& LOS FORTINES / Facundo Gómez Romero
Facundo Gómez Romero
"O era sirviente, o era
vago, y a los vagos se los enganchaba, por la fuerza, en los batallones de
frontera. El criollo bravío, que había servido de carne de cañón en los ejércitos
patrios quedaba convertido en paria, en peón miserable o milico de fortín”
Eduardo Galeano.
Las venas abiertas de América Latina.
Las venas abiertas de América Latina.
Un segmento importante de las
investigaciones de Arqueología histórica desarrollada con un impulso cada vez
mayor en Argentina, ha tomado como objeto de estudio a los fortines. (Austral et
al. 1997, Gómez Romero 1999 y 2003, Gómez Romero y Ramos 1994, Goñi
1998. Ormazabal Madrid. 1998 y 1999, Pedrotta y Gómez Romero 1998. y Roa y
Saghessi 1998). Estos fueron estructuras militares fortificadas utilizadas en
la guerra con el indio desde mediados del siglo XVIII, hasta las postrimerías
del siglo siguiente. Sin embargo, ninguno de los trabajos precedentes ha
reflexionado -incluyendo mis propias investigaciones- respecto de los fortines,
como el ámbito en el cual fue implementada una particular tecnología de
poder (sensu Foucault) perpetrada por parte de los sectores hegemónicos de
la sociedad. Este trabajo, considerará la existencia de todo un encuadre de
poder, escenificado en los fortines que presentaba un esquema disciplinario y
que actuaba bajo la arbitrariedad del sistema de leva y recaía sobre las
clases sociales pobres de la campaña.
El propósito de este articulo
es explicitar las características esenciales que poseía en lo operativo, la
tecnología de poder pergeñada por las clases dominantes en las zonas de
luchas internas con el aborigen en la argentina del siglo XIX. A partir del
análisis de las siguientes obras de Foucault. Vigilar y castigar, Microfísica del poder y La vida de los hombres
infames se aplicarán algunos de los temas claves allí tratados, para
intentar una caracterización de la tecnología de poder mencionada y su modo
específico de implementación en el ámbito militar.
La búsqueda de ideas, conceptos
y marcos analíticos en el pensamiento de Foucault, por parte de los
arqueólogos, tiene su punto de partida en 1984, cuando Miller y Tilley editan su Ideology, Power and History. A lo largo de los años
transcurridos desde ese momento, diversos y varios escritos arqueológicos han
utilizado la producción teórica de Foucault en aplicaciones tan diversas como
planteamientos teóricos, cárceles de mujeres, plantaciones de esclavos o
contextos urbanos del siglo XIX (una recopilación detallada de trabajos
arqueológicos que discuten y aplican conceptos desde esta filosofía puede verse
en Gómez Romero. 2002)
En este artículo, se realizará
una síntesis de las características principales del contexto histórico en el
que actúan los fortines durante el siglo XIX, Y a continuación se analizará el
funcionamiento de una tecnología de poder a partir de los siguientes
indicadores:
a) la disciplina en el método de leva;
b) el fortín como prisión;
c) los suplicios corporales y
d) la deserción como método de resistencia.
Se discutirá también, la coexistencia de las formas de disciplina y vigilancia, junto con las anteriores prácticas de castigos corporales.
SÍNTESIS HISTÓRICA
"El desierto, Sr. Presidente, es uno de los enemigos más
terribles que tienen nuestras instituciones, nuestro progreso y nuestro tesoro
público. Es el desierto el semillero donde el montonero, la barbarie y la
ignorancia tienen su asiento".
Diputado Gallo.
Cámara de Diputados de la Nación. 1872.
Cámara de Diputados de la Nación. 1872.
Durante la mayor parte del siglo XIX, a la planicie pampeana argentina se la conoció como el Desierto, concepto que es factible tildar de metafórico básicamente por dos razones: primero, porque buena parte del mismo era un territorio fértil, una extensa llanura de gramíneas, apto para la agricultura y la ganadería; y segundo porque estaba mayoritariamente poblado por aborígenes de diversos grupos étnicos y por los llamados gauchos. Según Garavaglia estos últimos eran jornaleros solteros que se conchababan en las estancias para trabajar con el ganado vacuno y que migraban constantemente, pero solos (Garavaglia 1993). Así, desierto para la clase política argentina, estigmatizaba una imagen de vacío, de espacio potencialmente ocupable. conquistable, imagen que negaba a sus habitantes por no aptos y por lo tanto prescindibles, en la conformación de un país que crecía mirando a Europa. En su concepción de desierto el poder delineaba una geografía de ausencias.
La imagen pergeñada sobre este
territorio poseía su propia construcción histórica según explica Navarro
Floria:
"En
el marco del proceso moderno de expansión europea y particularmente en el de
las expediciones científico- políticas de la época de la ilustración, los
territorios que resultaban particularmente inhóspitos para los viajeros fueron
conceptualizados como desiertos, ya fueran páramos, estepas o travesías sin
una gota de agua, ya fueran selvas o ciénagas impenetrables. El paradigma
cultural europeo occidental asignó la categoría de desierto no a los
territorios deshabitados ni estériles sino a los no apropiados ni trabajados
según las pautas capitalistas".
Navarro
Floria. 2002:140.
En su exhaustivo análisis acerca de la
concepción de desierto para la clase política argentina, este autor
expresa que hubo un viraje manifiesto que fue desde el desinterés al interés,
por lo que aquel espacio geográfico "inmenso, infinito, inaudito,
despoblado, incierto, inseguro, indefenso, inculto, ilimitado" (Lojo
1994, citado en Navarro Floria 2002) se tornó en imperiosamente ocupable.
Perspectiva que se delinea durante la década de 1860. se concretiza en el
papel mediante la sanción de la ley de fronteras en 1867, y se efectiviza a
partir de la conquista militar definitiva de 1879, Este territorio dividido
entre Pampa Húmeda y Pampa Seca, se extendía de Este a Oeste, desde el
Océano Atlántico hasta la cordillera de los Andes, mientras que el límite
sur estaba surcado por una frontera que comenzaba en Buenos Aires, terminaba en
Mendoza y constituía los confines del Estado argentino en formación (durante
la mayor parte del siglo XIX, el país era sólo un conjunto de provincias
soberanas e independientes') Más allá de la marca fronteriza se extendía lo
que se denominaba tierra adentro, un vasto territorio de llanuras
verdes, sierras, salinas, médanos de arena: surcado por ríos, riachos y
lagunas, con manchones de bosques: talas en la pampa húmeda, algarrobos y
caldenes en la pampa seca, y araucarias en los faldeos de los Andes.
Esta región fue el epicentro donde se
articularon complejas relaciones interétnicas desarrolladas entre indios,
gauchos, estancieros, militares, comerciantes criollos, europeos inmigrantes y
negros descendientes de esclavos africanos. Este espacio territorial puede ser
considerado una típica zona borderland en el sentido de Cusick (2000).
Estas características se manifestaban en el caso
argentino, a partir de la inmigración llegada de ultramar durante todo el
siglo XIX y su contacto con elementos locales, a su vez interconectados por un
flujo y reflujo de mercancías y grupos humanos que se producía, sobre todo
entre Argentina y Chile, a través de lo que se llamaba "el
desierto". Este fenómeno era marcadamente intenso en las provincias
argentinas de Mendoza, Neuquén, San Luis, La Pampa y Buenos Aires,
fundamentalmente.
El factor que articulaba este fenómeno era el
comercio de ganado en pie, ya que desde que fuera traído y abandonado por los
españoles durante la primera fundación de Buenos Aires en 1536 el ganado,
fundamentalmente vacuno y caballar, constituyó la riqueza de las pampas. La
posesión y control del mismo, también fue la causa principal de los
conflictos entre aborígenes y criollos. Ya para comienzos del siglo XVIII los
aborígenes habían organizado un intenso comercio de ganado con Chile lo que
permitió la fusión étnica entre indios araucanos que atravesaban la
cordillera y los indígenas bonaerenses locales, denominados genéricamente
"'pampas", proceso denominado "la araucanización de la
pampa"' (Crivelli Montero 1994, Mandrini 1996)
Por su parte, los estancieros del interior del
país (Córdoba. San Luis, San Juan, etc.) organizaban las llamadas vaquerías,
contrataban a oficiales del ejército quienes reclutaban gauchos y les
daban lo que se llamaba el avío que consistía en pagos en ropas, armas
y a veces - las menos- en dinero. Para que recolectaran vacas y las arriaran a
los centros poblados o a las estancias consolidadas para engrosar los rodeos. A
su vez, los gauchos subsistían cazando este ganado cimarrón, con la finalidad
de extraerles ei cuero y el sebo para la venta y consumir algo de su carne.
Estas cacerías y principalmente la intromisión de elementos ajenos que
transportaban los vacunos a otras zonas, diezmaron las manadas en la campaña
bonaerense y obligaron a la incipiente burguesía comercial de Buenos Aires a
intentar apropiarse de la tierra, para controlar de esta manera el flujo y
reflujo de ganado. No obstante, el proceso de apropiación de la tierra situada
al sur de la ciudad de Buenos Aires, no alcanzó dimensiones geográficamente
significativas durante el período de dominación española (Martínez Sarasola
1992, Walther 1964)
Posteriormente, una vez ocurrida la independencia
de España en 1816. el estado argentino consideró que el progreso material de
la nación dependía de la conquista y colonización del desierto, ya
que el esquema económico mundial determinaba que la inserción argentina en
los mercados internacionales debía basarse necesariamente en la venta de
materias primas agropecuarias a las naciones industrializadas. Este proyecto
estaba acompañado con la idea de terminar con la "barbarie"
de gauchos e indios, para poder poblar las pampas con inmigrantes europeos
enfáticamente considerados "civilizados". Así, esta
mecánica de dominación basaba su modus operandi en una adscripción
sin fisuras a la antinomia "civilización o barbarie", médula
ideológica que explicaba y justificaba la esencia misma de ese poder. Estamos
de acuerdo con Susana Rotker (1999) quien manifiesta la idea de que la esencia
de la pretendida modernidad argentina durante el siglo XIX, se inscribía en
esa dicotomía tan simple como arbitraria, señalando que "la
historia deja de ser un proceso complejísimo de negociaciones sociales, para
quedar simplificada en un binomio moralizador de prácticas políticas:
civilización o barbarie" (Rotker 1999: 24). El desarrollo de este
proceso se denominó en la historiografía argentina "La Conquista del
Desierto" y culminaría definitivamente durante la década de 1880.
La conquista y colonización
de la tierra adentro se efectivizó a partir del establecimiento de estructuras
militares de campaña, ubicadas conformando cordones defensivos, denominados
lineas de fronteras con el indio. Dichas construcciones fueron los fortines,
defendidos por escuadrones de caballería gaucha (llamados durante el periodo
español blandengues y luego en el período independiente, guardias
nacionales). Estas unidades de caballería, conformaban un ejército que no era
ni profesional, ni voluntario, ya que las tropas que lo conformaban eran
enviadas por la fuerza a los fortines, mediante la efectivización del método
de la "leva". Esta particular tecnología de poder, cuya función
principal era constituirse en el instrumento de dominación de una clase,
descansaba en la reciprocidad existente entre la clase propietaria y el poder
político; apoyo mutuo que determinaba que la tierra que paulatinamente se le
arrebataba al "salvaje" aborigen, se convirtiera rápidamente
en latifundios en manos de la élite dominante.
