JAMES FRAZER / MAGIA Y RELIGIÓN


CAPITULO IV 

MAGIA Y RELIGIÓN 

Los ejemplos reunidos en el capítulo anterior son suficientes para ilustrar los principios generales de la magia simpatética en sus dos ramas, a las que hemos dado los nombres de homeopática y contaminante o contagiosa. En algunos casos de magia presentados, hemos visto que se supone la actuación de los espíritus y que se intenta atraer su favor con oraciones y sacrificios. Pero estos casos son, en conjunto, excepcionales: muestran la magia teñida y amalgamada con la religión. Siempre que se manifiesta la magia simpatética en su forma pura, sin adulterar, se da por sentado que, en la naturaleza, un hecho sigue a otro necesaria e invariablemente, sin la intervención de ningún agente espiritual o personal. De este modo, su concepto fundamental es idéntico al de la ciencia moderna; el sistema entero se entiende como una creencia implícita, pero real y firme, en el orden y uniformidad de la naturaleza. El mago no duda de que las mismas causas producirán siempre los mismos efectos, ni de que a la ejecución de las ceremonias debidas, acompañadas de los conjuros apropiados, sucederán inevitablemente los resultados deseados, a menos que sus encantamientos sean desbaratados y contrarrestados por los conjuros más potentes de otro hechicero. Él no ruega a ningún alto poder; no demanda el favor del veleidoso y vacilante ser; no se humilla ante ninguna deidad terrible. Ni a su propio poder, grande como lo cree, lo supone arbitrario ni ilimitado. Sólo podrá manejarlo mientras se atenga estrictamente a las reglas de su arte, a lo que pudiéramos llamar leyes de la naturaleza, tal como él las concibe. Descuidar estas reglas o cometer la más pequeña infracción de ellas es incurrir en el fracaso e incluso exponerse el inexperto practicón a los peligros más extremos. Si reclama una soberanía sobre la naturaleza, es una soberanía constitucional, rigurosamente limitada en su alcance y ejercida en conformidad exacta con la experiencia. Así, vemos que es estrecha la analogía entre las concepciones mágicas y científicas del universo. En ambas, la sucesión de acaecimientos se supone que es perfectamente regular y cierta, estando determinadas por leyes inmutables, cuya actuación puede ser prevista y calculada con precisión; los elementos de capricho, azar y accidente son proscritos del curso natural. Ante ambas, se abre una visión, aparentemente ilimitada, de posibilidades para los que conocen las causas de las cosas y pueden manejar los resortes secretos que ponen en movimiento el vasto e inextricable mecanismo del universo. De ahí la fuerte atracción que la magia y la ciencia han ejercido sobre la mente humana; de ahí los poderosos estímulos que ambas han dado a la consecución de la" sabiduría. Ellas animan al cansado inquisidor, al fatigado investigador, a través del desierto de las desilusiones presentes, con promesas sin límites en el futuro; ellas le colocan en la cumbre de una altísima montaña y le muestran, más allá de las nubes sombrías y de la cambiante niebla que pisan, la visión de la ciudad celestial, muy lejos tal vez, pero radiante de esplendor ultraterreno, bañada en la luz del ensueño. El defecto fatal de la magia no está en su presunción general de una serie de fenómenos determinados en virtud de leyes, sino en su concepción por completo errónea de la naturaleza de las leyes particulares que rigen esa serie. Si analizamos los casos variados de magia simpatética que se han examinado en las páginas precedentes y que pueden considerarse como muestras normales del conjunto, encontramos, como acabamos de indicar, que todos ellos son aplicaciones equivocadas de una u otra de dos grandes leyes fundamentales del pensamiento, a saber, la asociación de ideas por semejanza y la asociación de ideas antiguas, produce la magia contaminante o contagiosa. Los principios de asociación son excelentes por sí mismos, y de hecho esenciales en absoluto al trabajo de la mente humana. Correctamente aplicados, producen la ciencia; incorrectamente aplicados, producen la magia, hermana bastarda de la ciencia. Es, por esto, una perogrullada, casi una tautología, decir que la magia es necesariamente falsa y estéril, pues si llegase alguna vez a ser verdadera y fructífera, ya no sería magia, sino ciencia. Desde las más primitivas épocas, el hombre se ha enfrascado en la búsqueda de leyes generales para aprovecharse del orden fenoménico natural, y en esta interminable búsqueda ha rastrillado junto a un gran cúmulo de máximas, algunas de las cuales son de oro y otras simple escoria. Las verdaderas reglas de oro constituyen el cuerpo de ciencia aplicada que denominamos arte; las falsas son la magia. Si la magia es tan afín a la ciencia, nos queda por inquirir cuál es su situación respecto a la religión. Mas la visión que tenemos de esta relación estará necesariamente teñida por la idea que nos hemos formado de la religión