lana, calcetines blancos, punzones y berdez (sic)” (AMEA, Documento N? 129, año 1846).

Salvatore en su trabajo correspondiente al año 2000, describe diversas filiaciones, mencionaremos las más significativas, por ejemplo la de Manuel Flores quien en 1850 se desertó del regimiento N* 5 y se marchó al partido de Mar de Ajó, allí trabajó para el juez de paz del lugar. Su deserción pasó inadvertida hasta que pasó al partido de Mar Chiquita, en donde el juez de paz Saavedra sospechó de él y lo arrestó. Estuvo dos meses engrillado en prisión, hasta que es el propio juez quien le propone dos alternativas: la primera, que trabaje como peón en su estancia ó la segunda, ser enviado a los cuarteles del ejército federal en Santos Lugares. Flores acepta la primera y pasa a desempeñarse como domador de potros en el campo, recibiendo un excelente sueldo de 120 pesos mensuales. No obstante, no permanece mucho tiempo en este trabajo y un día sin causa aparente abandona su puesto y se marcha. Esta filiación nos permite extraer algunas conclusiones muy interesantes, por ejemplo la falta de mano de obra existente en el ámbito rural al parecer era una constante, aspecto ya considerado por diversos autores —Barsky y Djenderedjian 2003, Salvatore 2000, entre otros— Carencia que se manifiesta en la propuesta del juez de paz Saavedra quien prefiere, por conveniencia personal, contratar como peón a un desertor y por lo tanto un criminal, según la ley antes que devolverlo al ejército. Por otra parte, el abandono del trabajo por parte de Flores, pone de manifiesto que el habitante de las zonas rurales de la provincia de Buenos Aires estaba todavía inmerso en formas de vida precapitalistas, en las que la obligación de supeditarse a un horario y a un patrón pesaban más que la obtención de un sueldo por sustancioso que éste fuera.
Otra filiación documenta un caso muy extraño e interesante porque el afectado es un inglés, quien también sufrirá, como veremos a continuación, los procedimientos irregulares, la arbitrariedad, la explotación, los castigos corporales y hasta el soborno del funcionario más importante de la justicia en el ámbito rural. Asimismo, el análisis del documento nos permitirá extraer como conclusión el problema de la falta de mano de obra en la pampa bonaerense, veamos: el súbdito británico Thomas Carr, entabla conversaciones con el juez de paz de Lobos para efectuar una serie de trabajos manuales en un establecimiento del juez, sin embargo no llegan a un acuerdo debido a que lo ofrecido por el magistrado es muy poco dinero. A continuación el propio juez, ordena el arresto del trabajador aduciendo una serie de cargos falsos. Cuando este último se encuentra bajo arresto, le ofrece la libertad a cambio de que efectúe los trabajos convenidos por sólo 10 pesos al día. Después de pasar ocho días engrillado en la prisión del juzgado, Carr accede -qué remedio- a lo propuesto por el juez. Sus tareas manuales en la estancia del juez cubren un plazo de 21 días, en los cuales construye un aljibe y un pisadero, una vez concluido el trabajo el juez no solamente no le paga, sino que además le ordena que se ponga a construir ladrillos. El inglés se rehúsa y por ello lo envían otros ocho días engrillado al calabozo. Como se sigue rehusando a trabajar en esas condiciones, el magistrado lo despacha a Buenos Aires con el falso cargo de no poseer pasaporte, para que el gobernador Rosas decida su suerte. No obstante, antes de enviarlo le entrega en mano la suma de 145 pesos como pago, porque teme lo que pueda decidir el propio Rosas al respecto.
La última filiación que citaremos, refiere al caso del ciudadano Martín Garay quien servía en el 2º escuadrón de lanceros de Chascomús, en junio de 1846 su comandante lo sentencia a recibir 300 palos por no estar presente en el momento de pasar revista en la formación militar del día. Garay como soldado veterano que era, no soportará el hecho de ser humillado delante del resto del cuerpo y desertará escapando de la prisión, con posterioridad será arrestado en el partido de Flores. Este documento evidencia que las reprimendas corporales eran habituales en la milicia, pese a que las faltas que se castigaban fueran absolutamente banales como la que se menciona aquí, y que además las recibieran, como también es este el ejemplo, soldados veteranos a quienes no se les perdonaba la menor dilación.
Desgraciadamente la expresión de las clases subalternas en la documentación histórica escrita debe, a partir de la escasez de evidencias, supeditarse al testimonio generalmente falaz y fragmentario que de éstas nos ofrecen las clases dominantes. El filtro por fuerza resulta deformante y distorsionante; no obstante el historiador Carlo Guinzburg refiriéndose a estos tamizados inevitables, sostiene que “El hecho de que una fuente no sea 'objetiva' no significa que sea inutilizable” Guinzburg €1982:5) Estamos de acuerdo con esta afirmación que resulta perfectamente aplicable a los documentos arriba citados, en los que, mediante el proceso de análisis se atraviesa la costra del lenguaje oficial y se focaliza en el rico interlineado, es posible observar la riqueza en la profusión de detalles informativos minuciosamente descriptos, aspecto que las transforma en fuentes absolutamente fértiles para investigaciones de Arqueología histórica, más allá de las inter-subjetividades que inevitablemente presenten.
Como ha quedado evidenciado, una característica distintiva de estas filiaciones era la descripción de la vestimenta de los desertores, este proceder resultaba esencial porque determinaba por un lado, la condición social del recluta o desertor y por otro, su pertenencia a un ámbito determinado: urbano o rural. Los gauchos llevaban en su persona las marcas de su identidad social, que demostraban su potencial culpabilidad, se vestían con chiripá, botas de potro, ponchos importados o de manufactura aborigen; mientras que el frac y la levita, elementos distintivos básicos del vestuario urbano propio de la “gente decente”, estaban ausentes de su indumentaria. Este hecho, por supuesto, quedaba consignado detalladamente en la filiación ya que era un elemento fundamental para la identificación del desertor. Hasta el discurso político estaba teñido de esta simbología que determinaba que la vestimenta constituyera un reflejo inequívoco del segmento social de quien la detentara. Tan acuciado era este fenómeno que el mismo Sarmiento afirmaba en una intervención en el Senado: “Nosotros los demócratas y republicanos que no queremos que se entrometan en nuestros gobiernos otros que los que llevamos frac. Patricios a,cuya clase pertenecemos nosotros, pues no ha de verse en nuestra cámara ni gauchos ni negros ni pobres” (citado en Jauretche 1966:375). En suma, estas cortas reseñas, estos relámpagos del poder, refieren a vidas reales. Esas palabras decidieron quizás sobre su libertad, su desgracia y en todo caso su destino. Como expresa Foucault: “El punto más intenso de estas vidas, aquel en que se concentra su energia, radica precisamente allí donde colisionan con el poder, luchan con él, intentan reutilizar sus fuerzas o escapar a sus trampas” (Ibidem: 125)