LEVA — DISCIPLINA
"Probó el cuchillo en una mata; para que no
le estorbaran en la de a pie. se quitó las espuelas. Prefirió pelear a
entregarse. Fue herido en el antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda:
malhirió a los más bravas de la partida. Cuando la sangre le corrió entre
los dedos, peleó con más coraje que nunca, hacia el alba, mareado por la
pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una
función penal; Cruz fue destinado o un fortín de la frontera"
Jorge Luis Borges. Biografía
de Tadeo Isidoro Cruz.
(1829- 1874).
Como se ha mencionado en el párrafo precedente,
el procedimiento técnico de aplicación de este sistema de poder en la
frontera, era la leva del paisanaje pobre (una de las maneras como se
denominaba en la época a loa gauchos nómades). Establecida mediante un
decreto Ley que consideraba que el poder político-judicial, podía reclutar a
cualquier gaucho que no tuviera trabajo fijo, denominándolo en el lenguaje de
la época con la pintoresca expresión "vago y mal entretenido")
Según Salvatore (1992: 41): "El ejército impuso el gravamen
del servicio forzoso sobre una sola clase social, la del peón de campo" Estas
levas no fueron procesos que involucraran únicamente a pequeños segmentos de
la población masculina de las zonas de fronteras, sino todo lo contrario. Como
ejemplo basta con mencionar que para 1847. a un observador sagaz como el escocés
Mac Cann, no se le escapó que muchos de los pueblos de la Provincia de Buenos
Aires que visitó se encontraban desprovistos de hombres, debido a que los
mismos se encontraban sirviendo en el ejercito (Mac Cann 1947: 5, 28 y 43).
La norma era que se ejerciera sobre ellos, lo que
determinaba su ajuste y su inserción en un aparato de producción en franca
expansión. Esto suponía la aplicación de un andamiaje jurídico bastante
peculiar, destinado a la incipiente proletarización de la mano de obra
masculina de la pampa, condición sine qua non para la conformación de
una economía capitalista en Argentina, plegando así al gaucho a una voluntad
de dominación (un estudio en detalle de este particular puede verse en
Garavaglia 1987. Mayo 1987, 1999, Rodríguez Molas 1968 y Slatta 1983, a su vez
un análisis pormenorizado acerca del génesis y el desarrollo del capitalismo
agrario pampeano en el siglo XIX puede verse en Barsky y Djenderdjian 2003).
El término proletarización considera la
transformación de un trabajador independiente campesino, artesano, pequeño
propietario- en trabajador asalariado, dependiente por lo tanto de la venta de
su fuerza de trabajo para obtener la subsistencia En definitiva, el habitante
de la campaña o trabajaba bajo las órdenes de un terrateniente, en los
establecimientos ganaderos llamados estancias —hecho que debía quedar
constatado por escrito en un papel garabateado por el patrón
debido a que los gauchos eran analfabetos, en su gran mayoría— o de lo
contrario se determinaba que era un vago y se lo mandaba a los fortines
de las fronteras Este papel testimonio del contrato entre empleador y empleado,
se lo conocía popularmente como la papeleta, y allí figuraba el plazo
del compromiso (generalmente días o unos pocos meses) Una vez cumplido dicho
plazo, de acuerdo con el Registro Oficial de 1823 el peón que se hallare fuera
de la Estancia. Chacra o Establecimiento del patrón será́ tenido por vago y
forzado a contratarse
por dos años en el Servicio de las Armas.
El sistema de la papeleta ya había sido ideado
por el virrey Sobremonte en 1804. Este mecanismo fue reconsiderado en 1815 por
el gobernador de Buenos Aires Luís de Oliden quien decretó: Articulo 2*:
Todo sirviente de la clase que fuere, deberá tener una papeleta de su patrón.
visado por el juez del partido, sin cuya precisa calidad será inválida.
Articulo 3°: las papeletas de estos peones deben renovarse cada tres meses,
teniendo cuidado los vecinos propietarios que sostienen esta clase de hombres
de remitirlas hechas al juez del partido para que ponga su visto bueno.
Articulo 4º: Todo individuo de la clase de peón que no conserve este documento
será reputado por vago. Articulo 5°: Todo individuo, aunque tenga la papeleta,
que transite la campaña sin licencia del juez territorial, o refrendada por
él. siendo de otra parte será reputado por vago. Articulo 6º: Los
vagos serán remitidos a esta capital, y se destinarán al servicio de las armas
por cinco años en la primera vez en los cuerpos veteranos.
Este procedimiento era usualmente efectivizado de
una manera despótica, arbitraría que nada tenia de sutil, aderezado con la
vieja arrogancia de la justicia real nunca independiente de las relaciones de
propiedad En efecto, el embrión de la categoría "vago y mal entretenido"
como elemento a disciplinar por el poder legal, data de mediados del siglo
XVII, plena época de dominación colonial española (Rodríguez Molas 1968) y
se relaciona con las leyes existentes en la misma época en Europa aplicadas
contra los mendigos, los vagabundos y los ociosos, dirigidas en palabras de Foucault
(1992: 61) "(...) a los elementos más nómadas" Las fuertes
similitudes que surgen entre este último caso y los gauchos no son mera coincidencia.
El encargado de llevar a cabo esta política
disciplinaría era el Juez de Paz, cargo creado en 1821 con la finalidad de
llenar el vacío que había dejado la falta de la institución colonial del cabildo
El juez de Paz, era el representante administrativo y judicial del estado y
muchas veces también ejercía funciones de jefe de policía y recaudador de
impuestos. Salvatore en un trabajo reciente cuestiona la imagen de los jueces
de paz como "pequeños tiranos locales" (Salvatore 1998: 344)
pese a que si bien era cierto que concentraban en sus manos las facultades
absolutas para impartir justicia, este autor aduce que éstos siempre estaban
bajo el estricto control del poder (sobre todo en lapsos de fuerte control
central), como en el período de hegemonía de Rosas en la provincia de Buenos
Aires). No obstante reconoce que las atribuciones de los mismos en la campaña
eran enormes (respecto de las actividades detalladas del Juez de Paz, (ver Díaz
1959 y el mismo Salvatore 1998) Éstos eran elegidos a partir de ternas elevadas
al poder Ejecutivo Nacional, aunque sí bien los funcionarios de la Justicia
Letrada, que eran de carrera y los comisarios, fueran designados y 'provistos'
desde la ciudad, los jueces de paz y funcionarios policiales menores eran
vecinos, propietarios que se mantuvieron con bastante regularidad en sus cargos
y sobre ellos recayó fundamentalmente el dictado de la justicia. El siguiente
documento ejemplifica como actuaban los jueces de paz en connivencia con las
fuerzas del orden, aprovechando las reuniones festivas que realizaban los
habitantes de las pampas —bailes, carreras de caballos, riñas de gallos, etc—
para efectuar sus razzias y capturar voluntades díscolas:
"En virtud de orden superior he (Sic) mandado un Capitán con treinta hombres a recorrer todos los
Dptos del sud, con el obgeto (Sic) de que en armonía con los jueces de
paz sean capturados todos los individuos comprendidos en el (Sic)
Superior Orden del 23 de Enero. Ppdo. Y los bagos (Sic) y
malentretenidos. Como este Cap se halla en este momento como a secenta
(Sic) y tantas leguas de aquí, me dirijo a Ud. Para que con su acreditado
celo y patriot. Me preste su aquiescencia y coperación (Sic) áfin de
embiar (Sic) una partida del Regimiento á (Sic) Cachan, donde
deben tener lugar unas grandes carreras el 11 del que rige (donde habrá entre
trescientos y cuatrocientos) paisanos en los que habrá muchos de los
comprendidos en el citado decreto del 23 de Enero".
(Nota del jefe de la Frontera del Sud, Benito Villar, al Juez de Paz Ramón Vitón. Fechada el 10 de marzo de 1855 en Fuerte Azul).
El documento precedente deja de manifiesto cuál
era el criterio de selección de guardias nacionales para enviar a los
contingentes de frontera, en el mismo se observa que el elemento a seleccionar
era el gaucho que no tuviera trabajo fijo asalariado. Ese constituía muchas
veces, su único delito, mientras que a veces algunos individuos que cometían
delitos graves no eran perseguidos con el mismo ahínco por las autoridades,
debido a que su captura era intrascendente en términos de beneficios para el
estado. Por el contrario, el obtener más y más gente para engrosar los
ejércitos fronterizos indudablemente constituía una prioridad.
El ejército tuvo un papel preponderante en el
esquema disciplinador; el historiador Salvatore afirma: "El desarrollo
de tecnologías de poder en áreas exteriores a la producción refuerza la
discipline del cuerpo social y confiere legitimidad al cuerpo político (...)
El ejército, tal como la prisión o el hospital, presenta una idea de
disciplina a inculcar sobre el cuerpo y la mente de los reclutas (...)
Por medio del confinamiento, la vigilancia y la jerarquía se intenta producir
sujetos obedientes, activos, calificados y patrióticos" (Salvatore 1992:28-29). De todas maneras, este mismo autor considera que el ejército,
tuvo un funcionamiento imperfecto como institución disciplinadora, debido a
falencias organizativas, corrupción interna y a la existencia de diversos
mecanismos de "resistencia" ejercidos por los gauchos
enganchados a servir en el mismo (coincidimos con esta idea desarrollada por
Salvatore en su artículo de 1992 y consideramos como "resistencias"
de los soldados al modelo que se les pretendía imponer, diversas prácticas —como
la deserción— que se detallarán en el presente trabajo).
Tal sistema basado en la coerción y en la
injusticia, no se encontraba exento de criticas y recibía la condena de cierta
parte de la sociedad. La obra "El gaucho Martín Fierro"
(1872), escrita por el periodista y legislador José Hernández, testimonia el
abuso de poder perpetrado por los sectores hegemónicos para con el declarado
"vago y mal entretenido". En el mismo tenor, una carta
publicada el 3 de junio de 1857 en el periódico La Reforma Pacifica de
Buenos Aires, denuncia crudamente la arbitrariedad del proceder de la Ley de
Leva en cuanto a la consideración especial que ésta tenia para con los
propietarios y la clase dirigente, recalcando que: "(...) no es dable a
los paisanos pobres que no tienen nada vayan a derramar su sangre en la frontera,
mientras los hombres hacendados quedan disfrutando en sus casas como si fueran
duques o marqueses, esto es un contrasentido pues somos republicanos". Apunta
Foucault: "Ley y justicia no vacilan en proclamar su necesaria
asimetría de clase" (Foucault 1976:281).