misma; por esto, deberá esperarse razonablemente que el escritor defina su concepto de religión antes de proceder a investigar su relación con la magia. Es probable que no exista en el mundo un asunto acerca del cual difieran tanto las opiniones como éste de la naturaleza de la religión, y componer una definición de ella que satisfaga a todos es ciertamente imposible. Todo lo que un escritor puede hacer es definir con claridad lo que entiende por religión y después emplear consecuentemente la palabra en tal sentido a través de toda su obra. Por religión, pues, entendemos una propiciación o conciliación de los poderes superiores al hombre, que se cree dirigen y gobiernan el curso de la naturaleza y de la vida humana. Así definida, la religión consta de dos elementos, uno teórico y otro práctico, a saber, una creencia en poderes más altos que el hombre y un intento de éste para propiciarlos o complacerlos. De los dos, es evidente que la creencia se formó primero, puesto que deberá creerse en la existencia de un ser divino antes de intentar complacerle. Pero a menos que la creencia guíe a una práctica correspondiente, no será religión, sino meramente teología. En palabras de Santiago:1 "Así también la fe, si no tuviere obras, es muerta en sí misma". En otros términos, un hombre no es religioso si no gobierna su conducta de algún modo por el temor o amor de Dios. Por otro lado, la práctica sola, desnuda de toda creencia religiosa, tampoco es religión. Dos personas pueden conducirse exactamente del mismo modo y ser una de ellas religiosa y la otra no. El que actúa por temor o amor de Dios es religioso; si el otro obra por temor o amor al hombre, será moral o inmoral, según que su conducta se ajuste o choque con el bien general. Por esto, creencia y práctica, o en términos teológicos, fe y obras, son igualmente esenciales a la religión, que no puede existir sin ambas. Mas no es necesario que la práctica religiosa tome siempre la forma de un ritual; esto es, no necesita consistir en la ofrenda sacrificial, la recitación de oraciones y otras ceremonias externas, bu propósito es complacer a la divinidad y si ésta gusta más de la caridad, la compasión y la castidad que de oblaciones de sangre, cánticos de himnos y humos de incienso, sus adoradores la complacerán mejor no postrándose ante ella, ni entonando sus alabanzas, ni llenando sus templos con regalos costosos, sino siendo castos y misericordiosos y caritativos hacia los hombres; pues haciéndolo así, imitarán, en cuanto lo permite la humana flaqueza, las perfecciones de la naturaleza divina. Este lado ético de la religión es el que los profetas hebreos, inspirados en el notable ideal de la bondad y santidad de Dios, nunca se cansaron de inculcar. Así, Miqueas dice: "Oh, hombre, él te ha declarado que sea lo bueno, y que pida de ti Jehová: solamente hacer juicio, y amar misericordia y humillarte para andar con tu Dios". Y en tiempos posteriores, mucha de la fuerza con la que el cristianismo conquistó el mundo se derivó del mismo sublime concepto de la naturaleza moral de Dios y del deber de los hombres de asemejarse a ella. "La religión pura y sin mácula delante de Dios y Padre es ésta: Visitar los huérfanos y las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha de este mundo".2 Pero si la religión implica, primero, la creencia en seres sobrehumanos que rigen al mundo y, segundo, la pretensión de atraer su favor, se deduce claramente de ello que el curso de la naturaleza es en alguna forma elástico o variable y que nosotros podemos persuadir o inducir a los poderosos seres que lo gobiernan a que desvíen en nuestro beneficio la corriente de hechos del canal por el que de otro modo fluirían. Ahora bien, esta implícita elasticidad o variabilidad de la naturaleza se opone directamente tanto a los principios de la magia como a los de la ciencia, pues ambas presuponen que los procesos naturales son rígidos e invariables en sus operaciones y que no pueden ser desviados de su curso ni por persuasión y súplica, ni por amenaza e intimidación. La diferencia entre los dos conceptos antagónicos del universo nace de la respuesta a la cuestión crucial: ¿son conscientes y personales las fuerzas que rigen al mundo, o inconscientes e impersonales? La religión, como una conciliación de los poderes sobrehumanos, se abroga el primer término de la alternativa, pues toda conciliación implica que el ser conciliado es un agente personal y consciente y que su conducta es en alguna medida incierta, pudiendo ser inducido a variarla en la deseada dirección por una juiciosa apelación a sus intereses, sus apetitos o sus sentimientos. La conciliación jamás se emplea para las cosas que se considera inanimadas, ni se dirige a las personas cuya conducta en las circunstancias dadas sé sabe que está determinada con absoluta certeza. Así, en tanto en cuanto la religión supone que el universo es dirigido por agentes conscientes a los