PALABRAS FINALES

“— ¿Dónde lo encontró?
— Escondido en los juncales de la laguna, mi coronel.
El desertor escucha ese diálogo como si estuviesen hablando
de otra persona. Después mira a lo lejos. Unos hombres están apisonando a yegua el adobe. Otros están cavando en un corral. Los domadores tironean de la boca de un potro.
A medida que el desertor los mira, los movimiento s de esos hombres van aquietándose. Un círculo de inmovilidad rodea ahora al prisionero. No va a durar mucho, pero, mientras tanto, el desertor será el centor de ese indigente tal vez el único que ha recibido en el transcurso de su vida.
Villegas se le acerca y lo mira profundamente a los ojos, mientras le afloja el tiento que aprieta sus muñecas.
Después le dice:
— Mirá Clorindo, no me olvido como te portaste en Aguas Blancas, ni que me salvaste la vida en las Salinas y no me fallaste en Yegua Muerta. No quiero que me fallés mañana, te vas a afeitar, te vas a limpiar el uniforme, te vas a lustrar las botas. No te voy a vendar los ojos. Te voy a atar las manos.
Vas a morir como muere un soldado del Tres de Fierro.
—¿Entendido, Clorindo?
—Entendido, mi coronel”
(Dalmiro Sáenz “La patria equivocada”)