Coincidimos en este aspecto con Ricardo Salvatore
cuando afirma que los historiadores han prestado poca atención a la violencia
que se ejercía en la milicia contra los gauchos (quizá él constituya como
historiador la excepción a la norma). En contraposición a este fenómeno
observado en la historia, ha sido la literatura quien se ha ocupado en forma
más detenida de este hecho, buen ejemplo de esto lo constituye el propio
"Martín Fierro". Salvatore considera a la militarización
forzosa como la expresión más extendida de coerción estatal durante el siglo
XIX (Salvatore 2000:411). Para la época de gobierno de Rosas este autor
enumera las diversas formas de reclutamiento de tropas.
Aunque además de la coerción como método de
reclutamiento, el ejercito utilizaba también diversas formas de incentivos para
servir en la milicia, como el pago de un salario y el recibo de lo que se
llamaba los vicios, un conjunto de bienes como carne vacuna, sal, tabaco
y yerba, que eran entregados a los soldados con una estudiada irregularidad (la
mayoría de la bibliografía sobre el servicio en las milicias del estado dan
cuenta de las carencias crónicas de los regimientos de fronteras y por lo tamo
sería engorroso enumerarlas aquí).
En definitiva, quedaba poco espacio para el
gaucho semi-nómada o para el pequeño propietario, en un régimen de acceso a
la tierra que propiciaba la conformación de latifundios (para 1830. solo 60
terratenientes poseían el 76 % de Ja tierra disponible, mientras que en el
año 1836, el 77% de las estancias eran de más de 5000 has, Carretero
1972:241). 33 años más tarde, este cuadro situacional no se había modificado
sustancialmente, sino que resultaba muy similar al descripto, al respecto
Vedoya, analiza como era en 1869 el régimen de parcelamiento de la tierra en
15 partidos de la Provincia de Buenos Aires 4.936.000 hectáreas. "De
éstas, sólo 296.000, un 6 % pertenecían al Estado; 2.912.500, un 57 %,
estaban en mano de 379 propietarios —una media de 7.680 hectáreas cada uno—;
el resto, 1.727.500, un 37 %, pertenecían a 12 familias —una media de 144. 000
hectáreas cada una—“ (citado en Vázquez—Rial, 1999: 317-318). En fin, los
números hablan por sí solos.
No obstante, resulta necesario explicar que no es
nuestra idea atomizar un complejo régimen de tenencia de tierra (como era el
de la región pampeana en el siglo que va de 1775 a 1875) en una dicotomía
simple y acaso falaz de latifundistas y/o gauchos nómades o semi—nómades. Por
el contrarío, la complejidad de formas que éste contiene esta demostrado en
trabajos como el de Barsky y Djenderedjian, Garavaglia o Gelman, entre otros.
En dichos análisis encontramos la presencia de pequeños propietarios,
arrendatarios y ocupantes diversos, quienes explotan porciones de terreno
pequeñas y medianas. Pese a que lo anterior es cierto, también lo es que el
latifundio existía y su existencia auspiciada por la política económica del
estado, determinaba que sus representantes no conformaran el grueso de las
fuerzas de los ejércitos de fronteras internas, siendo este un privilegio casi
exclusivo de los habitantes de los segmentos sociales más bajos de la campaña
rural.
Sin embargo, el ejercicio práctico de esta
tecnología de poder no era propiedad exclusiva de la clase dominante
propietaria de los latifundios, ya que si bien impactaba fuertemente sobre un
sector social, su accionar cotidiano trascendía las distinciones de clases y
se movía a lo largo y a lo ancho de todo el entramado social. Debemos
considerar aquí lo que Foucault llamó "microfísica del poder",
es decir la existencia de micropoderes ejercidos en el orden individual,
independientes de, por ejemplo, el aparato del estado, pequeñas instancias
personales de poder diseminadas en la sociedad y que actúan a través de ésta
capa por capa, pliegue por pliegue. Poniendo de manifiesto una de las
características fundamentales que posee el poder para este autor, quien
señala: "...cuando pienso en ¡a mecánica del poder, pienso en su
forma capilar de existencia, en el punto en el que el poder encuentra el
núcleo mismo de los individuos, alcanza su cuerpo, se inserta en sus gestos,
sus actitudes, sus discursos, su lugar a la clásica oposición binaria entre
dominadores y dominados, porque cada individuo aquí es tanto receptáculo como
vehículo de relaciones de poder, cada sujeto es a la vez agente y producto del
poder”. Lo antedicho resalta el permanente estado plurifacético del poder que
posibilita que el mismo se encuentre en todas partes, que lo atraviese todo y
que sea accesible a todos, hecho que determina que las relaciones que lo
conforman resulten inestables, reversibles, ambiguas. Estas cualidades las
diferencian de las relaciones de dominación, en tanto estas últimas se
observan como esencialmente asimétricas y que necesiten para hacer eclosión
de encuadres jerárquicos bien definidos, de ejes operativos que condicionen
estructuras rígidas de subordinación; carentes por lo tanto de las
inestabilidades constantes y de las posibilidades de resistencias que
caracterizan a las relaciones de poder. En definitiva, las primeras lo
auscultan todo, mientras que las segundas se desarrollan únicamente en
esquemas intrínsecamente jerárquicos.
En nuestro caso de estudio, la microfísica del
poder queda evidenciada en el mismo sistema de leva, ya que este esquema
cobijaba en lo operativo, un cúmulo de imperfecciones, de ambigüedades, de
inobservancias que se tornaban visibles en la práctica cotidiana. Entre estas
se podrían mencionar, un cierto ilegalismo tolerado del que gozaban parientes,
amigos y "favorecidos" del Juez de Paz, cuyo accionar conjunto
conformaba la existencia de un complejo cóctel que incluía: corrupción,
malversaciones, delaciones, compra y venta de favores políticos, etc. Ya lo
expresaba con su aguardentosa voz el viejo Vizcacha: "hacete amigo del juez".
La dinámica de implementación de esta norma estaba viciada de arbitrariedad
desde el núcleo jurídico mismo de su concepción, ya que, según explicitaba
el Código Rural de la Provincia de Buenos Aires (redactado en 1865) bastaba
con el testimonio verbal del Juez de Paz para disciplinar a un habitante de la
campaña considerándolo 'Vago y mal entretenido' y por ende,
susceptible de ser enviado a la frontera al servicio de las armas por el
término de tres años. El artículo N° 289 del citado Código establecía los
requisitos para ser considerado vago: "Será declarado vago todo aquel
que careciendo de domicilio fijo y de medios conocidos de subsistencia,
perjudique a la moral por su mala conducta y vicios habituales". Estas
disposiciones permitían la ejecución, muchas veces descaradamente injusta, de
procedimientos sospechosamente turbios, teñidos de una borrosa y superficial
pátina de justicia. Como observa Foucault (1976:224, 225) "Bajo la
forma jurídica general que garantizaba un sistema de derechos en principio
igualitarios había, subyacentes esos mecanismos menudos, cotidianos y todos
esos sistemas de micropoder esencialmente inigualitarios y disimétricos que
constituyen las disciplinas''.
Pero, existía otro poderoso motivo para levar
al gaucho y éste se relacionaba con una estrategia definida en la operativa
militar. Debido a que dadas las características de la guerra de fronteras, con
presencia de ejércitos compuestos casi enteramente por escuadrones de
caballería de alta movilidad y resistencia, unida a la necesidad de contar con
efectivos que tuvieran un conocimiento preciso del terreno y del enemigo,
hacían que el soldado ideal no fuera otro que el gaucho. Esta realidad se
encuentra claramente reflejada en una carta que el coronel Aguilar de la
frontera Norte le dirigió en 1857 a Mitre, en ese entonces ministro de guerra,
ultimando detalles acerca de una futura campaña contra el aborigen: "… Pero
estos hombres que compongan nuestra columna expedicionaria a escarmentar a los
salvajes que están engreídos, deben de ser guardias nacionales de la
campaña, gauchos todos de a caballo: para esta expedición no se precisan
batallones de línea, compuestos de negros o blancos, afeitados a la francesa,
ni menos recortado el pelo a la misma moda; precisamos hombres gauchos de a
caballo, de bola y lazo, para cuanto se ofrezca y entonces tendremos el triunfo”
(Archivo Mitre Tomo XV, el subrayado es mío).
El esquema disciplinador dentro del ejército
como institución lógicamente tuvo sus vaivenes de carácter histórico.
Algunos de los momentos más álgidos de aplicación del mismo, ocurrieron durante
la expedición de Martín Rodríguez al sur de la provincia en 1823, a
consecuencia de la cual se funda el Fuerte Independencia, enclave originario de
la actual ciudad de Tandil. En esta campaña se establece un reglamento
severísimo que castigaba "con pena de muerte a los desertores o a
cualquiera que por cualquier motivo se separara cierto número de cuadras de la
línea" (citado en Walther 1964: 161) Asimismo, durante la llamada
"Expedición al Desierto'" efectuada por Juan Manuel de Rosas en 1833.
Algunas de las normas dictadas por éste para controlar a los gauchos soldados
eran las siguientes:
El
que maltratase de obra, con arma de fuego, blanca, palo, piedra o golpe de mano
a los sacerdotes, religiosos o cualquier ministro de Dios, que hubiesen
recibido ordenes sagradas, hallándose éstos en el traje propio de su estado,
se hacia acreedor al castigo de la última pena.
Por delito de robo comprobado, el reo se hace acreedor de la pena
capital (en dicha expedición por ejemplo, el soldado
Simón Duarte fue pasado por las armas el 29 de noviembre de 1833, por tal
causa).
El que tomare mujer casada, viuda o soltera tenia pena de la vida pero
cuando no le asistía intención deliberada y extrema para conseguirla, se le
penaba a 10 años de presidio.
Al que se probare haber extraído armas o municiones de sus camaradas,
almacén, parque o depósito se le aplicaba la pena de muerte.
El que por cobardía fuese el primero en volver la espalda sobre la acción de guerra, bien sea empeñada ésta o si a la vista del enemigo marchando a buscarla, o bien esperándole a la defensiva, era pasado por las armas en el mismo acto y en presencia de las tropas, (citado en CGE "Política seguida con el aborigen" 1976: 418,419) .
El que por cobardía fuese el primero en volver la espalda sobre la acción de guerra, bien sea empeñada ésta o si a la vista del enemigo marchando a buscarla, o bien esperándole a la defensiva, era pasado por las armas en el mismo acto y en presencia de las tropas, (citado en CGE "Política seguida con el aborigen" 1976: 418,419) .
Un aspecto clave para comprender el accionar de
esta disciplina, refiere a que la misma pugna por lograr la sujeción del
soldado-gaucho al fortín, busca atenazarlo al lugar, para que marque presencia,
para que amojone el territorio que pronto caerá en manos de la clase dirigente (los
que se autodenominan “civilizados”). Se trata de un esquema de disciplina que
crea su propio campo de escenificación y que exige la adscripción a un ámbito
determinado: el fortín, como estructura cercada y cerrada por una empalizada de
postes, que defiende y contiene, aísla y somete, divide y encierra. El fortín
que es en parte, una prisión.