que puede hacerse volver de su acuerdo por persuasión, se sitúa en antagonismo fundamental tanto con la magia como con la ciencia, porque ambas presuponen que el curso natural no está determinado por las pasiones o caprichos de seres personales, sino por la operación de leyes inmutables que actúan mecánicamente. Es verdad que en magia la presunción es sólo implícita, pero en la ciencia es explícita. Es cierto que la magia trata frecuentemente con los espíritus, que son agentes personales de la clase que supone la religión; mas siempre que trata con ellos lo hace en forma apropiada, del mismo modo que si fuesen agentes inanimados, esto es, los constriñe o coacciona, en vez de agradarlos o propiciarlos como hace la religión. De esta manera supone que todos los seres personales, sean humanos o divinos, están en última instancia sujetos a aquellas fuerzas impersonales que todo lo dirigen, pero que no obstante pueden ser aprovechadas por quien sepa cómo manejarlas con las ceremonias y conjuros apropiados. En el Egipto antiguo, por ejemplo, los magos proclamaban su poder de obligar hasta a los más altos dioses a ejecutar sus mandatos, y realmente los amenazaban con la destrucción en caso de desobediencia. Otras veces, sin ir tan lejos, el hechicero declaraba que diseminaría los huesos de Osiris o revelaría su leyenda sagrada si el dios se mostraba rebelde. De igual modo, actualmente, en la India, la misma gran trinidad de Brahma, Vishnú y Siva está subordinada a los brujos, que por medio de sus conjuros ejercen tal ascendencia sobre tan poderosas deidades, que éstas se ven obligadas a ejecutar sumisamente, ya abajo en la tierra o arriba en el cielo, todo lo que les manden y puede ocurrírseles a sus amos, los hechiceros. Hay un dicho corriente en toda la India: "Todo el universo está subordinado a los dioses; los dioses están obligados a los conjuros (manirás); los conjuros a los brahmanes; por consiguiente, los brahmanes son nuestros dioses". El radical conflicto de principios entre la magia y la religión explica suficientemente la hostilidad implacable con la que en la historia el sacerdote ha perseguido con frecuencia al mago. La altanera presunción del mago, su comportamiento arrogante hacia los más altos poderes y su descocada pretensión de ejercer un imperio semejante al de ellos, no pudo menos de sublevar al sacerdote, que, con un temeroso sentido de la majestad divina y de su humilde posición ante ella, debió ver tales pretensiones y tal conducta como una usurpación impía y blasfema de las prerrogativas que pertenecen sólo a Dios. Y en ocasiones, podemos sospechar que algunos motivos menos piadosos concurrieron a agudizar la hostilidad sacerdotal. Él declaró ser el intermediario adecuado, el verdadero intercesor entre Dios y el hombre, y no cabe duda de que tanto sus intereses como sus sentimientos fueron frecuentemente dañados por un practicante rival que predicaba un camino hacia la fortuna más suave y seguro que el estrecho y resbaladizo camino del favor divino. Con todo, pensamos que este antagonismo que nos es familiar hizo su aparición relativamente tarde en la historia de la religión. En un primer período, las funciones de sacerdote y hechicero estaban a menudo combinadas, o, hablando más exactamente, quizá no estaban diferenciadas aún la una de la otra. Para conseguir sus propósitos, el hombre propiciaba la buena voluntad de los dioses o los espíritus con oraciones y sacrificios, mientras que al mismo tiempo se auxiliaba de las ceremonias y conjuros que él esperaba pudieran conseguir por sí mismas el resultado deseado sin ayuda de dios o diablo. En suma, practicaba simultáneamente ritos religiosos y mágicos; pronunciaba oraciones y conjuros casi con el mismo aliento, sabiendo o estimando en poco la inconsistencia teórica de su conducta, mientras que a tuertas o derechas contribuía a conseguir su propósito. Demostraciones de esta fusión o confusión de la magia con la religión las hemos encontrado hace poco nosotros mismos en las prácticas de los melanesios y otros pueblos. La misma confusión de magia y religión ha sobrevivido entre los pueblos que se elevaron a niveles de cultura más altos. Era corriente en la India y en el Egipto antiguos, pero no significa que esté extinguida entre los campesinos europeos actualmente. En cuanto a la India antigua, nos dice un eminente sanscritista que "el ritual sacrificante en el período más antiguo del que podamos tener informes detallados está empapado de prácticas en que alienta el espíritu de la magia más primitiva". Hablando de la importancia de la magia en el Oriente y especialmente en Egipto, el profesor Maspero señala que "no debemos asociar al concepto de magia la idea degradante que casi inevitablemente acude a la mente moderna. La antigua magia era el verdadero fundamento de la religión. El creyente que deseaba obtener algún favor de un dios no tenía probabilidades de éxito a menos de sujetar