ETNOGRAFÍAS PARA TRABAJAR


Larga nariz, piel blanca y boca de miel

Cuando llegamos a la entrada de la corte donde reside el rey, mi guía y mi intérprete, de acuerdo con la costumbre, se quitaron sus sandalias; y el primero pronunció en voz alta el nombre del rey, repitiéndolo hasta que le respon­dieron desde dentro. Encontramos al monar­ca sentado en una estera y acompañado por dos asistentes. Le repetí lo que ya le había dicho en relación con el objeto de mi viaje y las razones que tenía para atravesar su país. Pero él sólo parecía satisfecho a medias. La idea de viajar por pura curiosidad era totalmente nueva pa­ra él. Creía impo­sible, me dijo, que un hombre dotado de sentido común emprendiera tan peli­groso viaje simplemente por tener una visión del país y de sus habitantes; sin embargo, cuando le propuse mostrarle el contenido de mi porta­mantas y todo cuanto me pertenecía, quedó con­vencido. Era evidente que sus sospechas provenían de la creencia de que todo hombre blanco es forzosamente comerciante.

Cuando le hice entrega de mis regalos, pareció encan­tado; lo que más le gustó fue la sombrilla, que abrió y cerró repetidas veces, con gran admiración suya y de sus dos asistentes, que tardaron algunos instantes en com­prender para qué servía tan maravillosa máquina. Tras lo cual, me disponía a despedirme del rey cuando éste, de­seando que me quedara aun un rato, inició un largo dis­curso en favor de los blancos, elogiando sus inmensas riquezas y su genero­sidad. A continuación hizo el elogio de mi chaqueta azul, cuyos botones amarillos parecían despertar particularmente su admiración; y concluyó por pedirme que se la regalara, asegurándome, para que me consolara de su pérdida, que se la pondría en todos los actos públicos y que informaría a cuantos la vieran de mí extremada liberalidad para con él. La petición de un príncipe africano que está en sus propios domines ape­nas difiere de una orden, sobre todo si se dirige a un ex­tranjero. Es sólo una forma de obtener por las buenas lo que, si lo desea, puede lograr por las malas; y como en modo alguno me convenía ofenderle con una negativa, me quité tranquilamente la chaqueta, la única buena que poseía, y la puse a sus pies. En recompensa por mi ama­bilidad, me hizo entrega de gran cantidad de provisiones y ex­presó el deseo de verme de nuevo a la mañana si­guiente. Acudí pues según lo convenido y te encontré sentado en su lecho. Me dijo que estaba enfermo y que deseaba que le sacara un poco de sangre; pero, apenas había yo atado su brazo y sacado la lanceta, te abandonó el valor y me pidió que aplazara la operación hasta la tarde, ya que, me dijo, se sentía mucho mejor que antes, y me dio amablemente las gracias por la prontitud con que me había aprestado a servir­le. Añadió que sus muje­res tenían grandes deseos de verme y me pidió que les hiciera el favor de visitarlas. (...)

Sus mujeres eran entre diez y doce, la mayoría de ellas jóvenes y hermosas y con la cabeza cubierta de adornos de oro y cuentas de ámbar. Alegremente bromearon conmi­go sobre varias cuestiones, particularmente en punto a la blancura de mí piel y a la prominencia de mi nariz, insistiendo en que ambas eran artificiales. Según ellas, la primera se debía a que cuando yo era niño me habían sumergido en leche y, en cuanto a la segunda, habían alargado mi nariz tirándome de ella todos los días hasta adquirir su actual conformación, tan insólita y an­tinatural. Por mi parte, aun sin discutir tal deformidad, les hice un gran elogio de la belleza africana. Ensalcé el brillante co­lor negro de su tez y el encantador achatamiento de su nariz; pero ellas replicaron que en Bondu se tenía en poco aprecio la adulación o, como ellas decían con énfa­sis, la "boca de miel'. Como recompensa por mi compañía o por mis cumplidos (a los que, dicho sea de paso, no eran tan insensibles como fingían ser), me regalaron un jarro de miel y algún pescado, que enviaron a mi vivienda. Al mismo tiempo se me pidió que fuera a ver de nuevo al rey poco después de la puesta del sol.

Al ir a verte, llevé conmigo algunas cuentas de collar y papel de escribir, dada la costum­bre de hacer algunos pequeños regalos en el momento de despedirse. Por su parte, el rey me dio cinco dracmas de oro, indicando que era sólo una fruslería, ofrecida en señal de pura amistad, pero que me sería útil para comprar provisiones durante mi viaje. A esta muestra de amabi­lidad añadió otra aun más importante, diciéndome cortésmente que, aunque la costumbre era registrar el equipaje de todos los viajeros que pasaban por su país, me dispensaba de tal ceremo­nia, añadiendo que era libre de marcharme cuando gus­tase.
Mungo Park (1771-1805) Travels in the Interior of Africa, 1799.