Sin embargo, esta disciplina era en muchos otros
aspectos flexible y dócil. Por ejemplo, no existía ninguna norma o disposición
escrita que especificara que se debía hacer con los desperdicios que
diariamente se generaban en los fortines. De esta manera, la basura se descartaba
tanto en el interior como en el exterior de los mismos, sin observar ninguna
distinción respecto de los ítems descartados -vidrio, loza, restos faunísticos-
salvo la precaución de no desechar elementos cortantes en zonas de tránsito con
caballos (aspectos que fueron constatados en trabajos arqueológicos en el
Fortín Miñana (Gómez Romero 1999 y 2003) y en el Fuerte San Martín (Langiano et al. 2000). Otro de los ejemplos en los que se hace casi inexistente la disciplina,
refiere a los hábitos de consumo de las guarniciones acantonadas en los
fortines. En este caso investigaciones arqueológicas efectuadas en los fortines
mencionados, así como en el Fortín La Parva y el Cantón Tapalqué Viejo, han
permitido detectar la presencia de recipientes de ginebra, cerveza, vino y
otras bebidas alcohólicas (Gómez Romero y Bogazzi 1998, Guerci y Mugueta 2003,
Langiano et al. 2000).
Es posible que esta disciplina débil, laxa,
ecléctica de tono improvisado, se haya manifestado de esta manera porque la
misma no presentaba todavía el carácter omnipresente que poseerá bajo
condiciones de funcionamiento de un capitalismo pleno, aspectos que se tornan claramente
observables en el trabajo de Gaudemar (1981) quien enfatiza la importancia
absoluta que ésta adquiere dentro del proceso capitalista del trabajo. Este
autor demuestra que la disciplina es una forma históricamente determinada, que
actúa de manera dependiente de la formación económico social de su tiempo,
concepto al que adscribimos y que podría -en nuestro caso de estudio- estar
explicando las flexibilidades del esquema disciplinario de los fortines, donde
no existió sino hasta 1876 -tres años antes de la conquista definitiva del
desierto y en momentos en que las relaciones de producción eran
mayoritariamente del tipo capitalista- una reglamentación que codificara en
forma estricta las actividades que se desarrollaban en el interior de éstos.
Este carácter histórico, este componente dinámico
de la disciplina es enfatizado por Nievas, quien reflexiona sobre “las
disciplinas como técnicas de ejercitar el poder, y, por lo tanto, como
resultante de relaciones de fuerza dadas para determinados períodos y
situaciones concretas, es preciso que las veamos en su despliegue; no como una
forma esclerosada de poder, sino como una ciencia política aplicada, evolutiva,
continua, ininterrumpida” (Nievas 1999:76).
El análisis anterior en su totalidad, evidencia
que históricamente nos encontramos en los albores del capitalismo, la
apropiación de la persona del gaucho y la manipulación brutal de sus cuerpos
confirma esta hipótesis. En estos momentos el capital toma lo que tiene a mano
y comienza a parasitarlo, porque “La producción capitalista no surge por
generación espontánea, de la nada, ni existe desde siempre. Por el contrario,
la organización capitalista del trabajo se apoya en antiguas formas de trabajo”
(Nievas 1999: 107). Esta capacidad del capitalismo de actuar sobre estructuras
características de modos de producción anteriores, ya fue considerada por Marx
en El Capital (Marx 1988-1990).
En suma, consideremos la existencia de un poder
legal que actúa para disciplinar la fuerza de trabajo masculina disponible en
la frontera, en donde no pasa inadvertida la voluntad de diversos sectores
hegemónicos por establecer una singular tecnología de poder. El gaucho libre es
un cuerpo inútil y la ley y el estado necesitan cuerpos útiles, manipulables;
aspecto que se logra con disciplina —a veces no muy estricta-, control y
vigilancia, estigmatizada a través de la coerción de la leva y fundamentada en
la sujeción al fortín-prisión. Así, se puede considerar que uno de los
principales objetivos de esta disciplina fue terminar con el nomadismo aparentemente
improductivo de las clases bajas de las pampas. La concreción de los objetivos
de las clases dirigentes demandaba mano de obra estable, en la estancia o en
los fortines, entonces es factible afirmar que en este contexto, la disciplina
operó como un claro procedimiento de anti nomadismo.
FORTÍN-PRISIÓN
“Esta casa de penitencia podría llamarse
Panóptico para expresar con una sola palabra su utilidad esencial, que es “la
facultad de ver con una mirada todo cuanto se hace en ella”.
(Jeremy Bentham “El Panóptico”).
La consideración del espacio físico resulta
esencial para comprender el modus operandi de cualquier tecnología de poder,
para Foucault el espacio es fundamental en cualquier ejercicio del poder. En
este sentido, un arqueólogo que trabaja en la llamada Arqueología histórica ha afirmado
que “the interrelation between space and power provides a key to the
archaeological study of the past” (Orser 1988: 320). Aunque este autor también
considera que, “Years of research are needed before a firm understanding of
the relationship between power and archaeological remains will be attained.
Nonetheless, plantations seem to provide a perfect arena in which to begin the
search” (Orser 1988:321).
En nuestro caso de estudio dicho espacio social y
físico son los fortines. La idea del fortín como prisión. se articula en
relación a dos aspectos.
1) arquitectónico, evidenciado en la presencia de estructuras como la aislante empalizada, el ancho foso y el mangrullo, desde el cual no solo se vigila el exterior sino también el interior (las descripciones de diferentes fortines son coincidentes respecto de la existencia de estos rasgos arquitectónicos básicos, ver por ejemplo: Ebelot 1968, Memorias del Ministerio de Guerra 1873, Racedo 1965, Raone 1969, Walther 1964, etc., pudiendo presentar algunas variaciones en la morfología general de las plantas, cuadradas, redondas, rectangulares, etc.) y
2) funcional, a partir de la sujeción de los gauchos obligados a vivir en estas estructuras militares privados de su libertad y llevados allí contra su voluntad, a ser considerados “vagos y mal entretenidos” por el poder y por lo tanto, culpables de ese delito.
1) arquitectónico, evidenciado en la presencia de estructuras como la aislante empalizada, el ancho foso y el mangrullo, desde el cual no solo se vigila el exterior sino también el interior (las descripciones de diferentes fortines son coincidentes respecto de la existencia de estos rasgos arquitectónicos básicos, ver por ejemplo: Ebelot 1968, Memorias del Ministerio de Guerra 1873, Racedo 1965, Raone 1969, Walther 1964, etc., pudiendo presentar algunas variaciones en la morfología general de las plantas, cuadradas, redondas, rectangulares, etc.) y
2) funcional, a partir de la sujeción de los gauchos obligados a vivir en estas estructuras militares privados de su libertad y llevados allí contra su voluntad, a ser considerados “vagos y mal entretenidos” por el poder y por lo tanto, culpables de ese delito.
También se observa aquí el funcionamiento de esta
muy especial tecnología de poder, porque el que vigila desde el mangrullo,
también es el compañero, el camarada, quien puede llegar a pasar por alto los
preparativos de una deserción nocturna, porque él puede ser cl próximo que
lo intente, aquí no hay guardiacárcel. Es lícito preguntarse entonces: ¿Era
el fortín una especie de panóptico funcionalmente imperfecto? El panóptico de
Bentham, descrito por Foucault (1976:203) presenta una construcción periférica
dividida en celdas, en forma de anillo y en el centro una torre que lo domina
todo y desde la cual es posible dominarlo todo. Así, según el autor, se logra “El
efecto mayor del panóptico: inducir en el detenido un estado consciente y permanente
de visibilidad que garantiza el funcionamiento automático del poder. Hacer que
la vigilancia sea permanente en sus efectos, incluso si es discontinua en su
acción” (Ibidem: 204). De esta manera, el esquema del panóptico es
aplicable “bajo reserva de las modificaciones necesarias” agrega
Foucault, “a todos los establecimientos donde, en los limites de un espacio
que no es demasiado amplio, haya que mantener bajo vigilancia a cierto número de
personas” (Foucault 1976: 209) cualidad que evidentemente poseía un
fortín.
No obstante, antes de considerar la aplicación de
la idea del panóptico a los fortines del desierto, es lícito mencionar que
algunos autores —entre los que sobresale Semple— han cuestionado la
interpretación que el propio Foucault hace del panóptico como el símbolo del totalitarismo
moderno, como el ojo ciclópeo del poder disciplinario o como el enclave físico sobre
el cual giraba toda una tecnología de poder. Éstos sostienen que en realidad el
proyecto del panóptico fue un intento de mejorar la caótica situación de las
cárceles del siglo XVIII, en donde se internaban reos hacinados en confusa
mezcla sin distinción de sexo, edad o estado de salud.
La caótica situación requería una reforma, y es
en la segunda mitad del citado siglo cuando ocurre el surgimiento de cierto
espíritu crítico de un grupo de juristas de la Ilustración entre quienes
resaltan los nombres de Cesare Beccaria, John Howard y Jeremy Bentham. Este último
perteneciente al Utilitarismo y en palabras de Stuart Mill, quien fuera el
máximo exponente de esta corriente filosófica, una de las mentes más
importantes de la Inglaterra de su tiempo. Un análisis exhaustivo de la figura
de Bentham como auténtico filántropo y de la defensa de la idea de una
interpretación errónea efectuada por Foucault del panóptico, puede verse en los
trabajos de la mencionada Janet Semple (1992 y 1993) y en la mayoría de los artículos
publicados en el Journal of Bentham Studies. La discusión precedente excede los
limites de este trabajo, sin embargo consideramos válida la postura de Foucault
con relación al panóptico, aspecto que no ensombrece en absoluto la figura de
Bentham como auténtico reformador de las prisiones del periodo histórico en el
que le tocó vivir.
Retomando su probable aplicación al contexto de
la frontera indígena pampeana del siglo XIX, creemos que es posible pensar en
el fortín como panóptico imperfecto, porque el que vigila es el propio
compañero, que no es el poder, sino que es un vehículo momentáneo, circunstancial,
y por lo tanto imperfecto del poder. Escudriñando acciones presumiblemente “delictivas”
que él mismo está o puede estar incitado a cometer, intersticio a través del
cual se diluye la aparente homogeneidad monolítica del poder, artificio que
permite la tan común evasión: la deserción.
En los fortines, al estar el ejercicio de la
vigilancia vchiculizado por agentes no profesionales del poder, ¿permitía la
existencia de un poder que en la praxis resultara poco rígido, poco monolítico,
poco brutal? La respuesta estaría nuevamente en lo que Foucault llamó “microfísica
del poder”. concepto que ya se ha mencionado anteriormente y que hace
referencia a las relaciones de poder que se establecen entre las personas y que
son relativamente independientes del poder ejercido por el estado. Poseen una
configuración propia y una cierta autonomía, desenvolviendo así una serie de
condiciones que permiten el funcionamiento de estos micropoderes. Micropoderes
que tienen un sabor a manufactura casera, familiar, resultan oscuros, ambiguos,
fugaces, a veces torpes, a veces sutiles, a veces voraces, muchas veces inobservables,
pero inexorablemente presentes. Ponen en evidencia que no todos los
dispositivos de poder pasan por el estado, ni que son privativos de éste,
aspecto que a partir de esta condición, garantiza una distribución
infinitesimal de las relaciones de poder. Aunque, es posible considerar que sus
efectos estuvieran dotados de cierta intermitencia, que resultaran discontinuos,
irregulares porque en su aplicación estaban inextricablemente mezcladas
pasiones individuales, heterogeneidades personales, conductas a todas luces
coyunturales a la hora de ejercer el poder.