a la divinidad y esta detención solamente podía efectuarse por medio de cierto número de ritos, sacrificios, oraciones y encantamientos que el mismo dios había revelado y que le obligaban a hacer lo que le demandasen". Entre las clases ignorantes de la Europa moderna, la misma confusión de ideas, la misma mixtura de religión y magia emerge en variadas formas. Se nos dice, por ejemplo, que en Francia "la mayoría de los campesinos todavía creen que el sacerdote posee un poder irresistible y secreto sobre los elementos mediante la recitación de ciertas oraciones que solamente él conoce y tiene el derecho de pronunciar aunque, por pronunciarlas, deberá pedir después la absolución; en ocasión de peligro inminente puede detener o rechazar por un momento la acción de las leyes eternas del mundo físico. Los vientos, las tormentas, el granizo y la lluvia están a su disposición y obedecen su voluntad. El fuego también está sujeto a él y las llamas de un incendio se extinguirán a su mandato". Por ejemplo, los campesinos franceses estaban y quizá están persuadidos todavía de que los sacerdotes podían celebrar, con ciertos ritos especiales, una Misa del Espíritu Santo cuya eficacia era tan milagrosa que jamás encontraba oposición en la divina voluntad: Dios se veía forzado a otorgar lo que se le pidiera en esta forma, por inoportuna y temeraria que pudiera ser la petición. No había ninguna idea de impiedad o irreverencia en el rito para las mentes que en algunos de los grandes momentos de la vida buscaban por este medio singular arrebatar el reino de los cielos por la violencia. Los sacerdotes seculares rehusaban generalmente decir la Misa del Espíritu Santo, pero los monjes, especialmente los frailes capuchinos, tenían la reputación de condescender con menos escrúpulos a las súplicas de los impacientes y angustiados. En la coacción que los campesinos católicos creían ejercer sobre la deidad por medio del sacerdote parece que tenemos el duplicado exacto del poder que los antiguos egipcios adscribían a sus magos. También, tomando otro ejemplo, en muchas aldeas de Provenza todavía se cree que el sacerdote tiene la virtud de impedir las tormentas. No todos los sacerdotes gozan de esta reputación, y en algunas aldeas, cuando tiene lugar un cambio de sacerdotes, los parroquianos están ansiosos hasta saber si el nuevo beneficiado tiene el poder (pouder). como ellos lo llaman. A las primeras señales de tormenta fuerte le ponen a prueba, invitándole a que exorcice a las nubes amenazadoras, y si el resultado responde a sus esperanzas, el nuevo sacerdote tiene asegurada la simpatía y el respeto de su rebaño. En algunas parroquias, donde la reputación del vicario a este respecto era más alta que la del rector, las relaciones entre los dos eran en consecuencia tan tirantes que el obispo tenía que trasladar al rector a otra parroquia. También los campesinos gascones creen que para vengarse las malas personas de sus enemigos inducirán en ocasiones a un sacerdote a decir una misa llamada de San Secario. Son muy pocos los sacerdotes que conocen esta misa y las tres cuartas partes de los que la saben no la dirán por amor ni por dinero. Nadie sino un sacerdote perverso se atreverá a ejecutar la ceremonia horrenda y puede estarse muy seguro que tendrá que rendir una cuenta muy pesada en el día de Juicio. Ningún cura ni obispo, ni siquiera el arzobispo de Auch, puede perdonarle: este derecho sólo pertenece al Papa de Roma. La misa de San Secario solamente puede decirse en una iglesia en ruinas o abandonada, donde los búhos dormitan y ululan, donde los murciélagos se remueven y revolotean en el crepúsculo, donde los gitanos acampan por la noche y donde los sapos se agazapan bajo el altar profanado. Allí llega por la noche el mal sacerdote con su barragana y a la primera campanada de las once comienza a farfullar la misa al revés, desde el final hasta el principio, y termina exactamente cuando los relojes están tocando la medianoche. Su concubina hace de monaguillo. La hostia que bendice es negra y tiene tres puntas; no consagra vino y en su lugar bebe el agua de un pozo en el que se haya ahogado un recién nacido sin cristianar. Hace el signo de la cruz, pero sobre la tierra y con el pie izquierdo. Y hace otras muchas cosas que ningún buen cristiano podría mirar sin quedarse ciego, sordo y mudo para el resto de su vida. Mas el hombre por quien se dice la misa se va debilitando poco a poco y nadie puede saber por qué le sucede esto; los mismos doctores no pueden hacer nada por él ni comprenderlo. No saben que se está muriendo lentamente por la misa de San Secario. Sin embargo, aunque la magia se encuentra así fundida y amalgamada con la religión en muchos países y edades, hay fundamentos para pensar que esta fusión no es primitiva y que hubo un tiempo en el cual el hombre recurrió a la magia sólo para la satisfacción de las necesidades que excedían los límites de sus inmediatos deseos