 

 

Iamory, jefe sudanés

En Sudán los jefes ejercen sobre sus súbditos un poder abso­luto. Como tos viajeros blancos les inspiran cierta descon­fianza, cuando no están de cididos de antemano a dejarles pa­sar, nunca enta­blan conversación con ellos. Aquí no es ése el caso, pues Iamory me concederá una entrevista. Pero, ¿lograré obtener su permiso para seguir mi ca­mino? Me lo han pintado como un jefe despótico, que además de exigir un tributo de los comercian­tes, les inflige todas clase de humillaciones.
lamory es un hombre alto y apuesto, con cierto parecido con los mercaderes yolof. Lamentablemente lo desfigura un poco el tatuaje de los mandé-dioula, que consiste en tres grandes cortes que parten de las sienes y las orejas y terminan en la comisura de los labios. Al llegar a una aldea o a la casa de un jefe al que se va a solicitar algo, hay que guardarse muy bien de manifestar de inmedia­to lo que se desea- Por urgente que sea la misión que uno tenga que cumplir, conviene exponer el asunto sólo al cabo de varias entrevistas.
Las primeras audiencias se dedican a tos sa­ludos y las expre­siones de bienvenida, después vienen las atenciones recípro­cas, el envío de presentes, etc.
A partir del segundo o tercer día, llegan emi­sarios del jefe a sondear hábilmente nuestras inten­ciones; es conveniente ir descubriéndose gradual mente y limitarse a decir vaguedades. Poco a poco el jefe empieza a comprender lo que uno anda bus­cando, consulta con sus allegados e indaga cuál es la opi­nión pública, por lo que siempre es bueno congraciarse con algunos personajes influyentes y ganarse su apoyo. Sólo más tarde, cuando ya se ha trazado una línea de conducta, el jefe interrogará al interesado, pero a menudo se trata de una mera formalidad porque su decisión ya está tomada.
Pero lamory es un hombre sumamente inte­ligente, y esos sub­terfugios no darían con él nin­gún resultado. Le expliqué, pues, la finalidad de mi viaje. Se mostró muy interesado por mi re­lato y me pidió más informaciones sobre Francia y nues­tra situación política en Europa. Me aseguró que sería bien reci­bido en todas partes.

Louis Gustave Binger (1856-1936) "Del Níger al golfo de Guinea por el país de Kong y el Mossí" (1892).

 

EN EL CORAZÓN DE ÁFRICA

Mis relaciones con los aborígenes se fueron haciendo rada día más estrechas. Una multitud considerable ro­deaba constantemente mi vivienda y seguía con mirada ávida el menor de mis movimientos; las personas impor­tantes llegaban incluso a hacerse traer asientos.
Al principio esas visitas me divertían. Las recibía con demostraciones de beneplá­cito, y me peinaba y afeitaba a la vista de to­dos.
Por otra parte, nuestro asombro era re­cíproco, cada se­gundo me deparaba una nue­va sorpresa. Pasaba gran parte del día haciendo croquis y tomando apuntes. Pero por más interesantes que fueran esas visitas, muy pronto comenzaron a importunarme. Al día siguiente de mi lle­gada, no tuve más remedio que hacer rodear mi tienda por un seto de es­pinas, pero ese obstáculo no arredró a la mul­titud; arrojé agua sobre los fastidiosos, hice explotar pólvora y estallar bombas; todo fue en vano. Mi puerta fue custodiada por solda­dos. Pero apenas salía me ro­deaba una multi­tud. Las mujeres eran las más exasperan­tes; me seguían paso a paso, me impedían herbo­rizar, aplastaban las flores raras que tanto tra­bajo me había costado recoger. La desespe­ración hizo presa en mí. A lo largo de los ria­chuelos, a través de los valles, cientos de ellas marchaban tras de mí. Y en cada granja, en cada aldea más mujeres venían a engrosar la avalancha.
Otras veces me sentía mejor dispuesto y bromeaba con ellas. Había aprendido algunas palabras de su lengua, y cuando pronunciaba una, respondían alegremente en coro como un eco. "Hozanna", una de las palabras que había aprendido, significa 'No es eso". Un día grité "¡Hozanna!" a pleno pulmón en medio de un grupo de mujeres. "¡Hozanna!", respondieron de inmediato; y durante un cuarto de hora, repitiendo conmigo la misma palabra, conti­nuaron ese extraño concierto Esas mujeres mombut­úes, tan impertinentes en grupo, se muestran reservadas cuando se las trata indi­vidualmente. Yo deseaba observar los detalles de su vida cotidiana, y con ese fin me acer­caba a menudo a sus chozas, pero apenas me veían, de un salto entraban en sus viviendas y me ce­rcaban la puerta en las narices
Georg Schweinfurth (1856-1936)
En el corazón de Africa (1868-1871)


Señalar las diferencias y los parecidos que presentan estos tres relatos de viajes, sobre todo acerca de:

  • Aspectos sociales
  • Económicos
  • Políticos
  • Religiosos
  • Relato europeo/indígena
  • Estadio en el que los colocaría Morgan

Comentarios

Entradas populares de este blog

ENLACES A L-STRAUSS 2025

ANTROPOLOGÍA / MIRTA LISCHETTI

Alteridad y pregunta antropológica / KROTZ