Esta “microfísica del poder” impregnó con singular
fuerza, todos los segmentos de la sociedad, fenómeno posibilitado a partir del
medio en el que le tocó actuar: las zonas de fronteras. Espacios en donde es
factible —como hemos visto- observar laxitudes en el accionar del poder,
aspecto que determina instancias propensas para el ejercicio de los
micropoderes. Así lo explican Guy y Sheridan, refiriéndose a las fronteras y. Antonio Austral, Ana María Rocchietti y equipo, que manifestaron una idea similar al considerar que en las estructuras militares de
campaña utilizadas en las fronteras internas, se establecieron a partir de un
cuadriculado de relaciones de dominación y poder “Los fuertes y fortines se vuelven,
fundamentalmente, una antropología cuyo tema es la 'dominación' apoyada en un
sistema de autoridad y propiedad que adquiere leyes y dinámica propias por
tratarse de una sociedad de confín. Representan, en primer lugar, la sujeción
de los indios (por negociación asimétrica y por confrontación militar), en segundo
término la sujeción de los 'levados' y en tercero, la sujeción de la población
mestiza arrinconada en el 'borde' por pobreza o por carencia de pasaporte de
conchabo” (Austral el al. 1997)
No obstante, el peso del —todavía rudimentario-
Estado Argentino como agente de poder, se hacía sentir sobre los gauchos-soldados.
Así, por ejemplo el castigo impuesto a los centinelas por no cumplir con
ciertas reglas disciplinarias era impiadoso; Rosas estableció para la
expedición de 1833:
* Todo centinela que abandonase su puesto sin orden, sería pasado por las armas;
* El centinela no conversaría con nadie mientras
se desempeñase como tal, dedicando todo su cuidado a la vigilancia de su
puesto. No podía fumar, sentarse, dormir, comer ni beber.
* El centinela que viese escalar o saltar por la
muralla, pared, foso o estacada tanto para salir o entrar a la plaza, fuerte o
recinto cerrado y no hiciere fuego o diere parte, sería pasado por las armas.
(citado en CGE “Política seguida con el aborigen” 1976: 416).
La idea de panóptico imperfecto, de prisión de
singulares características sujeta a leyes particulares de funcionamiento, se
afianza en el hecho de que en diversos fortines se permitía la presencia de
mujeres viviendo en su interior. De esta manera, las mujeres en calidad de compañeras
de los soldados entraban “voluntariamente” a formar parte de esta tecnología de
poder, desarrollando tareas de limpieza, cocina, zurcido de uniformes,
recolección de alimentos.
Algunas también pelearon en diversos combates,
habiendo recibido por ello cargos militares.
Desde la investigación histórica, una serie de
trabajos recientes, entre los que podemos citar los de: Malosseti Costa 2000;
Rotker 1999; Socolow 1998 y Vera Pichel 1994, instauran justicia sobre este
tema revalorizando la importancia histórica de las mujeres como actores
sociales significativos de un proceso histórico que para muchos, parece haber
sido protagonizado exclusivamente por hombres. Esta inclusión constituye todavía
un tema pendiente en la arqueología de fronteras, y creo que ya es hora de
comenzar a idear las herramientas conceptuales necesarias para visualizar la
presencia de las mujeres en la evidencia arqueológica recuperada en los
fortines.
La relación entre poder y registro arqueológico
explicitada por Orser (1988) y que se ha mencionado en el comienzo de este
apartado, es considerada por Baugher, quien ha excavado un hospicio del siglo
XVI en Nueva York. Esta autora encuentra que en dicho siglo, a los internos de
la institución no se les obligaba a usar uniforme, hecho que infiere a partir
de que los botones hallados en las excavaciones son todos de diversas clases,
incluso muchos de ellos, manufacturados por los propios internos (Baugher
2001:189). Baugher, considera que el uniforme es en sí mismo, un elemento de
control y dominación, por lo tanto, la ausencia de éstos entre el vestuario de
los reclusos es interpretada por la autora como un signo de libertad de elección
del que éstos gozaban permitido por el sistema de poder de entonces, aspecto
que cambia irreversiblemente desde comienzos del siglo XIX, en momentos de
advenimiento de los regímenes disciplinarios del tipo capitalista.
Sorpresivamente en Fortín Miñana (1860-1869) ninguno de los botones recuperados
en las tareas arqueológicas (n=12) corresponde a uniformes militares. Este
hecho podría evidenciar una cierta laxitud en el esquema disciplinario, aunque quizás
manifieste más probablemente el accionar de un ejército conformado por soldados
enganchados no profesionales, muchas veces carente de los recursos elementales
de supervivencia. Por lo tanto. a los soldados no se les concedía el vestuario
adecuado para su función.
SUPLICIOS CORPORALES
“Aquí el outlaw
se llama bárbaro, infiel, matrero, salvaje o salonero y a medida que la
valorización de las haciendas y de los campos de pastoreo va marcando una línea
ascendente, su culpabilidad es mayor. “Malévolo”, malevo, su malevolencia es directamente
proporcional al despojo de su propia tierra. Y las condenas que padece se
agravan, consiguientemente, desde el cepo, la estaqueada, los azotes, hasta
incurrir en la servidumbre permanente, el confinamiento solitario o en “ser
pasado por las armas” sin juicio previo” (David Viñas “Indios,
ejército y frontera”).
En un trabajo reciente, Famsworth expresa que en
casos de análisis arqueológico de contextos sociales en los que haya estado
involucrado el uso sistemático de Ja violencia física, ésta debe ser
considerada aunque la evidencia de la misma sea débil y difícilmente “observable”
en el registro arqueológico, dado que, “artifacts that speak directly to
violence and punishment are rare in the archaeological record (...) Skeletal material may not
demonstrate the kinds of Physical abuse most commonly employed” (Farnsworth 2000:154). Al no considerar esta posibilidad, no se tendría
en cuenta uno de los elementos claves para entender la lógica de funcionamiento
de estos contextos en el pasado, si bien el autor citado se refiere específicamente
a las plantaciones de esclavos del sur de los Estados Unidos; esta reflexión,
resulta perfectamente aplicable a los fortines argentinos de la conquista del
desierto, como se explicitará en esta sección.
La dificultad se acentúa cuando sea necesario
certificar que determinados rastros de violencia son resultantes de
ajusticiamientos, suplicios, torturas o flagelaciones infringidas sobre los
cuerpos de los individuos y considerar además, su visualización en el registro
arqueológico.
Si bien lo anterior es cierto, algunas investigaciones
efectuadas en el campo de la Paleoantropología humana refieren a evidencias
concretas de castigos físicos y mutilaciones que dejan sus huellas en los
esqueletos. El volumen 6 correspondiente al año 1996 del International Journal
of Ostearchaeology documenta diversos ejemplos de esta temática, que por falta
de espacio no citaremos aquí.
Las formas de castigo físico violento se imparten
a través de objetos concretos, Castro et al. (2002:2) mencionan esta clase de
artefactos utilizados para causar dolor: “los objetos pueden causar
sufrimientos a quien los usa, cosa que sucede cuando el propio objeto está impregnado
de poder coercitivo, de forma que el padecimiento resulta beneficioso para
algunos miembros del grupo social, tal como ocurre, por ejemplo, con unos
grilletes o con la utilización de símbolos humillantes como la burka y otros
signos de exclusión social” (un estudio pormenorizado de los suplicios y
mecanismos de tortura implementados en la América española y en la Argentina
independiente es el de Rodríguez Molas 1983).
Al tratar el tema del castigo corporal como
práctica castrense, Foucault considera que “En el ámbito militar es una
manera muy explícita de ejercer justicia, muy militar, es una justicia armada,
una manifestación de fuerza física. La ceremonia del suplicio pone de manifiesto
a la luz del día la relación de fuerzas que da su poder a la ley” (Foucault
1976: 55), así como enfatiza más adelante que “La desimetría, el
irreversible desequilibrio de fuerzas, forman parte de las funciones del
suplicio” (Ibidem: 56) En el caso de los fortines, esta mecánica estaba
implementada de una manera particular, equiparable al ejemplo anterior del camarada-vigia
en el mangrullo, porque el que infringía el castigo era el propio compañero o superior,
pero en definitiva, un camarada de armas, no un agente que ejerce
exclusivamente esa función y al que el estado le paga por ello (como era el
verdugo); el brazo del poder en los dos casos citados, refiere a quien puede
estar mañana codo a codo en una batalla y comparte la vida diaria del
campamento.
Pese a lo anterior, la brutalidad de los castigos
parecía estar garantizada, hecho que probablemente se explique a partir del
funcionamiento de esos micropoderes desarrollados por el ser humano común, a
los que se ha hecho ya referencia y a la existencia de un “poder represivo” (sensu
Shanks y Tilley).
Las menciones a suplicios y castigos corporales
abundan en las referencias al ejército de fronteras. Dos ingenieros franceses
que recorrieron las pampas en momentos diferentes, efectuaron comentarios casi
idénticos al respecto: Parchappe, para los años 1827 y 1828 manifiesta que “los
castigos son corporales y muy crueles” (citado en Grau 1975: 54) Cincuenta años
más tarde, Ebelot afirmaba “la disciplina es cruel...mil, dos mil azotes no
eran nada” (Ebelot 1968: 91) Rodriguez Molas (1982: 170) menciona que a
unos desertores detenidos en 1836, se les aplicaron trescientos latigazos, se
fusiló a dos de ellos y al resto, se los mandó a servir a la frontera por tres
años más. En su interesante libro “Rozas, ensayo histórico-psicológico”,
el multifacético Lucio Mansilla observa que los suplicios que sufrían los
soldados eran habituales en la milicia y refiere haber escuchado, en un cuartel
de Buenos Aires la siguiente orden: “que se les apliquen dos mil palos”
ante lo cual él preguntó “¿a quiénes?” y le respondieron “a unos
pobres gauchos destinados al servicio de las armas” (Mansilla 1994:32-33).
Otros testimonios resultan igualmente elocuentes, como el de Gutiérrez que
señala refiriéndose al soldado de los fortines “sufre las estacas, el cepo
colombiano y los palos” (Gutiérrez 1956:241). A su vez, Salvatore (1992:30)
afirma que “Un tiempo prolongado en el cepo o suficiente número de azotes
podían convertir a reclutas rebeldes en obedientes soldados —al menos esto era
la creencia generalizada—".