animales. En primer término, la consideración de las nociones mágicas y religiosas fundamentales puede inclinarnos a deducir que la magia es más antigua que la religión en la historia de la humanidad. Hemos visto que, por un lado, la magia no es más que una equivocada aplicación de los más simples y elementales procesos de la inteligencia, es decir, la asociación de ideas en virtud del parecido o de la contigüidad, y que por otro lado, la religión presupone la acción de agentes personales y conscientes, superiores al hombre, tras del telón visible de la naturaleza. Es evidente que la concepción de agentes personales es más compleja que un sencillo reconocimiento de la semejanza o contigüidad de ideas; una teoría que presupone que el curso de la naturaleza lo determinan agentes conscientes es más abstrusa y profunda y requiere para su comprensión un grado más alto de inteligencia y reflexión que la apreciación de que las cosas se suceden unas tras otras tan sólo por razón de su contigüidad o semejanza. Hasta los animales asocian las ideas de cosas que se asemejan entre sí o que han sido encontradas juntas en sus experiencias, y difícilmente pueden sobrevivir un día si cesan de hacerlo así. Mas ¿quién atribuiría a los animales la creencia de que la serie fenoménica natural está dirigida por una multitud de animales invisibles o por un animal enorme y prodigiosamente fuerte detrás del escenario? Es probable que no sea injusto para los brutos suponer que el honor de idear una teoría de esta última clase debe reservarse a la razón humana. Así, la magia está deducida directamente de los procesos elementales del razonamiento y es en realidad un error en el que la mente cae casi espontáneamente, mientras la religión descansa sobre conceptos que difícilmente puede suponerse que alcance la simple inteligencia animal, es probable que la magia apareciera antes que la religión en la evolución de nuestra raza y que el hombre intentase sujetar la naturaleza a sus deseos por la fuerza cabal de sus conjuros y encantamientos antes que esforzarse en engatusar y apaciguar una esquiva, caprichosa o irascible deidad por la insinuación suave de la oración y el sacrificio. La conclusión que hemos alcanzado deductivamente considerando las ideas fundamentales de la magia y la religión está confirmada inductivamente por las observaciones de que entre los aborígenes de Australia, los más rudos salvajes de que podamos tener informes seguros, la práctica de la magia es general, mientras que la religión, en el sentido de propiciación o conciliación de los altos poderes, parece ser casi desconocida. Hablando sin precisión, todos los australianos son brujos, pero ninguno es sacerdote; todos imaginan poder influir sobre sus compañeros o sobre los acontecimientos naturales por magia simpatética, pero ninguno sueña en propiciar dioses por medio de la oración y el sacrificio. Si en los más retrasados grados de sociedad humana que nos son conocidos encontramos la magia tan visiblemente presente y la religión tan por completo ausente, ¿no podemos conjeturar con razón que las razas civilizadas del mundo también hayan pasado en algún período de su historia por una fase intelectual parecida y que intentasen forzar los grandes poderes de la naturaleza para hacer su gusto antes de que pensaran solicitar sus favores por la ofrenda y la oración? En suma, así como en el aspecto material de la cultura humana ha habido en todas partes una edad de la piedra, ¿habrá habido también en todas partes, en el aspecto intelectual, una edad de la magia? Hay razones para responder afirmativamente a esta pregunta. Cuando examinamos las razas humanas existentes desde Groenlandia a la Tierra del Fuego o desde Escocia a Singapur, observamos que se distinguen unas de otras por una gran variedad de religiones y que estas distinciones no son, por decirlo así, de mera coexistencia con las amplias distinciones raciales, sino que se internan en minúsculas subdivisiones de estado y comunidad; es más, que penetran la ciudad, la aldea y hasta la familia, de tal modo que la superficie de la sociedad en todo el mundo está resquebrajada y agrietada, zapada y minada con hendiduras, fisuras, grietas y brechas abiertas por la influencia desintegrador» de las disensiones religiosas. Sin embargo, cuando hemos penetrado a través de estas diferencias que afectan principalmente a la parte inteligente y pensadora de la sociedad, encontramos subyacente todo un sólido estrato de conformidad intelectual entre el estúpido, el mentecato, el ignorante y el supersticioso, que constituyen desgraciadamente la inmensa mayoría de la humanidad. Una de las grandes realizaciones del siglo xix fue calar en este bajo estrato mental en muchas partes del mundo y descubrir así su identidad substancial en todas ellas. Está bajo nuestros pies —y no muy lejos de ellos— en la misma Europa y en nuestros días, y está a flor de tierra en el corazón del