En cste trabajo se ha reseñado el cúmulo de dispositivos de poder de índole estatal y personal, que actuaron sobre los sectores populares de las zonas rurales de las llamadas fronteras con el indio en la Argentina del siglo XIX. Los representantes más fidedignos de estos sectores, los gauchos, fueron obligados —aunque no sin resistencia por parte de ellos- a entrelazar sus vidas en complejos entramados de poder absolutamente ajenos a su voluntad constituyéndose en el blanco de una serie de relaciones de dominación, y luego, concluida definitivamente la “conquista del desierto” cuando los grupos dominantes no precisaron más del gaucho-soldado, lo condenaron a la marginación y al olvido.
La problemática de la marginación de estos segregados, se explica a partir de que no encajaban en el modelo de país que perseguía la clase dirigente argentina, porque eran portadores de tradiciones y esquemas de vida distintos a los que se trataba de imponer, en definitiva resultaban inasimilables. Eran la cara que una argentina pretendidamente blanca y pro- europea no estaba dispuesta a tolerar. Esto constituía el sustrato ideológico que actuó a partir del desarrollo y la puesta en funcionamiento, de un aparato de coerción que dio cuerpo a una tecnología de poder que dominó la argentina del siglo XIX. Esta marginación operó también en la memoria, ya que la historiografía liberal argentina relativizó el aporte de los gauchos y sus mujeres como actores sociales significativos de la historia del país, ejemplificando así una de las consideraciones efectuadas por Foucault quien decía que la manipulación de la memoria colectiva es un factor esencial en la lucha por el poder.
De esta forma la frontera bonaerense puede pensarse como un micro-cosmos sujeto a una realidad de despojamientos, aspecto que imprimía a la mayoría de sus habitantes una disyuntiva de rigida adaptación, o de lo contrario, la perenne marginalidad delictiva. Resultaron esenciales en el desarrollo de este proceso -como ha quedado evidenciado a lo largo del texto- el accionar de un cúmulo de micropoderes (sensu Foucault) que actuaron bajo el paraguas del poder estatal, cual parásitos autónomos. Su visión resulta difusa, como algo que se observa a través de un cristal que distorsiona la imagen, alteración producida generalmente por el accionar de diversas gradaciones de autoridad, circunstancialmente puestas al servicio del ejercicio de porciones variables de poder personal. Detectables en nuestro caso en la pseudo vigilancia del centinela en cl fortín, en la brutalidad del “verdugo” de turno, en la meticulosidad insidiosa del secretario del Juez de Paz, en definitiva, bifurcaciones mínimas del ejercicio del poder, pero trascendentales para entender la esencia orgánica de su dominación. Minúsculos engranajes de poder cuyo accionar conjunto constituyen toda una faceta, en absoluto despreciable de la tecnología de poder general.
De esta forma, se vigiló y castigó en la argentina de esa época, a partir de la implementación de una tecnología de poder que actuaba en profunda imbricación con los intereses de clase, lo que determinaba que una de las características fundamentales de los fortines (no considerada por los arqueólogos que excavamos estas estructuras) era la de haber funcionado como auténticas prisiones, panópticos imperfectos en donde se articulaba la imposición de una mezcla de poder represivo de acción fundamentalmente estatal y micropoderes manipulados en forma personal. En definitiva, sería interesante evaluar el potencial de aplicación de estas reflexiones y el grado de sus implicancias en futuros trabajos arqueológicos y quizás también, poder ampliar el espectro de análisis de los que ya están en curso en esta problemática particular y en otras en donde esté involucrado la existencia de espacios fisicos, en donde se desarrollen y manifiesten tecnologías de poder que transformen la vida de hombres y mujeres en cualquier tiempo y lugar.

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