En un libro reciente sobre la vida de los gauchos
durante el siglo XIX, Figueroa explica detalladamente como eran los métodos de
suplicio que éstos sufrían en el ejército: “La estaca o estaqueada, consistía
en hacer tender al acusado en el suelo con las extremidades abiertas, y atarlo
por cada una de ellas a estacas o bayonetas clavadas en la tierra, produciendo
gran dolor en las articulaciones” (Figueroa 1999:151). A su vez el cepo,
continúa describiendo Figueroa (1999: 147) “tenía dos tablas unidas por una
bisagra, con tres cavidades semicirculares cada una. Se cerraban a candado y al
juntarse se formaban tres círculos huecos que aprisionaban al inculpado, por el
cuello y los tobillos o el cuello y las muñecas". El cepo colombiano
era una variante que, según este autor, se utilizaba en pleno campo en donde “se hacía sentar al prisionero con las rodillas dobladas, detrás de las cuales se
le colocaba cualquier palo o fusil. Luego se le hacía pasar los brazos por
debajo de los extremos sobrantes y se le ataban las muñecas entre sí por
delante de las canillas. Esto lo dejaba en una posición forzada que producía un
intenso agotamiento, pudiendo llegar al desmayo” (Ibidem: 148).
Saubidet, en su completa obra Vocabulario y
refranero criollo, informa de la existencia de un tercer tipo de cepo, el de
lazo con el cual “se ataba el lazo a una planta, bayoneta enterrada en el
suelo, palo o estaca, a cierta distancia del reo; entonces con el lazo se le
hacían a éste dos medios bozales en los tobillos y, luego, estirando la otra
extremidad del lazo, no mucho, se sujetaba en cualquier parte. El preso asi
asegurado no podía escaparse ni cortar el lazo con los dientes” (Saubidet 1952:
61). A su vez, D'amico, quien fuera gobernador de la provincia de Buenos Aires
a fines del XIX recuerda: “el cepo siempre estaba cubierto de manchas rojas de sangre,
gastado, liso, reluciente, bruñido por la frecuencia del martirio” (citado en
Rodríguez Molas 1983: 32).Una vez más, Martín Fierro denuncia:
Y el lomo le hinchan a golpes,
y les rompen la cabeza,
y luego con ligereza
ansí lastimao y todo,
lo amarran codo con codo
y pa el cepo lo enderiezan.
Asimismo Mansilla, en “Una excursión a los indios
ranqueles” explica como el gaucho Miguelito, un refugiado en los toldos del
cacique Mariano Rosas, le confiesa su historia particular que refiere a una
injusta acusación de asesinato de un juez. En el relato de Miguelito aparece el
cepo con toda su carga de cruda arbitrariedad y lóbrego dolor, “—Al día
siguiente —prosiguió— me desperté en el cuerpo de la guardia de la partida. No
podía ver bien, porque la sangre cuajada me tapaba los ojos. Quise levantarme;
no pude. Me limpié la cara; poco a poco fui viendo la luz. Me habían puesto en
el cepo del pescuezo y de los pies. Ya sabe cómo son los de la partida de
policía, mi coronel; los más pícaros de todos los pícaros, y los más malos (...)
Pasé una noche malísima; ¡cuando no me despertaban los dolores, me
despertaban los ratones o los murciélagos!” (Mansilla 1969).
La arbitrariedad con la que se aplicaban estos
castigos se evidencia en un comentario de Santiago Avendaño, quien en 1851
sirvió en el acantonamiento de Palermo, cerca de Buenos Aires, lugar donde iban
a parar los soldados desertores capturados: “(...) descargaron pues los azotes
más atroces sobre los infelices. El Coronel que miraba la escena desde un
extremo, creyó que el cabo Vieytes, un negro, no descargaba sus latigazos con
todas sus fuerzas. Se acercó y mandó interrumpir el castigo y señalando al
negro Vieytes le dijo: Este pícaro parece que les está teniendo lástima ¡Denle
25 azotes bien fuertes para que sepa como ha de castigar! Terminado el castigo
del cabo Vieytes, le dijo el Coronel: ¿te gusta ahora? ¡Andá otra vez a tener
misericordia y verás!” (Hux 1999:302). De esta manera, el momento del
castigo público genera una representación en absoluto morigerada o atenuada
sino brutalmente ejecutada de una auténtica ritualización del poder que
persigue un impacto ejemplificador entre los que observan.
La fuerza implacable de un ritual que considera
que “el ejemplo debe inscribirse necesariamente en el corazón de los hombres”
(Foucault 1976:54), convirtiendo al suplicio corporal en “una de las
ceremonias por las cuales se manifiesta el poder” (Ibidem: 52) Produciendo
asi la reafirmación cruda y sangrienta del poder a través de un ritual
aparatosamente simbólico.
En el fuente del Azul, donde se situaba la
jefatura de la comandancia de fronteras de la sección Sud, se redactó un
decreto militar el 7 de Julio de 1857 que ponía de manifiesto lo inhumano de
los castigos que se imponían entre las tropas que guarnecían las fronteras.
Dicho documento refiere a “los efectos perniciosos del uso del cuchillo en
el interior de los fortines, dada las peleas que se evidencian entre los
hombres”. Debido a esta razón el decreto ordenaba:
“Desde hoy en adelante todo individuo de tropa
a quien se le encontrase con cuchillo cargado al cinto...será castigado con
doscientos azotes al frente de todo el cuerpo”, agregando que si el infractor
de la ley fuera sargento, “se le quitará su rango, pero sin aplicarle el
castigo”. En el artículo siguiente se disponía que a “Todo individuo de
tropa que en riña hiriese a otro del ejército con cuchillo, piedra o palo...se
le impondrá irremisiblemente el castigo de ochocientos azotes al frente de su
regimiento”. Y finalmente, el último artículo del decreto establecía que “Si
de la herida resultare muerte el agresor sufrirá en lugar de pena de azotes, la
de ser pasado por las armas al frente de todo el ejército” (citado en Luna
1996: 122).
Este ejemplo evidencia la crueldad de los
suplicios ejercidos sobre el cuerpo de las víctimas, además del carácter ritual
y ejemplificador de los mismos, ya que éstos se ejecutan en público y era la
representación pública lo que necesitaba esta mecánica de poder, “(...) un
poder que no sólo no disimula que se ejerce directamente sobre los cuerpos,
sino que se exalta y se refuerza con sus manifestaciones físicas; de un poder
que se afirma como poder armado, y cuyas funciones de orden, en todo caso no
están enteramente separadas de las funciones de guerra; de un poder que se vale
de las reglas y de las obligaciones como de vínculos personales cuya ruptura
constituye una ofensa y pide una venganza; de un poder para el cual la desobediencia
es un acto de hostilidad, un comienzo de sublevación” (Foucault 1976: 62)
“En el suplicio corporal, el terror era el
soporte del ejemplo: miedo físico, espanto colectivo, imágenes que deben
grabarse en la memoria de los espectadores”. Así ejemplifica Foucault
(1976:113) esta fiesta del poder, a cara descubierta, confiando profundamente
en el poder coercitivo de la exhibición. En el caso de las penas aplicadas por
el uso de cuchillo, el castigo es un ritual también político, que no omite una
honda significación social, ya que impacta fuertemente sobre una determinada
clase, al valorizar la jerarquía. Al suboficial (el documento de 1857 habla de
los sargentos) se le castigará de forma diferente que al soldado, en general en
las tropas de los fortines, generalmente los oficiales pertenecían a las
familias burguesas de las ciudades, preferentemente Buenos Aires. Los
oficiales, generalmente no dudaban en ejercer despóticamente la condición de
superioridad que les daba el cargo y su condición de blancos, al imponer
brutales castigos sobre los soldados mestizos en reiteradas oportunidades.
Salvatore (2000:425) se refiere a la utilización de palos y otros castigos corporales,
como elementos usados por los oficiales para instaurar entre los reclutas nociones
de obediencia y respeto a la jerarquía. Confirma esta práctica el diputado por
la provincia de Santa Fe, Joaquín Granel: “La pena de azotes sólo se aplica
a soldados, pero en ningún caso se hace extensiva a los jefes u oficiales,
aunque se hubiesen hecho reos del mismo delito” (citado en Rodríguez Molas
1983: 30) De esta manera, la ritualización de estos suplicios corporales ponía de
manifiesto la relación desigual de fuerzas que dan su poder a la ley; ley que
está siempre atenta, en la praxis, de lograr la consolidación y la
supervivencia de ciertos privilegios.
El citado diputado junto con su par correntino
Torrent, presentaron en la legislatura un proyecto para suprimir los castigos
corporales en las Fuerzas Armadas. La mayoría de las opiniones que se
suscitaron al respecto entre los diputados condenaron esta iniciativa,
aduciendo que la indisciplina se adueñaría de todo el ejército, haciendo imposible
su normal funcionamiento.
Como dijera Roland Barthes (2003) “La
autoridad, incluso en sus manifestaciones más sangrientas, no era más que un
decorado; bastaba con pasear por en medio de esa mecánica la mirada de un
hombre, para que se derrumbara”. Pero para mirar, había que hacerlo con las
dioptrías adecuadas. Tuvieron que pasar 17 años para corregir la mirada miope
de la mayoría de los representantes de la clase dirigente del país y que, como
consecuencia el cepo fuera —al menos oficialmente— prohibido en noviembre de
1881.
De esta manera Foucault demuestra cómo la
ceremonia del suplicio físico le es útil al poder. En nuestro caso de estudio,
el Estado Nacional re-afirmaba su poder (por otra parte, escasamente
consolidado durante casi todo el siglo XIX en la mayor parte del país) actuando
sobre el dolor de la carne condenada. Un poder que se preocupaba menos por cl
castigo de una infracción, que por la ostentación pura y dura de su propia
fuerza, ejerciendo así un modelo de penalización que ya para esa época
resultaba bastante anacrónico. Además, y para completar el cuadro analítico, es
posible observar que la microfísica tampoco se encuentra ausente de esta resonante
ritualización.
Un ejemplo excelente que corrobora esta
aseveración es el caso mencionado anteriormente del negro Vieytes, en donde el
coronel jactándose de su propia prepotencia, ordena azotar, al hasta ese
momento, azotador. Diagrama en un instante, un extraño artilugio punitivo que
no constaba en ninguna ley militar. Activando así el mecanismo de un micropoder
cuya característica fundamental es conformarse como casi autodidacta, debido a
que corrompe la arbitrariedad de la norma por ser incluso más caprichoso y más
injusto que ésta. Habitualmente la norma escrita, se reviste de cierto carácter
moral que disimula en el fondo que la realidad se compone de una multiplicidad
de pequeños actos, y que éstos resultan ingobernables, anárquicos y por ende,
en absoluto normatizables. En el enjambre de contradicciones internas en donde estos
poderes liliputienses actúan, reside tanto su independencia como su propia
fuerza, como en la orden sui generis del coronel. Dicha orden, además —resulta doloroso decirlo— se revestía de cierta
coherencia, porque debido al peso de la tradición, algunos habitantes de
ciertas sociedades se encuentran propensos a considerar como más habitual que
el castigo físico recaiga sobre ciertos segmentos sociales o grupos étnicos,
como el caso de los negros en la Argentina del siglo XIX. Ya que la esclavitud
de éstos era un recuerdo cercano, con lo cual el hecho del castigo se amolda,
se condiciona respecto de sobre quien se ejerce, aspecto que fundamenta y
refuerza en este caso, la arbitrariedad del micropoder. No obstante, más allá
de estos componentes constitutivos intrínsecos del poder en si, resta aún por
considerar un aspecto esencial de los dispositivos de poder: las resistencias.