desierto australiano y dondequiera que el advenimiento de una civilización más alta no lo haya sepultado. Esta fe universal, este verdadero credo católico es la creencia en la eficacia de la magia. Mientras los sistemas religiosos no sólo difieren en los distintos países, sino en las distintas épocas de un mismo territorio, el sistema de la magia simpatética permanece substancialmente semejante en sus leyes y prácticas en todas partes y todos los tiempos. Entre las clases ignorantes y supersticiosas de la Europa moderna, la magia es lo mismo que fue hace miles de años en Egipto e India y que es ahora entre les más atrasados salvajes supervivientes en los más remotos rincones del mundo. Si la prueba de la verdad fuese un recuento de manos levantadas o de cabezas, el sistema de la magia podría apropiarse con más razón aún que la Iglesia católica la orgullosa divisa: Quod semper, quod ubique, quod ab omnibus, como credencial segura y cierta de su propia infalibilidad. No es nuestro objeto deliberar aquí qué fuerza tiene sobre el futuro de la humanidad la existencia permanente de una capa de salvajismo tan sólida debajo de la superficie social impermeable a los cambios superficiales de la religión y la cultura. El observador desapasionado cuyos estudios le han inducido a sondear sus profundidades no puede considerarlo de otra manera que como una amenaza pendiente para la civilización. Parece que nos movemos sobre una corteza delgada que en cualquier momento pueden desgarrar las fuerzas subterráneas que dormitan debajo. De cuando en cuando, un murmullo sordo bajo el suelo o un súbito surgir de llamas al aire nos advierten de lo que sucede bajo nuestros pies. Alguna vez el mundo educado se sobresalta por un artículo de la prensa diaria que nos dice que se ha encontrado en Escocia una imagen de madera con muchos alfileres clavados con el propósito de matar a un odioso hacendado o predicador; de cómo en Irlanda una mujer ha sido quemada lentamente hasta morir por bruja, o cómo una muchacha fue muerta y despedazada en Rusia para fabricar aquellas candelas de sebo humano a cuya luz esperan los ladrones hacerse invisibles en sus faenas nocturnas. Que al final prevalezcan las influencias que ayudan al progreso o las que amenazan acabar con lo conseguido hasta ahora; que la energía impulsiva de la minoría o el peso muerto de la mayoría de los humanos resulten más potentes para llevarnos a las máximas alturas o hundirnos en los profundos abismos, son cuestiones que conciernen al sabio, al moralista y al estadista, cuya visión de águila otea el futuro, más que al investigador humilde del pasado y del presente. Aquí sólo nos importa averiguar hasta dónde la uniformidad, la universalidad y la estabilidad de la creencia en la magia, comparadas con la variedad sin fin y el carácter mudable de los credos religiosos, nos llevan a suponer que aquélla es la representación de una fase más ruda y primitiva de la mente humana, por la cual han pasado o están pasando todas las razas de la humanidad en su camino hacia la religión y la ciencia. Si ha existido por todos lados una edad de la religión que fue precedida por la edad de la magia, como aventuramos a suponer, es natural que investiguemos las causas que han conducido a la humanidad, o mejor, a una parte de ella, a abandonar la magia como regla de fe y de práctica, y a aceptar en su lugar una religión. Cuando reflexionamos sobre la multitud, variedad y complejidad de los hechos por explicar y la escasez de informes respecto a ellos, se nos ocurre inmediatamente considerar que difícilmente podemos esperar solución completa y satisfactoria a un problema tan profundo, y que lo más que podemos hacer en el presente estado de conocimientos es aventurar una conjetura más o menos satisfactoria. Con todas las salvedades debidas, sugerimos entonces que un tardío reconocimiento de la falsedad inherente a la magia y de su esterilidad puso a la parte más inteligente de la humanidad a meditar una mejor teoría de la naturaleza y un método más fructífero para aprovechar sus recursos. Las inteligencias perspicaces debieron liega r a percibir que las ceremonias y encantamientos mágicos no producían en verdad los resultados que se esperaba de ellos, los que la mayoría de sus compañeros simplones todavía creían una realidad. Este gran descubrimiento de la ineficacia de la magia debió producir una revolución radical, aunque probablemente lenta, en las mentes de los que tuvieran sagacidad para ello. El descubrimiento llegó por primera vez cuando los hombres reconocieron su impotencia para manejar a placer ciertas fuerzas naturales que hasta entonces se habían supuesto dentro de su mandato. Fue un reconocimiento de la ignorancia y la flaqueza humanas. El hombre supo que había tomado por causa lo que no lo era y que todos sus esfuerzos para actuar por medio de estas imaginarias causas habían sido vanos. Su penosa labor había sido malgastada, su