Porque las relaciones de poder no se establecen entre autómatas incapaces de
ejercerlas, veamos pues, entonces cuáles eran las resistencias ofrecidas por
los gauchos al sistema de fortines panópticos.
RESISTENCIA - FUGA - DESERCIÓN
“Comprendió
que las jinetas y el uniforme ya le estorbaban. Comprendió su íntimo destino de
lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la
desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a
consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra
los soldados, junto al desertor Martín Fierro. “
Jorge Luis
Borges Biografía
de Tadeo Isidoro Cruz.
1829-1874
Imaginar una prisión implica imaginar un método
para escapar de ella, la fuga es un componente esencialmente asociado a la
prisión. Del fortín-prisión se escapaba desertando. La deserción fue quizás el
proceder más importante de resistencia contra los mecanismos coercitivos de un
estado autoritario que poseía el gaucho. Este como persona libre oponía resistencias
al poder, y es ante todo, esa condición de libre la que le permitía las
resistencias. Al respecto, es posible observar que en la concepción de poder
que diagrama Foucault existe una estrecha relación entre poder y libertad, ya
que resulta esencial para el funcionamiento del mismo que exista siempre un
cierto grado de libertad en los individuos sobre los que se ejerce el poder y
quienes a su vez, ejercen poder. Hyndess (1987: 101) lo explica de la siguiente
manera:
“El ejercicio efectivo del poder no tiene
porqué implicar la eliminación de la libertad. Al contrario en opinión de
Foucault, cuando no existe posibilidad de resistencia, no puede haber relaciones
de poder”. Estas resistencias, en los fortines generalmente se tornaban
operativas a partir de las deserciones.
La deserción constituyó un hecho constante y un
problema permanente para el poder, de hecho, durante el período rosista (1829-1352)
ésta constituyó el delito más frecuente (Salvatore 1998:346), además fue el
tema de numerosos estudios que consideraron sus causas y buscaron una solución (por
ejemplo, el informe del Ministro de Guerra Gelly y Obes a la Cámara de
Diputados, de 1864, detalla en forma pormenorizada la magnitud dei problema). Una
de las concesiones tradicionales, cuya finalidad era reducir las deserciones
era permitir como ya se ha mencionado- que cada soldado tuviera su compañera,
ésta podía si lo deseaba vivir en el fortín. Ebelot, uno de los ingenieros
franceses que hemos citado anteriormente menciona: “Un regimiento sin mujeres,
perece de aburrimiento y de suciedad y se aumenta notablemente el número de
deserciones” (Ebelot 1968:184).
Otra de las probables “soluciones” al problema de
la deserción, fue un recrudecimiento en la cantidad de penas, llegando a
castigarse ésta con la muerte. Las referencias escritas resultan elocuentes, así
Marcos Paz, coronel destinado a la frontera del Chaco, expone su queja “Los destinados
me dan mucho trabajo. Son unos facinerosos sin igual, ya se me han desertado algunos
(...) les he administrado una buena dosis de azotes, y he vuelto a
encadenarlos; mañana fusilo a Benjamín Bradán y en lo sucesivo lo mismo haré
con cuantos agarre de los que se me deserten” (citado en Rodríguez Molas
1982: 219). Daza, en su libro “Episodios militares”, consigna que el soldado
Mardonio Leiva del fuerte Puán fue atrapado por sus propios compañeros,
ordenándosele su fusilamiento, al ser enfocado éste por los remingtons, su
grito desgarró la pampa: “¡Tiren compañeros que matan a un hombre!”
(Daza 1975:51). Menciones similares se pueden encontrar en Barros (1957),
Ebelot (1968), Mansilla (1969), Prado (1970), entre otros. También el soldado
Martin Fierro fue apercibido por sus superiores, quienes le explicaron que le iba
a pasar si se desertaba:
En la lista de la tarde
el gefe nos cantó el punto,
diciendo “quinientos juntos
llevará el que se resierte,
lo haremos pitar del juerte,
más bien dése por dijunto.
Cuando por alguna intermediación oportuna se
lograba conmutar la pena de muerte, el caso llegaba a las altas esferas de
gobierno, incluso la mismísima Presidencia de la Nación, como lo explicita el
ejemplo siguiente relatado por Rodríguez Molas (1968:304) “En 1874 son juzgados
cuatro desertores por un tribunal militar y a quienes aplican 'la pena de ser pasados
por las armas, que establece la orden general del 17 de julio de 1872 para
suerte de los gauchos, un buen abogado apela esta sentencia y con argumentos
lógicos solicita su anulación, pues los soldados han entrado al servicio de las
armas por orden del gobierno y sin ninguna causa. El caso, debido al interés
que se coloca en él, llega hasta las más altas instancias: la Presidencia de la
Nación. El presidente Sarmiento, luego de algunos meses de espera, conmuta la
pena de muerte por cinco años de recargo en el mismo cuerpo”. Desgraciadamente,
la suerte de estos soldados expresa la excepción y no la norma.
En este mismo tenor existe un curioso documento
que es el pedido de clemencia para un sargento desertor. La causa de la
deserción eran los malos tratos, léase castigos corporales, que le infligía el
comandante del fortín. El personaje que escribe la carta, Manuel Andrade, alcalde
del cuartel VII del partido de Azul, se dirige al juez de paz del partido,
solicitando que se tenga piedad para con este individuo, dado que el jefe
militar lo castigaba por una causa muy frívola —aunque no especifica cual es-.
Sea como fuere, este funcionario judicial intercede en nombre del sargento,
para que éste no sea azotado, ya que él mismo le aseguró al desertor que ello
no ocurriría, empeñando su propia palabra. Sugiere que el castigo se reduzca a
más tiempo en el ejército. Veamos pues este documento, que confirma la
hipótesis de que los fortines eran espacios en donde se aplicaban diversos
tipos de suplicios corporales:
“El Infrascripto remite a Ud bajo segura
custodia al Sargento desertor del Fortín Miñana Federico Vasquez, capturado
aquí por el que firma. Si es cierto Señor Juez que éste hombre se desertó, como
declara, por el mal trato que le daba el ComTe del Fortín, originado por una
causa muy frívola, es digno de lastima (Sic); a esto se agrega que no
hizo el menor movimiento de resistirse al tomarlo; ahunque (Sic) en ese instante
carecía de armas el suscripto; por cuyo motibo (Sic) espera se dignará
Ud interponer sus buenos oficios para con el Señor Comandante Gral, a fin de
conseguir que el castigo de éste hombre se reduzca (si es posible) a un tiempo
recargado de serbicio (Sic) en un Fortín; pero cuando muy menos espero
que no será azotado; pues en ello le empeñé mi palabra, y no trepido en creher (Sic)
que el Señor Coronel Rivas accederá a mi pedido. Dios guarde a Ud muchos
años. Manuel Andrade”.
Fechada en
San Florencio, el 5 de Octubre de 1863, El Alcalde Cuartel 7º, Manuel Andrade
al Señor Juez de Paz del Partido de Azul, Don
Pedro M. Lavas (AMEA Nº 1, 1863).
Los escribas burocráticos, secretarios de los
Jueces de Paz al servicio de esta tecnología de poder, confeccionaban las
denominadas relaciones. Descripciones limitadas, someras, a todas luces policiacas.
En donde los cagatintas de turno clasificaban a los desertores capturados o que
había que capturar. Algunas de ellas presentan, sin embargo, cierto carácter
excepcional debido a que desoyeron el mandato de aridez que aparentemente debía
tener un texto referido a lo militar. Permitámonos por un instante estancarnos
en el detalle de un par de estas descripciones, en las que florecen semblanzas
vividas, no exentas de cierto lirismo, de personas que tuvieron existencia
real: gauchos anónimos cuyas vidas estaban destinadas a transcurrir al margen
de cualquier discurso oficial. Sin embargo, al igual que “los hombres infames”
magistralmente reseñados por Foucault, fueron circunstancialmente desmenuzados,
superficialmente disecados por la pluma del poder. Ya que, como afirma el
autor, en la citada obra, “Para que algo de estas vidas llegue hasta
nosotros fue preciso por tanto que un haz de luz, durante al menos un instante,
se posase sobre ellas, una luz que les venía de fuera: lo que las arrancó de la
noche en las que habrían podido, y quizás debido, permanecer, fue su encuentro
con el poder... que las marcó de un zarpazo” (Foucault 1996:124-125).
Fechada en Chascomús (Pcia de Buenos Aires) el
14/10/1846. Clasificación de Juan Aguirre, desertor. Edad 14 años, estado
soltero. Domicilio partido de San Vicente, de campo, no sabe leer ni escribir.
Color pardo, pelo mota, pertenece a la clase del peón de campo. Es de a
caballo, aparente para caballeria. Viste pañuelo atado a la cabeza, camiseta
de bayeta punzó vieja, no lleva divisa federal, chiripá de paño punzó, calzoncillos
y descalzo. Marcas de azotes en torso y espalda, dice haberlas cobrado en el
Fortín Melincué (Provincia de Santa Fe) de donde supuestamente se desertó
(AMEA,
Documento N* 9, año 1846, el subrayado es mio)
La siguiente es una filiación fuera de lo común,
pues el desertor escapó junto a una mujer que es también descripta. Fechada en
Monte (Provincia de Buenos Aires) el 15/1/1847:
“Filiación del desertor Eugenio
Galván, edad como 30 años. Estado casado, estatura regular regordetón. Color
trigueño aindiado. Pelo negro y lacio. Barba lampiña sin bigote, ojos negros,
naris (sic)
regular, boca regular. Viste sombrero blanco de felpa, chaqueta de paño color
café, chiripá calzoncillo largo y botas de potro. Señas de Romualda Acosta que
acompaña a Galván, hija de Gregorio Acosta y de Petrona Gongora, domiciliada en
Partido de Ranchos. Edad como 15 años. Color trigueña, pelo negro y lacio, ojos
negros, naris (sic) ñata, labios un poco gruesos. Viste Bestido (sic)
de chali morado con botones negros con florcitas punzó, lleva una colcha de
lana, calcetines blancos, punzones y berdez (sic)” (AMEA, Documento N? 129,
año 1846).
Salvatore en su trabajo correspondiente al año
2000, describe diversas filiaciones, mencionaremos las más significativas, por
ejemplo la de Manuel Flores quien en 1850 se desertó del regimiento N* 5 y se
marchó al partido de Mar de Ajó, allí trabajó para el juez de paz del lugar. Su
deserción pasó inadvertida hasta que pasó al partido de Mar Chiquita, en donde
el juez de paz Saavedra sospechó de él y lo arrestó. Estuvo dos meses
engrillado en prisión, hasta que es el propio juez quien le propone dos alternativas:
la primera, que trabaje como peón en su estancia ó la segunda, ser enviado a
los cuarteles del ejército federal en Santos Lugares. Flores acepta la primera
y pasa a desempeñarse como domador de potros en el campo, recibiendo un excelente
sueldo de 120 pesos mensuales. No obstante, no permanece mucho tiempo en este trabajo
y un día sin causa aparente abandona su puesto y se marcha. Esta filiación nos
permite extraer algunas conclusiones muy interesantes, por ejemplo la falta de
mano de obra existente en el ámbito rural al parecer era una constante, aspecto
ya considerado por diversos autores —Barsky y Djenderedjian 2003, Salvatore
2000, entre otros— Carencia que se manifiesta en la propuesta del juez de paz
Saavedra quien prefiere, por conveniencia personal, contratar como peón a un
desertor y por lo tanto un criminal, según la ley antes que devolverlo al
ejército. Por otra parte, el abandono del trabajo por parte de Flores, pone de
manifiesto que el habitante de las zonas rurales de la provincia de Buenos
Aires estaba todavía inmerso en formas de vida precapitalistas, en las que la
obligación de supeditarse a un horario y a un patrón pesaban más que la
obtención de un sueldo por sustancioso que éste fuera.