ingenua curiosidad despilfarrada sin utilidad. Había estado sirgando sin nada que arrastrar; había estado creyendo caminar derecho a su objetivo cuando en realidad no había hecho más que moverse en un estrecho círculo. No es que los efectos que se había esforzado tan duramente en producir no continuasen manifestándose: todavía se producían, mas no por él. La lluvia seguía cayendo sobre la tierra sedienta; el Sol proseguía su diurna carrera y la Luna su jornada nocturna por el cielo; la silenciosa procesión de las estaciones todavía se movía en luz y sombra, entre nubes y solaneras por la tierra; los hombres seguían naciendo para trabajar y penar, y todavía, tras de su breve residencia terrenal, se reunían después con sus padres en la gran morada. Todas las cosas, en verdad, sucedían como antes y, sin embargo, todo parecía distinto a aquel de cuyos ojos habían caído las telarañas. Porque ya no podía acariciar por más tiempo la agradable ilusión de que él era quien guiaba a la tierra y al cielo en su camino y de que ambos cesarían de ejecutar sus grandes revoluciones cuando él quitase del timón su débil mano. En la muerte de sus enemigos o amigos ya no veía la prueba de la irresistible potencia de propios hostiles encantamientos: ya conocía que lo mismo los amigos que los enemigos sucumbían a una fuerza mucho más potente que cualquiera otra que él pudiese manejar, en obediencia al destino que era impotente para controlar. Así, cortando a la ventura sus antiguas amarras y dejándose llevar por el proceloso mar de la duda y la incertidumbre, sacudida rudamente la feliz confianza de antes en sí mismo y en sus fuerzas, nuestro primitivo filósofo debió quedar tristemente perplejo y conmovido hasta que descansó, como en un puerto tranquilo después de un tempestuoso viaje, en un sistema nuevo de práctica y fe que creyó le ofrecía una solución a las dudas azarosas, y un substituto, por precario que fuese, de aquel imperio, sobre la naturaleza del cual había abdicado bien a su pesar. Si el universo caminaba sin su ayuda ni la de sus compañeros, de seguro que ello se debía a otros seres semejantes a él, pero más poderosos, los que invisibles dirigían su curso y producían toda la serie de acontecimientos diversos que hasta entonces creyó dependientes de su propia magia. Eran ellos como ahora creía, no él, los que hacían soplar los vientos borrascosos, relampaguear el rayo y retumbar el trueno; los que habían construido los cimientos de la sólida tierra y límites infranqueables al alborotado mar; los que hicieron brillar todos los gloriosos luminares de los cielos; los que dieron su alimento a las aves del aire y su presa a las bestias salvajes; los que ordenaron al suelo fértil que produjera la abundancia, que vistiera de selvas las altas montañas, que hiciera borbotear los manantiales brotando de entre las piedras de los valles y crecer verdes pastos al lado de las aguas en reposo,1 los que infundieron soplo de vida en las narices del hombre, haciéndole vivir, o le volvieron a la destrucción por hambre, pestilencia y guerra. A estos seres poderosos, de cuya obra veía las huellas en todas las maravillosas y variadas pompas de la naturaleza, se dirigía ya el hombre, confesando humildemente su subordinación al poder invisible e impetrando de su misericordia que le proveyeran de todos los bienes, que le defendieran de los peligros y daños que en nuestra vida mortal nos acompañan a cada paso y finalmente que llevaran su espíritu inmortal, libre de la carga del cuerpo, a un mundo más feliz, más allá del alcance del dolor y la pena, donde pudiera quedarse con ellos y con los espíritus de los hombres buenos, gozando una felicidad eterna. Así, o de modo parecido, puede concebirse que las mentes reflexivas hicieran la transición de la magia a la religión, mas aun en ellos mismos con dificultad pudo ser repentino el cambio: probablemente fue procediendo muy despacio y necesitó largo tiempo para su realización más o menos perfecta. El reconocimiento de la impotencia humana para influir en gran escala sobre el curso de la naturaleza debió ser gradual: no tuvo que quedar mocho de su imaginado imperio de un solo golpe. Paso a paso debió ir retrocediendo de su orgullosa posición; palmo a palmo cedió, entre suspiros, el terreno que antes consideró como propio. Ahora sería el viento, ahora la lluvia, ya el sol, el trueno, lo que se confesaba impotente para manejar: reino tras reino de la naturaleza iban cayendo así de sus puños hasta que lo que una vez le pareciera su imperio amenazó reducirle a prisión; el hombre debió quedar más o menos profundamente impresionado con el sentimiento de su propia invalidez y el poderío de los seres invisibles que creyó le rodeaban. De este modo, comenzando como un leve y parcial reconocimiento de la existencia de poderes superiores al hombre, con el desarrollo del conocimiento, la religión tendió a convertirse en la confesión de la entera y