Otra filiación documenta un caso muy extraño e
interesante porque el afectado es un inglés, quien también sufrirá, como
veremos a continuación, los procedimientos irregulares, la arbitrariedad, la
explotación, los castigos corporales y hasta el soborno del funcionario más importante
de la justicia en el ámbito rural. Asimismo, el análisis del documento nos
permitirá extraer como conclusión el problema de la falta de mano de obra en la
pampa bonaerense, veamos: el súbdito británico Thomas Carr, entabla
conversaciones con el juez de paz de Lobos para efectuar una serie de trabajos
manuales en un establecimiento del juez, sin embargo no llegan a un acuerdo
debido a que lo ofrecido por el magistrado es muy poco dinero. A continuación
el propio juez, ordena el arresto del trabajador aduciendo una serie de cargos falsos.
Cuando este último se encuentra bajo arresto, le ofrece la libertad a cambio de
que efectúe los trabajos convenidos por sólo 10 pesos al día. Después de pasar
ocho días engrillado en la prisión del juzgado, Carr accede -qué remedio- a lo
propuesto por el juez. Sus tareas manuales en la estancia del juez cubren un
plazo de 21 días, en los cuales construye un aljibe y un pisadero, una vez
concluido el trabajo el juez no solamente no le paga, sino que además le ordena
que se ponga a construir ladrillos. El inglés se rehúsa y por ello lo envían otros
ocho días engrillado al calabozo. Como se sigue rehusando a trabajar en esas
condiciones, el magistrado lo despacha a Buenos Aires con el falso cargo de no
poseer pasaporte, para que el gobernador Rosas decida su suerte. No obstante,
antes de enviarlo le entrega en mano la suma de 145 pesos como pago, porque
teme lo que pueda decidir el propio Rosas al respecto.
La última filiación que citaremos, refiere al
caso del ciudadano Martín Garay quien servía en el 2º escuadrón de lanceros de
Chascomús, en junio de 1846 su comandante lo sentencia a recibir 300 palos por
no estar presente en el momento de pasar revista en la formación militar del día.
Garay como soldado veterano que era, no soportará el hecho de ser humillado
delante del resto del cuerpo y desertará escapando de la prisión, con
posterioridad será arrestado en el partido de Flores. Este documento evidencia
que las reprimendas corporales eran habituales en la milicia, pese a que las
faltas que se castigaban fueran absolutamente banales como la que se menciona
aquí, y que además las recibieran, como también es este el ejemplo, soldados
veteranos a quienes no se les perdonaba la menor dilación.
Desgraciadamente la expresión de las clases
subalternas en la documentación histórica escrita debe, a partir de la escasez
de evidencias, supeditarse al testimonio generalmente falaz y fragmentario que
de éstas nos ofrecen las clases dominantes. El filtro por fuerza resulta deformante
y distorsionante; no obstante el historiador Carlo Guinzburg refiriéndose a estos
tamizados inevitables, sostiene que “El hecho de que una fuente no sea
'objetiva' no significa que sea inutilizable” Guinzburg €1982:5) Estamos de
acuerdo con esta afirmación que resulta perfectamente aplicable a los
documentos arriba citados, en los que, mediante el proceso de análisis se
atraviesa la costra del lenguaje oficial y se focaliza en el rico interlineado,
es posible observar la riqueza en la profusión de detalles informativos
minuciosamente descriptos, aspecto que las transforma en fuentes absolutamente
fértiles para investigaciones de Arqueología histórica, más allá de las inter-subjetividades
que inevitablemente presenten.
Como ha quedado evidenciado, una característica
distintiva de estas filiaciones era la descripción de la vestimenta de los
desertores, este proceder resultaba esencial porque determinaba por un lado, la
condición social del recluta o desertor y por otro, su pertenencia a un ámbito
determinado: urbano o rural. Los gauchos llevaban en su persona las marcas de
su identidad social, que demostraban su potencial culpabilidad, se vestían con
chiripá, botas de potro, ponchos importados o de manufactura aborigen; mientras
que el frac y la levita, elementos distintivos básicos del vestuario urbano
propio de la “gente decente”, estaban ausentes de su indumentaria. Este hecho,
por supuesto, quedaba consignado detalladamente en la filiación ya que era un
elemento fundamental para la identificación del desertor. Hasta el discurso
político estaba teñido de esta simbología que determinaba que la vestimenta
constituyera un reflejo inequívoco del segmento social de quien la detentara.
Tan acuciado era este fenómeno que el mismo Sarmiento afirmaba en una
intervención en el Senado: “Nosotros los demócratas y republicanos que no
queremos que se entrometan en nuestros gobiernos otros que los que llevamos
frac. Patricios a,cuya clase pertenecemos nosotros, pues no ha de verse en
nuestra cámara ni gauchos ni negros ni pobres” (citado en Jauretche 1966:375).
En suma, estas cortas reseñas, estos relámpagos del poder, refieren a vidas
reales. Esas palabras decidieron quizás sobre su libertad, su desgracia y en
todo caso su destino. Como expresa Foucault: “El punto más intenso de estas
vidas, aquel en que se concentra su energia, radica precisamente allí donde colisionan
con el poder, luchan con él, intentan reutilizar sus fuerzas o escapar a sus
trampas” (Ibidem: 125)
PALABRAS FINALES
“— ¿Dónde
lo encontró?
—
Escondido en los juncales de la laguna, mi coronel.
El
desertor escucha ese diálogo como si estuviesen hablando
de otra
persona. Después mira a lo lejos. Unos hombres están apisonando a yegua el
adobe. Otros están cavando en un corral. Los domadores tironean de la boca de
un potro.
A medida
que el desertor los mira, los movimiento s de esos hombres van aquietándose. Un
círculo de inmovilidad rodea ahora al prisionero. No va a durar mucho, pero,
mientras tanto, el desertor será el centor de ese indigente tal vez el único
que ha recibido en el transcurso de su vida.
Villegas
se le acerca y lo mira profundamente a los ojos, mientras le afloja el tiento
que aprieta sus muñecas.
Después le
dice:
— Mirá
Clorindo, no me olvido como te portaste en Aguas Blancas, ni que me salvaste la
vida en las Salinas y no me fallaste en Yegua Muerta. No quiero que me fallés mañana,
te vas a afeitar, te vas a limpiar el uniforme, te vas a lustrar las botas. No
te voy a vendar los ojos. Te voy a atar las manos.
Vas a
morir como muere un soldado del Tres de Fierro.
—¿Entendido,
Clorindo?
—Entendido,
mi coronel”
(Dalmiro
Sáenz “La patria equivocada”)
En cste trabajo se ha reseñado el cúmulo de
dispositivos de poder de índole estatal y personal, que actuaron sobre los
sectores populares de las zonas rurales de las llamadas fronteras con el indio
en la Argentina del siglo XIX. Los representantes más fidedignos de estos
sectores, los gauchos, fueron obligados —aunque no sin resistencia por parte de
ellos- a entrelazar sus vidas en complejos entramados de poder absolutamente
ajenos a su voluntad constituyéndose en el blanco de una serie de relaciones de
dominación, y luego, concluida definitivamente la “conquista del desierto” cuando
los grupos dominantes no precisaron más del gaucho-soldado, lo condenaron a la
marginación y al olvido.
La problemática de la marginación de estos segregados,
se explica a partir de que no encajaban en el modelo de país que perseguía la
clase dirigente argentina, porque eran portadores de tradiciones y esquemas de
vida distintos a los que se trataba de imponer, en definitiva resultaban
inasimilables. Eran la cara que una argentina pretendidamente blanca y pro-
europea no estaba dispuesta a tolerar. Esto constituía el sustrato ideológico
que actuó a partir del desarrollo y la puesta en funcionamiento, de un aparato
de coerción que dio cuerpo a una tecnología de poder que dominó la argentina
del siglo XIX. Esta marginación operó también en la memoria, ya que la
historiografía liberal argentina relativizó el aporte de los gauchos y sus mujeres
como actores sociales significativos de la historia del país, ejemplificando
así una de las consideraciones efectuadas por Foucault quien decía que la
manipulación de la memoria colectiva es un factor esencial en la lucha por el
poder.
De esta forma la frontera bonaerense puede
pensarse como un micro-cosmos sujeto a una realidad de despojamientos, aspecto
que imprimía a la mayoría de sus habitantes una disyuntiva de rigida
adaptación, o de lo contrario, la perenne marginalidad delictiva. Resultaron esenciales
en el desarrollo de este proceso -como ha quedado evidenciado a lo largo del
texto- el accionar de un cúmulo de micropoderes (sensu Foucault) que actuaron
bajo el paraguas del poder estatal, cual parásitos autónomos. Su visión resulta
difusa, como algo que se observa a través de un cristal que distorsiona la
imagen, alteración producida generalmente por el accionar de diversas
gradaciones de autoridad, circunstancialmente puestas al servicio del ejercicio
de porciones variables de poder personal. Detectables en nuestro caso en la
pseudo vigilancia del centinela en cl fortín, en la brutalidad del “verdugo” de
turno, en la meticulosidad insidiosa del secretario del Juez de Paz, en
definitiva, bifurcaciones mínimas del ejercicio del poder, pero trascendentales
para entender la esencia orgánica de su dominación. Minúsculos engranajes de poder
cuyo accionar conjunto constituyen toda una faceta, en absoluto despreciable de
la tecnología de poder general.
De esta forma, se vigiló y castigó en la
argentina de esa época, a partir de la implementación de una tecnología de
poder que actuaba en profunda imbricación con los intereses de clase, lo que
determinaba que una de las características fundamentales de los fortines (no
considerada por los arqueólogos que excavamos estas estructuras) era la de
haber funcionado como auténticas prisiones, panópticos imperfectos en donde se
articulaba la imposición de una mezcla de poder represivo de acción
fundamentalmente estatal y micropoderes manipulados en forma personal. En
definitiva, sería interesante evaluar el potencial de aplicación de estas
reflexiones y el grado de sus implicancias en futuros trabajos arqueológicos y
quizás también, poder ampliar el espectro de análisis de los que ya están en curso
en esta problemática particular y en otras en donde esté involucrado la
existencia de espacios fisicos, en donde se desarrollen y manifiesten
tecnologías de poder que transformen la vida de hombres y mujeres en cualquier
tiempo y lugar.
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