absoluta dependencia del hombre con respecto a lo divino; su antiguo comportamiento libre se transforma en la más abyecta postración ante los misteriosos poderes invisibles, y su más apreciable virtud es someter a ellos su voluntad. In la sua volontade e nostra pace. Pero este profundo sentido religioso, esta sumisión más perfecta a la divina voluntad en todas las cosas, sola afecta a aquellas inteligencias superiores que tienen suficiente amplitud de visión para comprender la inmensidad del universo y la pequeñez del hombre. Las mentes chicas no pueden lograr ideas grandes: en su estrecha comprensión y en su visión miope, nada les parece grande e importante, en realidad, más que ellas mismas. Tales mentes se elevan difícilmente a la religión. Ellas, en verdad, son arrastradas por sus superiores en conformidad externa con los preceptos y en profesión verbal de sus mandamientos; mas en su corazón siguen adheridas a sus viejas supersticiones mágicas, que aunque despreciadas y prohibidas, no pueden ser desarraigadas por la religión mientras estén radicadas en lo profundo del entramado y constitución de la gran mayoría del género humano. Quizá el lector se sienta impulsado a preguntar: ¿Cómo fue que los hombres inteligentes no dieron más pronto con la falacia de la magia? ¿Cómo pudieron continuar acariciando esperanzas que eran invariablemente condenadas a la desilusión? ¿Con qué ánimos persistían en emplear venerables ridiculeces que a nada conducían y en musitar solemnes jerigonzas que quedaban sin efecto? ¿Por qué esa adhesión a creencias que así eran contradichas tan rotundamente por la experiencia? ¿Cómo arriesgarse a repetir experiencias fracasadas tan de continuo? La respuesta parece ser que no era fácil encontrar la falacia y que los fracasos no estaban patentes, puesto que en muchos, si no en la mayoría, de los casos, el acontecimiento deseado se verificaba realmente, con un intervalo mayor o menor tras la ejecución del rito designado para producirlo, y que era necesaria una mente de más agudeza que la corriente para percibir, aun en esos casos, que el ritmo no era precisamente la causa del acontecimiento. Una ceremonia proyectada para que sople el viento, o caiga la lluvia, u ocasione la muerte de un enemigo, sería siempre seguida, más pronto o más tarde, del suceso que se pretendía provocar, y disculparse al hombre primitivo por considerar el acontecimiento como resultado directo de la ceremonia y como la mejor prueba de su eficacia. De igual modo, los ritos hechos por la mañana para ayudar al Sol a elevarse y en primavera para levantar de su sueño hiemal a la tierra, invariablemente parecían coronados por el éxito, al menos en las zonas templadas, pues en esas regiones el Sol enciende su lámpara dorada todas las mañanas por el Oriente, y año tras año la tierra vernal se decora con su magnífico manto de verdura. Por esto el salvaje práctico, con sus instintos conservadores, puede muy bien hacerse el sordo a las sutilezas del dubitativo teórico y del filósofo radical que sugieren que la aparición del Sol y la primavera pueden no ser, después de todo, consecuencias directas de la ejecución puntual de ciertas ceremonias diarias o anuales, y que quizá el Sol continuaría saliendo y los árboles floreciendo aunque las ceremonias se interrumpieran ocasionalmente y hasta si cesaran para siempre. Estas escépticas dudas las rechazarían naturalmente los demás con escarnio e indignación, como triviales fantasías subversivas de la fe y manifiestamente contradichas por la experiencia. "¿Puede ser algo más evidente —dirían— que el hecho de que cuando yo enciendo mi vela de cinco centavos en la tierra, el Sol enciende entonces su gran fuego en el cielo? Me gustaría saber si, siempre que me visto en primavera con mi ropa verde, los árboles dejan de hacer lo mismo después. Éstos son hechos patentes para todo el mundo y a ellos me atengo. Yo soy un hombre sencillo, práctico, y no uno de esos teóricos que cortan un pelo en el aire y acuchillan la lógica. Las teorías y especulaciones y demás cosas por el estilo están muy bien y yo no tengo nada que objetar a los que se entreguen a ellas, con tal, ¡claro está!, de que no las pongan en práctica. Pero dejen que me atenga a los hechos, que yo sé lo que me hago". Lo engañoso de este razonamiento es obvio para nosotros porque se trata de hechos que están desde hace mucho tiempo resueltos en nuestras mentes. Pero permítase que un argumento exactamente del mismo calibre se aplique a materias que están todavía en debate y puede preguntarse si un auditorio británico no lo aplaudiría como ortodoxo y consideraría al orador que lo usara como un hombre seguro, no brillante o florido quizás, pero muy sensato y de cabeza firme. Si tales razonamientos pueden aceptarse entre nosotros mismos, no es de extrañar si durante largo tiempo han escapado al sentido crítico del salvaje.

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